MITOLOGíAS › LA PáGINA DE ANáLISIS DE DISCURSOS
Adolescentes frescos, rapiditos e inteligentes, como los quiere el mercado, y la relación entre esos atributos y la escuela. La leche derramada, sustraída de bocas pequeñas y pobres. ¿Hay algo que justifique semejante desvío?
› Por Néstor Abramovich *
Fue uno de los hits publicitarios del último verano y patentizó, una vez más, la cuestión de la autoridad en la escuela.
Quizás el lector lo tenga presente. Un escenario montado en un gran espacio público; un joven y animado cantante no muy talentoso; una banda tan osada como aficionada que lo acompaña: se presentan sonrientes y un poco nerviosos ante un público más solidario que exquisito en lo que parece un festival no comercial.
Pero eso no es todo. Porque cuando comienza el tema, dice así:
“Juan era el parlante de la clase.
La profesora le tenía fobia.
Muy enojada le ordenó: ‘¿Querés salir?’
y contestó: ‘No, gracias, tengo novia’.
¡Qué fresco, rapidito, inteligente;
qué bueno es vivir como esta gente!”
La letra fuerza un giro de 180 grados y aparece un contexto escolar sin adolescentes proactivos ni proyectos colectivos. Es el soberbio retruécano de Juan lo que resulta muy valorado por los publicitarios de la gaseosa.
No sé si podemos reprocharles algo. Su trabajo creativo es ayudar a vender más litros de Seven Up. Su intención es refractar, no reflejar; modelar, no mostrar. Es sólo un spot más de esos en los que niños y adolescentes son objeto de un mercado constructor de conductas y significados.
¿Qué mejor que asociar la gaseosa, entonces, al nuevo imaginario de la escuela? Uno que congela varias imágenes; la del protagonista: un estudiante díscolo, vocero de un desencanto; la de la actriz de reparto: una profesora de impotentizada profesionalidad que no sabe si rechazarlo o temerle; ambos –docente y alumno– constituidos en simétricos antagonistas con simétricos malestares; una tensión que desencadena en el reto de la que no se anima a tomar el lugar adulto y termina confinada en un ninguneo.
La imagen, dijimos, se congela. La suerte está echada antes de empezar a jugar. La perinola no gira. Ambos pierden, todos pierden.
Y, sin embargo, Juan es proclamado ganador. Imaginamos a la profesora arrinconada por un código con el que no tiene puente. Y a la barra brava del muchachito, celebrándolo: ¡qué fresco, rapidito, inteligente!
Como los pospayadores de la gauchocracia cacerolera. Así llamó Horacio González en este diario a los que arremeten de igual a igual contra la legitimidad de un gobierno democrático, llaman diálogo al intento de imponer sus intereses y, como Juan, son festejados por una platea (y unos relatores) que bastardean la memoria colectiva y fantasean con lo bueno que es vivir como esa gente.
Pero volvamos al campo de esta nota. Hay otra cuestión: la escuela ¿puede volver a autorizarse?
Sí, puede. A lo que no puede volver es a pasados mejores en los que cada cual sólo atendía su juego. Ese juego ya no puede repetirse. Y no sólo por cuestiones de época.
Las repeticiones dan cuenta de algo no elaborado. Establecen una prohibición a la capacidad de asombro y a su posibilidad de anular el gesto de la costumbre. Los sujetos están en dificultad de saber y aprender, cuando el asombro abandona sus existencias cotidianas.
“¿Cómo enseñar a pensar?”, se preguntó Edgar Morin ante la preocupación por la crisis universal de la educación, a la que le propuso el siguiente desafío: “Formar ciudadanos capaces de afrontar los problemas de su época”. Desde esta perspectiva, la escuela puede crear oportunidades que reinstalen diversos sentidos: reforzar la aptitud interrogativa, vincular el saber a la duda, integrarlo a la propia vida para plantearse los problemas fundamentales de la propia condición y del propio tiempo.
Con docentes narradores, como le escuché decir hace unos años a Nicolás Casullo, capaces de transmitir, como acto de desprendimiento, los grandes relatos de la humanidad. Capaces de someter esos relatos a miles de traducciones, de reproches, de entusiasmos, de deconstrucciones y de sueños.
Creo que hoy, pensar y construir colectivamente es transgredir. Las aulas pueden ser espacios privilegiados para esa transgresión en la que, paradójica y necesariamente, se inscriban las reglas, los límites y las asimetrías.
Un buen docente es un profesional adulto, consistente y receptivo. No sólo no se amilana sino que –en cambio– provoca, mueve e incita tanto como ayuda y orienta. Su autoridad posible, así como la de la escuela, reside en animarse a parar la clase para que se aprenda más y a reintegrar los programas de estudio en proyectos participativos de indagación y acción.
Termino. ¿La escuela puede autorizarse? Sí, debe. Si así no lo hiciere, que la memoria y la Justicia se lo demanden.
* Especialista en Educación. Director del Colegio de la Ciudad.
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