Lun 10.03.2003

PLACER  › GOURMETS

Teoría de sibaritas

Brillat-Savarin fundó un género: el de escribir sobre comida. Gourmet, Gourmand, generador y disfrutador de placeres, el francés escribió el primer clásico con un claro ángulo iluminista.

› Por Soledad Vallejos

Con cierta altivez, a principios del siglo XIX Grimod de la Reynière (el primer periodista gastronómico de la historia, digamos) señalaba dos reinos claramente diferenciados, porque la buena mesa, tal vez, gustara a mucha gente, pero el mundo podía dividirse sin dudar entre gourmands y gourmets. Y no era cuestión de confundirse, porque de ninguna manera era lo mismo un goloso (glotón, en realidad) que una persona que, con refinamiento y dedicación, se abocaba a descubrir y paladear sabores. Y esta definición llevará la marca del elitismo aristocrático más rancio en el orillo, sin duda, pero la verdad que es de lo más útil a la hora de rastrear conductas de eminencias. Aplicándola, por ejemplo, descubriremos que Virgina Woolf, que tanto presumía de su buena mano en la cocina, bueno, no era ni una cosa ni la otra (cierta vez, su sobrino Clive Bell lo desmintió con un rotundo “se las arreglaba para hervir salchichas”); o que Colette, que durante la Segunda Guerra llegó a empeñar joyas amadísimas con tal de conseguir una pieza de cordero decente en el mercado negro, era una gourmet hecha y derecha. O que la costumbre que tenía Hipólito Yrigoyen de llevar una chica al palco presidencial del Colón en las galas patrias para que repartiera empanadas entre los presentes (!) seguramente tenía poco y nada que ver con la gastronomía. Pero hubo por lo menos un caso en el que la perspicacia de la clasificación de Grimod no sirvió para nada. Y es que, a decir verdad, nadie en su sano juicio podía sospechar que ese gordo glotón que dormía religiosamente una siesta después de haber devorado con espíritu de campesino cuanto plato se le pusiera delante (por más que Tayllerand estuviera reclamando a los comensales una conversación elegante, o que su prima Madame Juliette Recamier le reprochara por enésima vez sus malos modos), fuera un espíritu lo suficientemente delicado como para apreciar manjar alguno. Será porque la gente siempre fue mala y comentó, la cuestión es que, para sus contemporáneos, Jean-Anthelme Brillat-Savarin podía ser cualquier cosa menos un sibarita de buena ley. Baudelaire, por caso, lo detestaba profundamente; el cocinero del marqués de Gussy (un chambelán de Napoleón) no dudaba en afirmar que comía “mucho y mal, escogía poco, hablaba titubeando, sin ninguna vivacidad”, y el de Tayllerand, directamente, lo acusaba de llenarse el estómago y no saber comer. Pero la venganza es un plato que se cocina con tiempo, y el comensal despreciado sabía esperar para cantar victoria, porque, a fin de cuentas, Savarin fue mucho más que el inventor de un molde bonito, y además, ¿quién recuerda los nombres de esos cocineros malvados?
Tal parece que la pasión por la comida era una cuestión genética en la familia Brillat-Savarin. Cuenta la leyenda que Pierret, una hermana del señor que nos ocupa, por caso, se estaba dando un atracón pantagruélico de esos que solía almorzar cuando, de repente, notó que algo anda mal. Se dice que olió venir a la parca, y que por eso le gritó a la criada: “¡Date prisa, me queda poco tiempo!... ¡Tráeme los postres!”. Tenía 99 años. Quizá fue pensando en ella que Jean-Anthelme deslizó en esa obra maestra bautizada Fisiología del gusto, o meditaciones de gastronomía trascendente (el tratado gastronómico más espiritual y filosófico que haya sido escrito, y que en su primera edición, en 1825, apareció sin firma) que “el placer de la mesa es de todos los tiempos y todas las edades, y el último que nos queda cuando todos los demás nos han abandonado”. Algo, el señor Brillat-Savarin (de nacimiento Brillat, en realidad, llevar el otro apellido fue exigencia de una tía solterona para dejarle su fortuna, y él, como homenaje póstumo, le dedicó un postre) debía entender de pérdidas, en especial por haber conocido en carne propia las iras que los sans-culottes de 1789 sentían por los aristócratas. Alcalde del pueblo de Belley, magistrado y diputado de la Asamblea que sesionaba por castas (nobleza, clero, y tercer Estado) en 1792 Brillat-Savarin tuvo que salir corriendo de Francia en cuanto la Revolución empezó a perseguirlo para juzgarlo enun tribunal. Así y todo, nunca dejó de afirmar que la Revolución no había perturbado jamás sus digestiones. Recaló en Estados Unidos. Sobrevivió de manera más o menos digna traspasando algo de prestigio francés a las familias bien en sus clases de idioma, y tocando el violín en la orquesta del John Street Theater de Nueva York, pero para esta altura ya había descubierto la necesidad de volcarse de lleno a su primer amor: la comida, claro. Y para cuando pisó nuevamente París, su vida, tras haber probado por primera vez en Nueva Inglaterra el pavo (preparado a la manera escocesa), la oca adobada y el ponche, era otro. Ya era, digamos, el señor capaz de escribir anécdotas con alma de réplica de sitcom (“a un hombre muy aficionado al vino le ofrecieron de postre, tras la cena, una fuente de uvas. ‘Muchas gracias –dijo–, pero nunca tomo el vino en píldoras’”) que dejaría un libro sobre el arte culinario entendido como ciencia y patrón estético.
1796 eran épocas del Consulado, y Jean-Anthelme alternaba las jornadas bucólicas en su pueblo de siempre con sus honorables funciones en el Tribunal de Casación... y con sus cátedras particulares como profesor de gastronomía. Fue más o menos por esos años que empezó a sacar del horno platos tan franceses como el Oreiller à la Belle Aurore (un pastel suculento con pato, conejo, pollo, cerdo, trufas, champiñones, pistacho, perdiz y faisán que debe reposar un día entero antes de ser servido), creado especialmente como homenaje a su madre. Solía decir, no sin regodeo, que a la humanidad le interesaba más la realización de una nueva receta que el descubrimiento de un astro, y ensalzaba la cuestión añadiendo que él quería dedicarse por completo a cultivar la gastronomía, entendida como “una preferencia apasionada, razonada y habitual de los objetos que halagan el gusto”. Buen sibarita, esperó casi hasta el fin para poner por escrito su experiencia: Fisiología... fue publicada pocos meses antes de su muerte, con la anónima y enigmática dedicatoria “a los gastrónomos parisienses por un profesor, miembro de diversas sociedades literarias y científicas”. Sólo después salió a la luz el nombre del verdadero autor, y sólo Balzac (que confesó haberse inspirado en el volumen de Brillat-Savarin para escribir Fisiología del matrimonio), de entre sus contemporáneos, alzó la voz para reivindicarlo (“desde el siglo XVI, exceptuando a La Bruyère y La Rochefoucault, ningún prosista ha sabido dar a la frase francesa un relieve tan vigoroso”).

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