ESPECTáCULOS
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Angelito, el pajarito cantor
› Por Juan Sasturain
En la nutrida pajarera del tango, El Zorzal es rey. Claro que ha habido otros numerosos pajaritos cantores, alondras muy femeninas, jilgueros machos. Pero parados dos palitos más abajo del Mudo siempre cantan Fiorentino –que fue trágicamente “El Gorrión Caído”– y este maravilloso e improbable “Ruiseñor de las calles porteñas”, Angel Vargas, del que se cumple centenario de inauguración de trinos en un nido bajo de Parque Patricios. A diferencia de Fiore, y como Hugo del Carril –cajetilla por adopción–, este José Lomio, muchacho que porque la suerte quiso no vivía en un primer piso de un “palacete central”, piantó del apellido tano y se rebautizó eufónicamente criollo. Nada más adecuado. Además, como Gardel, enseguida pidió diminutivo: es “Angelito” con una naturalidad achiquilinada y cariñosa a la que no podrían haber aspirado nunca ni el mismo Hugo, ni Marino, ni Rivero (¿qué oscuro pájaro era el Feo?), ni Morán, ni Sosa, ni la fila. Vargas era naturalmente un hombre cristalizado en pibe, que se elegía pibe: muchacho es la palabra. Tenía una voz chica y melodiosa, una inconfundible entonación persuasiva que usó como nadie para contar cosas simples: las pérdidas en el tiempo o el desamor en No aflojés, Esquinas porteñas o Cicatrices; la admonición sin retórica de Muchacho y Pero yo sé; la humilde y orgullosa pertenencia de Tres esquinas o Señores, yo soy del centro, siempre sin énfasis ni muecas. Incluso podía remontar tangos como El Yacaré –cuya letra se arrastra desde el título– para convertirlos en joyitas con el recurso del que dice –es de la estirpe de Floreal, claro– casi al pasar, sin subirse a banquitos ni marcar subrayados. Poco lunfardo, poco melodrama, minga de histeria. Vargas pintaba acuarelas, no óleos; cuadritos, no murales.
Se murió joven aunque no tanto –a los 55– y no llegó a andar dando pena televisiva; aunque, escuchándolo, hubiera zafado. Grabó mucho –más de noventa temas sólo con D’Agostino, dicen– y dejó un montón de piezas únicas, artesanales, hechas a pura sutileza y buen gusto infalible. Si tuviera que elegir un tango, yo elegiría Tres esquinas, y si un verso, me quedo con dos de ahí, del mejor Cadícamo: “donde florecen, como glicinas, / las lindas pibas, de delantal”. Nadie nunca, ni antes ni después.
Nota madre
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