LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Las industrias culturales constituyen un bien social, económico y político. Por ese motivo necesitan de políticas de Estado. Un repaso a la historia reciente en la materia y, además, un debate en torno de la utilización del ciberespacio para hacer política.
› Por Luciano Sanguinetti *
La noticia difundida por la prensa el 14 de enero de que el vicepresidente Julio Cobos había llegado al límite de amigos en su Facebook me llevó directamente a uno de los temas cruciales dentro de las ciencias sociales contemporáneas: el espacio.
Fue la filósofa Hannah Arendt en La condición humana la que recordó, contra la opinión general, que cuando los adelantados españoles se lanzaron a través del océano en sus carabelas creyendo que estaban extendiendo el horizonte humano, no hacían otra cosa que achicarlo. La modernidad entonces comenzaba con un proceso lento pero inexorable de empequeñecimiento del mundo.
Quinientos años después las consecuencias son incontrastables: el globo se ha convertido en un aleph enorme, valga la paradoja, reflejado hoy en las pequeñas pantallas de los ordenadores, a través de los cuales podemos ver todos los puntos del globo, simultáneamente, sin superposición ni espanto. Cuando Jorge Luis Borges imaginó el aleph para que el protagonista de su relato, el patético poeta Carlos Argentino Daneri, escribiera su obra, todavía no habíamos entrado siquiera en la televisión abierta. Sin embargo, el escritor argentino previó un futuro atravesado por infinitas conexiones anticipándose a esta dilapidación de las fronteras espaciales en la que se transformó nuestro mundo.
El primero que mundialmente alertó sobre la mutación característica de esta etapa moderna fue el sociólogo español Manuel Castells, quien definió esa nueva dimensión de la contemporaneidad como “el espacio de los flujos”. El antropólogo francés Marc Augé había advertido algo similar cuando comenzó a preocuparse por los espacios de circulación de los bienes y personas y los llamó los “no lugares”, enfrentándose a una larga tradición de estudios antropológicos que privilegiaban los espacios fuertemente cargados por la tradición y la cultura. Los subterráneos, los aeropuertos, los shoppings, con su marcada desterritorialidad, destacaban cuánto de nuestras interacciones cotidianas transitaban por esos lugares sin identidad, desvinculados de sus contextos, con sus formas de comunicación supuestamente universales, en los que la clave era la despersonalización de los intercambios simbólicos, la remisión multívoca a cualquier parte, por lo tanto a ninguna.
Para los pensadores de la nueva espacialidad, estos fenómenos se inscriben en una lógica del desarrollo capitalista que hace hincapié en la circulación de los flujos más que en la acumulación de bienes. El sociólogo británico Scott Lash ubicó este proceso en la última transformación de la economía mundial, dentro de la tantas veces anunciada crisis de los capitalismos nacional-industriales. Las nuevas sociedades se rigen entonces por el carácter informacional de la nueva economía. Castells definió ese término diciendo que “informacional indica el atributo de una forma específica de organización social en la que la generación, el procesamiento y la transmisión de información se convierten en las fuentes fundamentales de la productividad y el poder, debido a las nuevas condiciones tecnológicas que surgen en este período histórico”.
A partir de esta premisa, Scott Lash ha dicho que la nueva división internacional del trabajo debe plantearse no en términos de explotación de clases sino en exclusión del circuito de los flujos de esta nueva economía. Sin embargo, Zigmunt Bauman recordaba en Consecuencias de la globalización que, si bien hay sectores de la sociedad que se han desterritorializado en términos absolutos, otros están condenados a no poder moverse de sus lugares, una suerte de condena a la inmovilidad, que paradójicamente se asemeja a la que imponían los griegos: el destierro. Por el contrario, hoy pareciera que la pena es quedarse en un lugar, viendo cómo el valor del suelo que pisamos desaparece. Recordemos Tartagal.
La inquietud que conecta la anécdota del vicepresidente con los sucesos recientes en Tartagal nos lleva a preguntarnos si a partir del auge de las redes sociales mediadas por computadoras, de YouTube, de los blogs y los espacios virtuales de interacción, que muchos denominan hoy como ciberactivismo, podemos afirmar que la política también se ha desterritorializado. Los que suscriben esta hipótesis traen a colación las victorias de Barack Obama en las internas del Partido Demócrata y contra el candidato republicano. ¿Esto prueba que ante las próximas elecciones nacionales, la disputa electoral se dará en el espacio de la blogosfera y de las comunicaciones virtuales? ¿Podemos imaginar que las representaciones sociales interpersonales y fuertemente territoriales serán superadas por el marketing electrónico? ¿Acaso el ciberactivismo es un consuelo para políticos sin partido o realmente puede constituirse en un nuevo tipo de ciudadanía? ¿Acaso el propio Obama utilizó las redes sociales electrónicas como una estrategia para proyectarse en términos individuales o para tomar el poder dentro del Partido Demócrata? En fin, ¿queremos tener un millón de amigos o hacer política para transformar la realidad? Son todas preguntas.
* Docente-investigador de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social UNLP.
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