Vie 23.08.2002

ESPECTáCULOS

Un “Sábado” con toda la melancolía de un domingo

› Por Martín Pérez

Tres parejas y un sábado. Un sábado que, en realidad, comienza con un despertar pasado el mediodía y termina recién en la mañana del domingo. Que es lo que significa un sábado, en realidad. Tanto para las tres parejas protagonistas del film de Juan Villegas como para la mayoría de los adultos jóvenes urbanos a cuya identificación apela este ensayo sobre el habla disfrazado de comedia que esconde un drama. Un drama pequeño, es verdad. Pero generalizado. Melancólico al no hablar de sus melancolías y obsesivo a la hora de construir el mecanismo de sus diálogos, Sábado es un film que invita, crispa y luego se escapa. Una comedia sobre palabras que no dicen nada, pero que al mismo tiempo lo dicen todo. Y personajes que nunca parecen poder entablar un diálogo, sin dejar por eso de hablar entre ellos.
Los seis personajes en busca de una comunicación de Sábado son una pareja que convive a pesar de que comienzan el día peleando por las probabilidades, otra que ya está definitivamente peleada pero no lo sabe y una tercera formada por un famoso y una chica que apenas si lo conoce. Suerte de autóctono ¿Quieres ser Gastón Pauls?, las paradojas de Sábado comienzan con discusiones fútiles como la necesidad de saber quién es más famoso, si Pergolini o Gastón Pauls. Pregunta realizada por el propio Pauls, que se interpreta a sí mismo y es el gatillo para esos cruces entre parejas que harán redonda a esa ciudad que sus protagonistas parecen ver desde el otro lado de un vidrio.
En busca de cigarrillos o atrapados en sus autos, los personajes de Sábado se cruzan sin dejar de hablar, pero construyendo con sus frases inútiles y sin terminar un habla que es a la vez espejo del particular habla del animal social porteño, pero también su perversión. El juego de Sábado primero sorprende y casi irrita, y luego divierte e invita a ser compartido. Su pequeño universo de autos, cigarrillos y otras repeticiones se construye con rara convicción, y así es como la rareza de Sábado se hace película por derecho propio. Aunque no pase demasiado, y aunque lo que suceda no sea realmente lo importante. Porque, a la manera del cine de Eric Rohmer, lo que dicen –e incluso lo que hacen– los personajes de Sábado no es lo que importa. Sino lo que no dicen. Y lo que no hacen.
A pesar de su sagaz brevedad, Sábado no puede sin embargo evitar atraparse en tantos círculos. Una vez en funcionamiento, su mecanismo se agota rápidamente, y allí es donde termina vaciándose antes de tiempo. Antes incluso de que sus mismos personajes dejen de preocuparse por haber dicho una frase de Neustadt o por no saber quién es Marley, para comenzar ellos también a perder interés en sus diálogos. En sus choques, en sus encuentros y desencuentros, es cuando el film parece hacerse consciente de su vacío, y se encierra como si quisiera ver qué encuentra allí, sólo ante sí mismo. Pero lo único que encuentra es ese vacío. Y un silencio que casi no se permitió durante todo su metraje, que finalmente cae con leve contundencia sobre todos sus personajes al final de ese sábado que ya es domingo.

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