Daniel Mundo sostiene que en la actualidad el criterio de verdad válido es fraudulento. Así, dice, se hace necesario pensar al fraude como una experiencia positiva. María Graciela Rodríguez asegura que democratizar la comunicación supone también escuchar, reconocer que las narrativas de los actores, sus experiencias, son tan válidas como los de cualquiera.
El debate sobre la aplicación plena de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA) parece estar focalizado, en este momento, en dos grandes áreas: por un lado, en la disputa político-judicial entre la administración de Gobierno y el Grupo Clarín y, por el otro, en cuestiones que apuntan a fortalecer el acceso al espectro audiovisual de grupos promovidos por la ley que carecen de recursos concretos para llevarlo a cabo.
Sin desmerecer ninguno de los dos focos, me gustaría situarme en otro lugar para continuar pensando acerca de la democratización de las voces y observarlo desde una perspectiva complementaria a las dos mencionadas. ¿Qué significa exactamente “democratización de las voces”? ¿Y qué significa, además, en el marco de los procesos de ampliación de ciudadanía que estamos atravesando? ¿Cómo conceptualizar la democratización de las voces desde una perspectiva complementaria a la estrictamente política y/o de gestión, entendiendo por democratización un reparto equitativo de poder, de recursos y de legitimidad? ¿Alcanza con la administración de licencias a grupos sin fines de lucro? Sin desestimar estas acciones, las cuerdas podrían tensarse un poco más.
Habitualmente se homologa la democratización de las voces con la acción de dar la voz y/o de tomar la palabra (según la impronta que se le quiera dar, “desde abajo” o “desde arriba”). Sin embargo, esa acción es sólo una parte del proceso de democratización, porque de nada sirve esa voz o esa palabra si no es, además, escuchada, reconocida, considerada legítima. Un verdadero proceso de democratización de las voces no termina con la aplicación de una ley, aunque sienta las bases, impone reglas de juego para todos por encima de los actores individuales. Pero, ¿basta la proliferación de voces en el espacio público para que se dé un proceso realmente democrático?
Democratizar las voces implica dos caras, inseparables, de un mismo proceso: hablar y escuchar. Si nos quedamos con una sola de las caras (la correspondiente al hablar), corremos el riesgo de promover un escenario donde aparentemente existen muchas voces que en realidad siguen siendo no-escuchadas en su plenitud. O peor: estigmatizadas o banalizadas. Incluso se corre el riesgo, paradojal por cierto, de celebrar la aparición de tantas voces como formando parte de un multiculturalismo que, en verdad, no es más que una fachada, puro ruido, desafinaciones. De hecho, a pesar de la hiper-visibilización de actores que expresan la diferencia cultural registrada en los medios en los últimos años, lo que se observa concretamente es que esa visibilización está mediada por comentarios y encuadres cognitivos que oscurecen la palabra, contribuyen al estigma, califican/descalifican, producen discursos morales. En fin: no se los escucha, no se les concede la plenitud de su experiencia socio-cultural y política.
La ley “opera” abriendo espacios de invisibilización histórica, pero eso no es suficiente si a esos “otros” invisibilizados, que son expresión de la diferencia histórica, no se les otorga reconocimiento y legitimidad, si no se los “escucha”. Escuchar, en este planteo, significa reconocer que sus narrativas, sus experiencias, sus relatos, su inserción social, su historia son tan válidos como los de cualquiera. Porque son, deberían serlo, relatos para reflexionar sobre la propia experiencia. Eso también es comunicación: poner en común la diferencia. Y ese proceso requiere, en primer lugar, de políticas inclusivas que lo acompañen (de género, de juventud, de inclusión social, etc.); pero también, en segundo lugar, de acciones políticas en terreno, para ganar espacios de reconocimiento social.
El caso de los movimientos que reclaman por derechos de género es, en ese sentido, ejemplificador. A pesar de la estigmatización, y hasta de ninguneos mediáticos, obtuvieron importantísimos logros en materia de derechos. Y esto nos advierte, al menos, de dos cosas: primero, que es necesario poner en tela de juicio la centralidad y el determinismo que muchas veces se les otorga a los medios y a sus discursos. Y segundo, también nos advierte sobre la importancia de generar dinámicas sobre el campo social y político, de aprovechar coyunturas favorables, de motorizar activismos que no se conformen con “la aparición en los medios” como logro, sino que negocien en el día a día, que pujen por la redistribución de los derechos también en el parlamento, en la calle, en el trabajo, en el ámbito jurídico.
Obtener un espacio en los medios es un ingrediente de la batalla, ahí se labra una parte del camino para el reconocimiento. Pero la fidelidad de la representación mediática no está garantizada. Por eso, si bien la LSCA es una plataforma maravillosa para democratizar las voces, esto requiere ser acompañado con acciones de todos los días.
* Docente investigadora Idaes-Unsam / FSOC-UBA.
Por Daniel Mundo*
Con cada avance en el frente de la técnica en general y de los medios de comunicación en particular la sociedad da un salto existencial. Habría que considerar a los medios masivos como si fueran una especie de código genético cuya manipulación fagocita la metamorfosis de lo real en irreal, de la mentira, no digo en verdad –una interpretación maniquea, relativista–, pero sí en un híbrido entre verdad y mentira. Los medios naturalizan un espacio social que es falso, aunque deseable, o es auténtico pero inalcanzable, destruido por ellos mismos: el contrato de los medios se funda sobre una ideología de visibilidad total, de transparencia y de consenso. Es la utopía de la sociedad de la comunicación. Sobre fines de la primera década del siglo XXI vivimos en Argentina un momento único para pensar el poder de los medios de incidir sobre la realidad. Cada medio pacta con sus espectadores/lectores un contrato de lectura, entabla un tipo de consenso, primero sobre su misma existencia material, luego sobre la verosimilitud de una interpretación u otra de esta realidad.
En el momento histórico referido se entabló una puja entre diferentes medios cuyas interpretaciones de la realidad eran tan ortogonales unas de otras que parecían referirse a países distintos. La consigna que sintetiza este conflicto es rimbombante, pero no por eso menos ejemplar: “Clarín miente”. La consigna es en sí mentirosa, por supuesto, porque el medio no miente, lo que no significa tampoco, por supuesto, que diga la verdad. Ni miente ni dice la verdad, construye una verdad, en pugna con otras. Cada medio –en su sentido técnico: televisión, radio, prensa escrita, cine, literatura, pintura, etc.; en un sentido vulgar: un diario u otro, un canal de televisión u otro– instituye un principio de realidad propio diferente a los otros medios, que pueden mixturarse, solaparse, referirse unos a otros o ignorarse. El medio dominante desde hace ya unas largas décadas es la televisión (hoy acosado por las TICs). La cuestión técnica de cada medio consiste en representar (apresar) de modo más realista la realidad. Cuando una crisis de hegemonía descalabra los lugares jerarquizados de los medios (el medio-prensa o también un actor mediático particular), el contenido del medio se ve sometido a la misma materialidad mediática, respaldándose en su historia, insistiendo en sus lugares comunes o en su ideología. Pasado el vendaval crítico no se volverá a la realidad previa a la crisis.
“Tu foto de Facebook no te sirve afuera de Facebook. Las cosas como son.”
Usualmente se considera que el fraude es una experiencia negativa, censurable. Se lo emparienta con el engañar o hasta con el robar: “Acción contraria a la verdad y a la rectitud –define la Real Academia–, que perjudica a la persona contra quien se comete”. Un concepto cuasi jurídico que da cuenta de un acto que perjudica al Estado o a terceros, y por el que el deudor simula insolvencia y deja al acreedor sin medios para cobrar. También remite al acto por medio del cual se quiere hacer-pasar una cosa o un hecho “falsos” por uno verdadero. Los campos donde se suele utilizar este concepto son básicamente los de la economía, la política y el arte: la deuda fraudulenta, el fraude electoral, la copia que se comercializa, se exhibe y se consume como original. Resuena un eco ético en el término, también: el fraude, para el sentido común, sería una práctica inmoral que debe castigarse. No se trata de hacer una apología del fraude (¡hemos leído tantas apologías!), no se trata de avalar el engaño, la libertad violada, la ilusión deshecha y aterrizar en un relativismo inconsistente, sino, en principio, de una resignificación del término y de la práctica del fraude, más allá de su valor moral.
El fraude quedaba del lado del engaño, la mentira o la copia en un mundo en el que lo que valía era la verdad, la transparencia y la autenticidad. La reproducción mecánica no se encontraba a la altura aurática del original.
Ese mundo dicotómico desapareció. En la actualidad el criterio de verdad válido es un criterio fraudulento. No es que signifique lo mismo la mentira que la verdad, pero tampoco debemos considerar que la mentira es simplemente lo otro de la verdad. La mentira tendría en parte el camino allanado porque mientras la verdad no tolera aparecer con las ropas de la mentira, ésta pasa de lo más tranquila por verdad, puesto que incluso el mundo de mentira está compuesto de verdades. La mentira hasta se miente a sí misma como si fuera verdad, y lo real se convierte en copia de las imágenes que lo reproducen. Se hace necesario pensar al fraude como una experiencia positiva, valorarlo como un término neutro. Fraude es un híbrido en el que conviven verdad y mentira, original y copia, auténtico e inauténtico, felicidad y desgarramiento y angustia.
* Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Los tres fragmentos del presente artículo forman parte de un libro inédito que trabaja sobre el fraude como condición de posibilidad de la realidad contemporánea.
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