Vie 18.01.2002

ESPECTáCULOS

“Este es un país desolado, que hay que reconstruir”

Pepito Cibrián Campoy reestrena mañana, con entradas a dos pesos, el musical “Aquí no podemos hacerlo”, original de 1978, convencido de que su lógica tiene que ver con la realidad social argentina de hoy. En la entrevista cuenta su participación en los cacerolazos.

› Por Silvina Friera

Artista marcado genéticamente por el teatro, Pepito Cibrián Campoy nació en La Habana, uno de los itinerarios artísticos de sus padres, Ana María y Pepe, dos actores españoles de pura cepa, que como los cómicos de la legua, estaban acostumbrados a entregar el cuerpo y el alma en las giras. En su infancia trashumante, entre los camarines, la platea y la boletería, empezó a heredar el idioma de los escenarios. Cuando su padre, un republicano que había peleado por su causa en la Guerra Civil, estrenó My Fair Lady, el niño de once años descubrió la fascinación que le generaba el mundo de la comedia musical, la disciplina de los coros, el ballet y los actores. En una entrevista con Página/12, Cibrián Campoy confiesa que por venir de una familia de actores “está acostumbrado a luchar contra los molinos de viento”. Esa pelea alude a las dificultades para montar comedias musicales en el país, reflejada en Aquí no podemos hacerlo, estrenada en 1978 en el desaparecido teatro Embassy, que regresa en su cuarta versión en el teatro Santa María (Montevideo 842) mañana, desde las 21.
La exitosa pieza escrita y dirigida por Cibrián Campoy, considerada el primer gran musical argentino, muestra las desdichas de un puñado de jóvenes talentosos que –a pesar de las adversidades– intentan, con esperanza y convicción, estrenar una obra. La música original es de Luis María Serra, la dirección musical de Angel Mahler y la coreografía de Rubén Cuello. Consciente de la agobiante situación económica, el director decidió que la primera semana, hasta el 27, todas las entradas costarán 2 pesos. “Aunque el conflicto es el mismo –explica el responsable de la obra–, la realidad del lenguaje y los problemas de esos personajes cambiaron. Cuando la repuse en el ‘94, sin modificaciones, me pareció que estaba pasada, porque en ese momento vivíamos en una supuesta bonanza económica que nos hacía creer que éramos parte del primer mundo. Ahora que volvemos a nuestra realidad concreta, posterior al cacerolazo, el conflicto, que estaba sotto voce, vuelve a resurgir.” Por eso, en la reescritura de la obra redujo los personajes y decidió modificar la estética. “Tiene una dinámica como más cocainómana porque en esta sociedad, aunque no consumas drogas, la sensación es que todo tiene que ser rápido. La música se ha aggiornado, le dimos una empatía mayor que en las versiones anteriores. Intentamos investigar a partir de una estética mucho más despojada y despiadada”, aclara el director, pionero de la comedia musical argentina con montajes como De aquí no me voy, Las Invasiones Inglesas, Drácula, Calígula y El Jorobado de París, entre otros.
A Cibrián Campoy lo conmueven las imágenes de las largas colas de argentinos desesperados por buscar nuevos horizontes, en los consulados de Italia y España. “Yo elegí vivir en mi país. Cuando era muy joven me daba mucha bronca y odiaba las dificultades que enfrentaba. Entonces decidí irme a España y a México porque tenía posibilidades laborales en el exterior. Me iba bien, pero extrañaba de una manera pavorosa”, recuerda. Aunque admite que hay mucha gente que está asfixiada económicamente, dice que tal vez no tengan plena conciencia de lo que significa vivir afuera. “No saben lo que es llegar a España y que te digan sudaca”, sostiene. Como hijo de españoles que se exiliaron por ser republicanos (incluso el padre de Pepe luchó por la república en la Guerra Civil Española), percibe que el camino de regreso de hijos y nietos de españoles es paradójico. “Hubo una inmigración que venía por una suerte de bonanza económica que podía dar América. La Argentina fue un país muy generoso, en cambio ahora en España no te abren los brazos tan fácilmente. Si no vas con los papeles, que te dan cierta legalidad, te discriminan muchísimo, la pasás muy mal. Hay muchas familias que se van y los chicos no pueden soportarlo y terminan regresando.”
¿Tiene sentido a esta altura reponer un musical escrito hace tanto tiempo? “Lo que está en vigencia es el concepto de la obra: aquí sí podemos hacerlo, por eso sigo luchando. La gente cree que hacer musicales es costoso. Al contrario, es baratísimo. Pero si querés derrochar plata, claro que es caro”, responde el realizador, que no se cansa de agradecer la confianza de Tito Lectoure cuando le ofreció el Luna Park para montar Drácula y El Jorobado de París. “Me dio la posibilidad de ser masivo y popular”, subraya. “Soy feliz en el Luna Park, en un teatro de la calle Corrientes o en un sótano. Prefiero el Santa María, un teatro fuera del circuito comercial. Ya no hay circuitos, no hay nada. Estamos en un país desolado que tenemos que reconstruir.”
–¿Cómo vivió los cacerolazos?
–Llorando de emoción. Vivo enfrente de (Domingo) Cavallo. Cuando fue el primer cacerolazo, luego de que hablara nuestro lamentable ex presidente Fernando de la Rúa, con un grupo de actores que vinieron a comer fideos a mi casa empezamos a escuchar ruidos de cacerolas. Desde el balcón vimos a un grupo de personas que cruzaban hacia la casa de Cavallo, entre los cuales había una mujer con muleta. Sentí miedo porque soy de la generación que creció con la represión de la dictadura, por lo tanto no soy un héroe sino un cobarde. En ese momento mi primer impulso fue dejar que bajaran los chicos y después me sumé a ellos.
–¿Qué pasó entonces?
–Paramos el tránsito sobre Libertador y veía cómo se iba sumando gente. Todo lo que pasaba lo asociaba con un teatro y deseaba con todo mi corazón que se llenara ese teatro. Me puse a llorar de alegría porque sentía que en mi país algo se estaba gestando. Caminamos hasta Congreso y sentí que tenía derecho a llamarme ciudadano, que me daba mucho orgullo estar entre mi gente, que nadie me señalaba con el dedo o me insultaba como a los políticos. Me decían “gracias por venir”, lo cual me resultaba absurdo porque se ve que la gente tiene la sensación de que los artistas más conocidos no formamos parte del pueblo. Me sentí orgulloso de ser argentino. Creo que debemos callarnos un rato y dejar que este hombre –Eduardo Duhalde– haga lo que pueda y como pueda. Y si no, dentro de unos meses le exigiremos. En dos días nadie puede salvar esto.
–¿Cómo influyó lo que pasaba en el país en la reescritura de Aquí no podemos hacerlo?
–Cambié el final. En las versiones que hice en el Alvear (1988) y en el Cervantes (1994) terminaba con el “aquí no podemos”, no había una salida. De hecho se entendía que como ya lo habíamos intentado valía la pena. Ahora necesitábamos hacer un canto de lucha entre los grupos que defienden el “aquí no” y el “aquí sí”. Es el momento de cambiar el no por el sí. La mayoría de los musicales que se hicieron en los últimos años fueron importados. Sin embargo, ahora lo importado ya no es negocio. Es como los lobbies que presionan al Gobierno: todos nos quieren mucho mientras somos negocio.

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