PLACER
› EL MUNDO DEL ANIME
Dibus japoneses
Ojos redondos, brillos desmesurados. El animé japonés es una variante de los dibujos animados que resiste el paso del tiempo, el propio y el de la edad del que los está viendo.
› Por Soledad Vallejos
Olvidarse por un rato de las sit-coms, las novelas, las miles de horas de actualidad y meterse de cabeza en un mundo technicolor. Es tan simple como eso. Meterse de cabeza en un mundo donde la ley de gravedad no siempre ejerce su tiranía, los juguetes pueden tener poderes mágicos, los cabellos de colores no hacen a la gente darse vuelta por la calle, la violencia se verá demasiado violenta pero con qué clase, la sexualidad está integrada en las actividades cotidianas y no lleva ninguna culpa ni moralejas a cuestas. Un buen par de ojos redondos, inmensos, despide un brillito espléndido, y puede estar acechando en este mismo momento en algún lugar de la tele. De hecho, es inevitable que la pantalla de alguno de los canales dedicados full time a las animaciones esté tejiendo a fuerza de escenas pop, animalitos de palabras tiernas, y curvas dibujadas (definitivamente más interesantes que las de la mayoría de las animadoras infantiles argentinas) otra de esas redes delicadas con que atrapa incautos. Porque ver a Buggs Bunny masticando con indolencia una zanahoria mientras Elmer se sulfura es una cosa interesante, alentar al Coyote para que de una vez logre hacer un buen guiso de Correcaminos es una cuestión de pura justicia, y repetir por enésima vez que los lobos y las pin ups fatales de Tex Avery son increíbles es simple reflejo estético, pero entregarse a las historias (enrevesadas, siempre enrevesadas) de los dibujitos japoneses, la verdad, la verdad, es un viaje de ida.
Ver animé, ante todo, no es una experiencia para cualquiera, aunque, en realidad, no tendría porqué ser cosa de especialistas. El problema parecen ser esos individuos (en extinción, sólo hay que tener paciencia) que no pueden evitar una sonrisa socarrona cuando alguien de más de 12 años se asume sin pudores como televidente de dibujitos. Ellos se lo pierden. No es sólo que tamaña demostración de madurez (aunque pensándolo bien: ¿por qué ver una ficción con actores de carne y hueso necesariamente significa mayor madurez?) les impide recrear cada tanto el ritual de leche y galletitas delante del televisor, y hasta compartirlo con alguien aunque sean las 3 de la mañana (los beneficios del cable, claro está), sino que, para colmo de males, se niegan a la fascinación de los mundos paralelos. Ahora que El viaje de Chihiro se instaló en las carteleras con la bendición de la crítica, tal vez el animé sea una causa más sencilla de exponer, pero que quede claro que siempre, pero siempre, valió la pena.
Ejemplo 1: ¿cuántos dibujitos -con la honrosa excepción de los Simpson y algunos clásicos de los 50- pueden resistir más que dignamente la prueba de entretener a niños y más o menos adultos por igual? Algunas veces, los colores y las formas combinan en las mismas imágenes los mejores hallazgos del delirio pop con toques casi minimalistas, otras, reivindican la gloriosa tradición de los fondos estáticos con personajes que apenas se mueven en un primer plano, en todos los casos son dibujos elaborados, no tanto en función de lo que algún estudio de marketing afirma como altamente rendidor, sino por artistas (especializados en animé y mangá) que experimentan hasta el cansancio con todo tipo de técnicas. Son imágenes llenas de detalles, de chistes visuales que terminan por formar códigos propios del género, lo que nos lleva, por cierto, al punto Nº 2: las historias. Ay, esos relatos, ¿qué decir? Ante todo, hay que partir de que, si una historia más o menos corriente suele tener más de una vuelta, las de los animés tienen, por lo menos, cientos de dimensiones. Pueden ser épicas (como en Akira), místico-religiosas (Evangelion, la Biblia del animé de aventuras, en realidad), romántico juveniles con toques de magia (Sakura, Sailor Moon, las chicas mágicas por excelencia), absurdas hasta el delirio (Supermilk-chan), oscuras y tecnológicas, pero en todos los casos terminan por generar ciertos subproductos que gustan llamarse “otakus” (fanáticos del animé y el manga, en rigor, que suelen asistir a convenciones como la que hay en estos días en el Jardín Japonés disfrazados de sus personajes favoritos y con un saber enciclopédico de los dibujos que hasta los mismos creadores de las series envidiarían). Con el ahogo de la vida moderna en las ciudades (Boogiepop Phantom), en el espacio o en sociedades tradicionales pero demasiado parecidas a las de la vuelta de la esquina, las epopeyas (futuristas, mágicas, generacionales, sencillamente absurdas) se las arreglan de maravillas para revalorizar con cuidado dos artes antitéticas: el sonido y el silencio. Una banda de sonido, una batería de efectos desparramada a tiempo sobre escenas donde el artificio es reivindicado hasta la exasperación, puede ser, a veces, el toque que termine por distraer de este mundo para ingresar en ese otro de dos dimensiones con un verosímil claramente imposible. Ese momento en que el ruidito de una puerta dibujada puede más que el estruendo de algo volcándose en la cocina es, francamente, la barrera que puede separar a un espectador despreocupado de uno abstraído y devoto. Atesorar los discos con los soundtracks originales de las series definitivamente es otra consecuencia casi directa e inevitable (en Argentina, para ir más lejos, la banda Dual Phonic suele realizar recitales con versiones de temas de sus favoritos, y acompaña cada ejecución con un video editado especialmente), pero si hay en el animé algo aún más asombroso es el tratamiento de los silencios. Prolongados, desestructurantes, cargados con un peso narrativo que sólo podría ser de un animé. Cuando lo vean, lo van a reconocer.
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