ESPECTáCULOS
• SUBNOTA › OPINION
Una época de efervescencia
› Por Luciano Monteagudo
Allá por 1961, el socialista Alfredo Palacios era elegido senador por la Capital Federal y el presidente Arturo Frondizi recibía subrepticiamente al enviado del flamante gobierno cubano, el argentino Ernesto “Che” Guevara. Ernesto Sabato publica una novela titulada Sobre héroes y tumbas y un joven cineasta, David José Kohon, vuelve al país del Festival Santa Margherita Ligure (hoy desaparecido), con tres premios bajo el brazo -entre ellos el de la crítica internacional– por su primer largometraje, Prisioneros de una noche, protagonizado por un actor incipiente, llamado Alfredo Alcón. En ese contexto de cambios políticos y efervescencia cultural, a la que no eran ajenos tampoco los hombres de teatro –Osvaldo Dragún, Carlos Gorostiza y Ricardo Halac daban también a conocer por entonces sus primeras obras–, nace el cine de un director esencial de la denominada Generación del ‘60, que ahora la muestra del Malba (ver aparte) puede ayudar a evaluar en perspectiva.
De hecho, Kohon había empezado bastante antes, con un corto experimental de su época de cineclubista (La flecha y el compás, 1950) y un documental de corte social, cuyo título, Buenos Aires (1958), ya anticipa el que será el escenario privilegiado de su mejor cine: la ciudad y sus márgenes. Por aquel entonces no existían las escuelas de cine, pero la frecuentación de los nuevos cines europeos –particularmente Michelangelo Antonioni y la nouvelle vague francesa– y la resistencia a los modelos anquilosados de la industria local impulsan a distinta gente, de muy diferentes orígenes, a probar suerte con sus propios films. El chileno Lautaro Murúa aprovecha su rica experiencia como actor en las películas de Leopoldo Torre Nilsson (uno de los pocos referentes argentinos de esta generación) y se da a conocer como realizador con dos films de gran fuerza expresiva: Shunko (1960) y Alias Gardelito (1961).
Antes, en 1957, Simón Feldman había demostrado que se podía hacer en 16mm. un largometraje independiente, al margen de la estructura industrial, con El negoción, que luego volvió a rodar en 35mm. Hacia 1960, Feldman ya tiene listo su segundo largo, Los de la mesa diez (basado en la pieza teatral de Dragún), al mismo tiempo que José Martínez Suárez estrena El crack, seguida por Dar la cara (1961), sobre un guión de David Viñas. A su vez, el debutante Manuel Antín propone una adaptación del cuento Cartas a mamá, de Julio Cortázar, que se conoce como La cifra impar (1962), y Rodolfo Kuhn hace un crítico retrato generacional en su opera prima, Los jóvenes viejos (1961).
La preocupación por el lenguaje del cine, por la expresividad de la cámara, por la atmósfera ciudadana, por el ambiente social marcan a muchos de estos films, y los de Kohon no son la excepción. Prisioneros de una noche es la historia de amor de dos desarraigados reunidos ocasionalmente en las calles lóbregas del Abasto. Su segundo largo, Tres veces Ana (1961), con una estupenda María Vaner, ya tiene otra ambición, está planteado como un tríptico sobre la mujer soñada por tres porteños arquetípicos. Los obstáculos que encuentra para su estreno la comedia Así o de otra manera (1966) anticipan las dificultades de supervivencia de ese “nuevo cine”, jaqueado tanto por las exigencias del mercado como por la censura de la dictadura militar. Sin embargo, Breve cielo (1968) le permite a Kohon reencontrarse, como en su primer film, con otros dos seres indefensos y con una ciudad omnipresente, melancólica en la expresiva fotografía de Adelqui Camusso. El submundo de Con alma y vida (1970), las angustias existenciales de ¿Qué es el otoño? (1976) –ambas con música original de Astor Piazzolla– y El agujero en la pared (1981) completan la obra de Kohon, que brilló particularmente en la década del 60, pero que no justifican ese largo olvido del que ahora viene a rescatarlo esta retrospectiva.
Nota madre
Subnotas