PLACER
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Antiguos ritos corporales
La historia de la higiene personal registra una incontable cantidad de antecedentes sobre cuidados, adornos, ceremonias y afeites con los que las diversas culturas celebraron los cuerpos.
› Por Sandra Russo
La higiene personal es una noción moderna de la que durante cientos de años carecieron millones de personas. Sin embargo, aun a pesar de estar muy lejos de la idea del baño diario, del maquillaje embellecedor o de las cremas para humectar o nutrir la piel de las que hoy no se privan las mujeres pero tampoco muchos hombres, desde el principio de los tiempos cada civilización erigió a su manera un culto al cuerpo, cada pueblo inventó fórmulas para adecuar a la gente real a un ideal estético, aunque esos ideales en general estaban unidos a una ética, religiosa o pagana, o al menos a cierto marco espiritual. La cosmética egipcia y los baños públicos medievales son dos de esos fenómenos.
En el Antiguo Egipto, del que han quedado registradas incontables imágenes que dan cuenta del primer plano que ese pueblo les asignaba a los ojos tanto de hombres como de mujeres –maquillados longilíneamente con kohol–, los ritos de la higiene y el embellecimiento formaban parte de la vida cotidiana. Fórmulas halladas en antiguos papiros han permitido reconstruir con qué elementos se fabricaban cosméticos y aceites que los egipcios usaban esmeradamente, en parte para cumplir con la demanda de un ideal y en parte para desafiar las inclemencias de los climas desérticos. Ellos sí se disponían al aseo diario en el río, y cuidaban la piel con aceites vegetales que cumplían una función limpiadora. Con una capa de aceite sacaban la suciedad, y con una segunda capa adquirían el aire lustroso y humectado que buscaban. Los ciudadanos comunes usaban aceite de ricino, mientras los ricos se reservaban otros más exclusivos que perfumaban con resinas o maderas aromáticas. Los egipcios, como da cuenta Claudia Hansen en el libro que recoge el historial centenario de la marca alemana Nivea, conocían también fórmulas antiarrugas: el ingrediente que utilizaban hombres y mujeres para alisar la piel y rejuvenecerla era el aceite de nuez de behén recién preparado, o mucílago vegetal.
Por su parte, en el célebre kohol, también de uso unisex y antepasado directo de los actuales delineadores de ojos, solía usarse magnetita, un mineral brillante, sulfato de plomo u hollín. La base del kohol era sebo, cera o aceite de nuez de behén, que mezclada con malaquita de color verde se usaba además como sombra para párpados. Para llevar el maquillaje hacia el espectro de los azules, usaban polvo de lapislázuli. El colorete, en tanto, procedía del ocre rojo, un mineral compuesto por hidróxido de hierro: lo mezclaban con aceite vegetal y, utilizado con finas ramas de junco y combinado con cera de abejas, servía también como lápiz labial. Para los egipcios, las fragancias, los aromas y los colores aplicados sobre el rostro simbolizaban un estrecho contacto con los dioses.
Unas páginas más adelante en la historia, el siguiente fenómeno de higiene personal que introdujo ritos profundamente arraigados en Europa fueron, en la Baja Edad Media, los baños públicos. “Agua por fuera, vino por dentro, viva la diversión”, era un refrán que data de esos siglos y que pinta el fervor dionisíaco que los europeos invirtieron en ese invento oriental que conocieron al término de las Cruzadas. Francia e Italia fueron los primeros países en los que los baños públicos prendieron y se convirtieron en el centro de la vida social, muy lejos ya de los ritos religiosos egipcios: era en los baños en los que se cerraban negocios, se coqueteaba y se perdía el control. Sinónimo de placer durante varios siglos, los baños también eran el escenario de prácticas médicas y de ubicación social: el “primer baño”, con agua limpia y jabonosa, estaba reservado a los pudientes, mientras que el “segundo baño”, con agua ya usada, era el popular. Pero nadie se resistía a ellos: nobles, guerreros, jornaleros, artesanos, hombres y mujeres desfilaban por las grandes piletas, que en la Baja Edad Media se llenaban de gente desnuda. Maestros y oficiales de los gremios recibían un pago extra para el baño semanal. Otros se ganaban el suyo haciéndoles de asistentes de baño a los ricos: enjabonaban espaldas en algunos casos, acariciaban cuerpos en otros. Ser asistente de baño no era una tarea de la mejor reputación.
Hacia finales de la Edad Media, los baños públicos fueron despertando sospechas, morales y médicas. El temor a infecciones y la ya difundida noción de pecado cristiano llevaron a la gente a bañarse en su propia casa, durante un primer período, y a extender la costumbre de no bañarse nunca, en un segundo período, por cierto más prolongado. Durante los siglos XVII y XVIII, los europeos olvidaron casi por completo el hábito de la higiene personal, hasta que, ya en siglo XIX, la medicina y la moda volvieron a imponer el crescendo de ritos y costumbres que continúa hasta hoy, pero no ya como el centro de la vida pública sino como el símbolo de la vida privada. La última parte de la historia de la higiene llegó casada con otra noción nueva: la de la intimidad.