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La serie Daredevil, convertida en uno de los productos con mayor cantidad de descargas ilegales y que expone la cara menos amable de un sistema social que consagra diferencias y provoca exclusión en sus propios suburbios, da pie a Ricardo Haye para afirmar que la televisión también está en condiciones de generar textos de espesor conceptual.
› Por Ricardo Haye *
Netflix acaba de producir otro éxito. Su serie Daredevil, inspirada en una historieta creada por Editorial Marvel en 1964, se convirtió en uno de los productos con mayor cantidad de descargas ilegales. Aunque ese aspecto no agrade a los directivos de un canal de pago, sirve para indicarles que el show ganó ampliamente el gusto de millones de personas. La pregunta, insoslayable y provocativa, es por qué.
La anécdota cuenta que un niño llamado Matt perdió la visión es un accidente. Ahora frente a nosotros, Matthew Murdock no solo se ha graduado como abogado, sino que desplegó destrezas asombrosas para suplir el sentido faltante con el notable desarrollo de sus otras facultades sensoriales.
Tal vez sea este el aspecto menos verosímil del relato. Sobre todo cuando lo vemos realizar acrobacias prodigiosas. No es un punto menor. La verosimilitud es motivo de interés desde que Platón, primero, y su discípulo Aristóteles, más tarde, se ocuparon de analizarla.
Fue precisamente el Estagirita quien sostuvo que resultaba más valioso elegir cosas naturalmente imposibles, con tal de que parezcan verosímiles, que no las posibles si parecen increíbles.
Si esa premisa se torna débil en las capacidades que el argumento le atribuye al héroe, el texto lo compensa a través del descarnado retrato epocal que presenta.
Aparece allí un inventario de las miserias sociales que incluye la decadencia de un barrio periférico de la ciudad con mayores aspiraciones de convertirse en la capital del mundo. En ese ambiente degradado encontramos violencia policial, corrupción generalizada, tráfico de drogas, trabajo inhumano, pandillas de distintas nacionalidades, apropiación indebida de menores y un capo-mafia que juega de local y combina esforzadamente sus rasgos psicopáticos y antisociales con una declamada preocupación por mejorar las condiciones de vida de su terruño.
Daredevil es un personaje lunar, transita la noche tal como hacen Batman o Flecha Verde. Igual que a ellos, un disparo o una cuchillada en cualquier callejón puede matarlo. Pero si aquellos héroes de la competencia (el otro gran sello editorial norteamericano: DC) han viajado hasta los rincones más remotos del planeta, este protagonista no sale de su territorio. La historia renuncia a cualquier pretensión totalizadora y ciñe su alcance al ámbito parroquial, ese barrio hiperbólicamente llamado “La cocina del diablo”.
El contexto y su atmósfera asfixiante son los que otorgan consistencia al relato y lo vuelven plausible. Tal como la novela negra lo viene haciendo desde los tiempos de Hammet, Chandler y McDonald, la versión televisiva de la historieta pone ante nuestros ojos la cara menos amable de un sistema social que consagra diferencias y provoca exclusión no ya en los arrabales del mundo sino en sus propios suburbios.
La televisión vuelve a demostrar que, más allá de la basura que ocasional o regularmente ofrece, también está en condiciones de generar textos de mayor espesor conceptual. Hasta un serial en torno de una figura de consistencia deficitaria es capaz de exponer “el conjunto de lo que es posible a los ojos de los que saben”. Cuando en su “Poética” Aristóteles lo expresaba en estos términos, ese colectivo de sabios seguramente era selecto y reducido. Hoy se expande en cada ocasión en la que la realidad se filtra, inclusive a través de una propuesta ficcional con tintes fantásticos.
A pesar de las cortapisas morales y las dudas existenciales que muestra el atormentado ejecutor, la premisa del “vigilante” que toma la justicia en mano propia, continúa siendo cuestionable. Pero eso no impide advertir las diferencias entre el relato oscuro y sucio de los héroes lunares y las historias optimistas de los personajes “solares” como Superman, tan ajenos a cualquier hondura dramática.
Los claroscuros de los personajes nocturnales les imprimen dosis de humanidad y realismo que favorecen el fenómeno de inmersión ficcional mediante el cual el espectador resuelve zambullirse en el texto.
Para que esto ocurra debe darse el proceso que la narratología ha dado en llamar suspensión voluntaria de la incredulidad: alentado por la ilusión de realidad que el relato proyecta, el público se identifica con protagonistas, situaciones y escenarios.
Para propiciarlo los autores utilizan el recurso de regulación que, a la hora de crear mundos, les evita que su imaginación adquiera formas inventivas desaforadas. De ese modo, los espectadores reconocen las alusiones a su propia realidad incluso en una obra en la que un ciego trepa edificios, salta de una azotea a otra y aporrea guerreros ninjas.
* Docente-investigador de la Universidad Nacional del Comahue.
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