LA VENTANA › COMUNICACIóN Y MEDIOS
› Por Lila Luchessi *
Marcos Di Palma fue a Mendoza. Visitó el Cerro de la Gloria. Se subió al caballo de San Martín y le puso la gorra. “El control llegó tarde”, dijo la conductora del noticiero matinal. Lo multaron. Esta idea de ineficacia en los “controles” se expresa cotidianamente a gritos. Prevención de asaltos, inspección de sistemas de seguridad, minoridad en riesgo y abundancia de actividades informales suelen ser los caballitos de batalla del cuestionamiento mediático a la falta de control estatal. Al mismo tiempo, se duda de la intervención del Estado sobre otro tipo de acciones cuyas reglas se expresan en las leyes, los códigos de ética, las normas fiscales o previsionales que afectan sus propios intereses.
Tanto en el caso de Di Palma, como en el de la construcción de relatos jerarquizados se colisiona con una idea tan sencilla como vieja: el límite. ¿Quién debe ponerlo? ¿Con qué criterios? En definitiva, sobre qué cuestiones existe la competencia del Estado para elaborar y hacer cumplir las reglas. En primera instancia, no hay contradicción en que el colectivo “periodistas” pida controles. El control es inherente al ejercicio de la actividad. Acostumbrados a pensar en las demandas del público que los consume, saben que no puede tensar la cuerda a riesgo de quedarse sin espectadores. He allí el primer límite. Líneas editoriales, estilos, pactos con la audiencia, veracidad de los datos que se publican y espacio son algunos de los criterios que confinan la libertad de lo que se publica a cantidades de caracteres, tiempos de cierre, chequeo de la información, relaciones con receptores y anunciantes; sean éstos públicos o privados. En segunda, es difícil comprender en qué puntos coexisten los intereses sectoriales de los profesionales de los medios con los de las empresas periodísticas que los contratan.
Consultados sobre sus trabajos, los periodistas se autoperciben “garantes de la democracia”, “nexos entre la información y la sociedad” o “fiscales del poder”. Esta última idea supone dos problemas: el del ejercicio del control como acusación y el del poder asociado con cualquier forma de institucionalidad estatal. Como contrapartida, la investigación periodística establece la circulación de información verificada y el poder como un espacio más amplio que el del Estado mismo. La acusación, en términos de responsabilidad social, supone verificación. Pero esto se da de patadas con los tiempos de producción en periodismo. Entonces, la información que circula puede basarse en rumores, suposiciones o invenciones de todo tipo.
Si bien los límites con los que nació y sobrevive el periodismo no son cuestionados, también se transgreden de forma cotidiana. Distinto es si se trata de las reglas que alcanzan a toda la sociedad. La aplicación del IVA a los productos mediáticos, el resguardo de la identidad de los menores o –sencillamente– la calidad de la información que circula se presentarán como ataques a la libertad de expresión. Nada sobre las libertades mínimas de quienes tienen hijos desnutridos, a quienes se cuestiona por irresponsabilidad paterna y aun así tributan el 21 por ciento sobre una cantidad de leche insuficiente para alimentarlos.
En este punto, la pregunta es sobre la información que, por los ejemplos que se mencionaron, no se publica. Claro que las causas no son siempre las mismas. Sin embargo, hay una que parece central en los análisis sobre periodismo. La que develaría las relaciones con anunciantes, grupos de presión o intereses de las empresas periodísticas, que también forman parte de un poder por fuera del Estado. Con la noticia mercantilizada, se producen datos sobre hechos irrelevantes o, en el caso de que lo fueran, con el sesgo que imprime el perfil de la audiencia a la que tratan de llegar.
En otros momentos, el mayor capital de las empresas periodísticas era la credibilidad. Desde hace ya muchos años, las fusiones con empresas de entretenimiento permiten homologar la información con acontecimientos de interés para quienes integran sociedades comerciales no necesariamente vinculadas con la producción de información. Entonces, la mayor fortaleza está en la oferta de un público, ávido de servicios e información simplificada, que garantiza espacios nutridos de comunicación publicitaria. Para conservarlo, la concesión es la que satisface los temas o puntos de vista que se identifican con sus consumidores. Muchas veces éstos no se corresponden con los intereses de los medios y sus profesionales o con los acontecimientos mismos. No importa, no habrá control. El único eficiente será el de las mediciones de rating y el de la venta de espacios.
Entonces, la conductora se subió al caballo, le puso la gorra y festejó la suba en el minuto a minuto.
* Profesora investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales UBA.
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