Dom 14.11.2004

ESPECTáCULOS • SUBNOTA

La ópera contemporánea

En los comienzos del siglo XX, la tradición de la ópera estaba totalmente cristalizada. Podría decirse que este género, que había crecido con las burguesías europeas y había sido el más dinámico mientras esos sectores sociales lo eran, estaba llamado, también, a estancarse con ellos. Después de Giuseppe Verdi y Richard Wagner, ya casi todo estaba dicho. Claude Debussy, Richard Strauss y Giacomo Puccini, en el novecientos, extremaron esas tradiciones. Las llevaron hasta puntos sin retorno. A partir de allí, hubo, por supuesto, grandes óperas. Pero sus autores, más que operistas, eran compositores que decidían recurrir a esa tradición para experimentar con ella. Para jugar a favor o en contra pero siempre con la idea de algo que ya estaba cerrado en sí mismo. Wozzeck de Alban Berg, Moisés y Aarón de Schönberg y, más cerca, obras como El gran macabro de György Ligeti, Lady Macbeth del Distrito de Msensk de Shostakovich, La conquista de México de Wolfgang Rihm o Einstein en la playa de Philip Glass son algunos de los ejemplos de cómo la herencia del melodrama proliferó en distintas direcciones. En ese panorama, la figura de Benjamin Britten resulta fundamental en tanto fue uno de los pocos que decidió componer óperas que funcionaran ni más ni menos que como óperas. Peter Grimes, Billy Budd, La vuelta de tuerca (tan breve y compacta en su instrumentación como genial), Sueño de una noche de verano o la final Muerte en Venecia, estrenada en 1973, son experimentales en un sentido muy diferente al acuñado por las vanguardias de las décadas de 1950 y 1960. Britten no subvierte la forma ni problematiza, como Luigi Nono en su Prometeo, tragedia del ascolto o Luciano Berio en su Laborintus la propia naturaleza de la representación y la escucha, sino que bucea en las posibilidades teatrales de ciertos movimientos armónicos y de algunas combinaciones tímbricas. En esta ópera, que se estrena el martes en el Colón, resultan especialmente significativas la elección de la voz de contratenor para algunos de los personajes secundarios, el hecho de que Tadzio y su familia no canten y deban ser representados por bailarines y tratamientos orquestales como el de la soberbia secuencia en que Aschenbach, en su pieza de hotel, vislumbra el mar.

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