Ella, con una remera blanca y sus puntitos empujándola más allá del marco de la puerta, preguntó suavemente: “Sí, ¿qué desea?”. Yo había llamado tres veces batiendo palmas a los fines de una limosna, no sé, cualquier cosa, un poco de pan para mis hijos a quienes imaginaba llorando de hambre en el regazo de su madre.
Ella con unos ojos verdes esmeraldas había desbaratado mi corazón apenado. Pese a todo sabía que un padre que se ocupase demasiado de sus hijos hacía de éstos unos incompetentes para el mañana. Al mirar su cuerpo comencé a comprender cuáles eran las cosas que en un hombre deberían hacerse carne, y así, por fin, convencerse de una creencia que aparenta estar siempre perdida, como esas cosas que se buscan precisamente para no encontrarlas. Ella me cebó unos mates amargos mientras habíamos olvidado la causa de mi llegada. No habíamos hablado de casi nada. Al mirarla, mis estados de ánimo mudaban de la humildad y la distancia a vivos deseos por devorarla y poseerla.
El juego inventado consistía en que ella insistiera en poner azúcar al mate, y yo tenía que impedírselo tapando con la mano la boca del mate. Ella volvía a tomar la cucharita y yo, a obstruirle el paso, y reíamos de eso y con ese juego tonto fueron pasando las horas.
¿Qué va a ser de la vida de mis hijos? Tienen una buena madre, y no tengo dudas de que los va a saber cuidar y alimentar de cualquier manera.
Mi vida se abrió en dos, fue dividida por un desgarro cuya profundidad se asemeja a una fosa sin fondo, y cuyos zig-zags son tan caprichosos como los de un rayo. Ella, su mirada, sus manos, su voz partieron mi pobre tierra como puede hacerlo una flecha con un fruto fresco.
Los hijos, a partir del cambio del padre, aprenderán a conseguirse la comida por su cuenta.
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