PLACER
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Chocolatería
Julieta Aure y Gustavo Kotik decidieron, ya que todo andaba tan mal, hacer exactamente lo que tenían ganas y les encantaba: montaron una chocolatería
en un hotel de San Telmo, en la que dan rienda suelta al placer de comer, beber y oler el chocolate.
› Por Soledad Vallejos
Diría un hipotético manual-del-buen-sibarita que lo primero es el placer para uno mismo, en todas sus formas y graduaciones posibles, durante el tiempo que sea necesario, y un poco más también. Y suponemos que la segunda lección sería algo así como: haz para los demás lo que te gustaría que hicieran para vos. O tal vez mejor: comparte con los demás tu propio camino sibarita. Pues digamos que el improbable librito en cuestión pudo haber llegado a manos de estos dos “jóvenes audaces en tiempos amargos”, que ellos entendieron perfectamente las lecciones y que, como le sucede a cualquier aprendiz, han llegado al momento de aplicarlas en su vida. En eso parece que están, porque de repente, en medio de la luz tenue de una tardecita otoñal, mientras custodian desde el otro lado de la mesa una serie de tesoros de chocolate, hablan entusiasmados, dicen cosas como “amor”, “proyecto de vida”, “probar”, “agasajo”. Y la mesa está servida. Bienvenidos a La chocolatería, esas horas de sábado y domingo en que Boquitas Pintadas (Estados Unidos y San José) se convierte en el lugar ideal para pasar los fríos.
Beber chocolate, comer chocolate, oler chocolate. Ver chocolate imaginando cómo se derrite. Probar un pedacito y sentir esa oscilación entre el cacao amargo y lo levemente avainillado. Sumarle... ganache de tomate. Sentir por primera vez en el propio paladar la misma bebida (amarga, especiada, refrescante) que Hernán Cortés llevó a Europa. Animarse a tomarlo, frío, en su variedad mexicana moderna: con pimienta. Ser tradicional y acompañar el té con la clásica sachertorte. O rendirse ante la curiosidad y terminar descubriendo que ese enigma blanco con detalles algo fosforescentes se llama “gâteau au safran” y sabe a mucho más que chocolate blanco, cardamomo y azafrán. Y esto es sólo una punta de lo que puede suceder cuando la dureza de la realidad nacional deja a una actriz y un egresado de Bellas Artes sin sus empleos en una agencia de publicidad: dan rienda suelta a sus instintos, se encierran horas entre hornos y heladeras y fundan un emprendimiento. Porque Oro Pardo chocolates no es otra cosa que la respuesta que Julieta Aure y Gustavo Kotik imaginaron entre los despidos laborales y las despedidas de sus amigos: “Preferimos invertir nuestros ahorros en hacer lo que nos gusta, en dedicarnos a eso como proyecto de vida y no pagar un pasaje para salir por Ezeiza, por eso estamos acá”. Aclaran que no son “soñadores” ni “optimistas”, que tienen los pies en la tierra, que simplemente decidieron hacer lo que siempre les gustó pero con dedicación completa, 100 por ciento, full time. Los dos morían por la cocina, tenían “el berretín de la comida, los sabores, el agasajar a los amigos”, y siempre se declararon “chocoadictos”. Se caía de maduro qué pensaban hacer.
Poco a poco, fueron diseñando todos y cada uno de los detalles de su proyecto, literalmente hablando. Privilegiarían lo artesanal por sobre lo impersonal, el sabor de la calidad por sobre las grandes cantidades toscas; los paquetes primorosos y delicados por sobre los brillos de a miles. Encontraron el leit motiv: “gourmandise europea y sabores latinoamericanos, infusiones precolombinas y pastelería del viejo continente, dos mundos distantes unidos en una misma receta”. Lógico,todos los caminos conducen al chocolate. Oro pardo fue el nombre con que los conquistadores bautizaron a esos granos amargos (amarguísimos, damos fe) que llevaron a las cortes como regalos del Nuevo Mundo. Aseguraban que los aztecas lo molían, lo mezclaban con menta, jengibre y agua para tomarlo, pero para los cánones aristocráticos esa agua amarga maya (el xocolatl) era demasiada exigencia, así que se limitaron a usarla como moneda para, por ejemplo, comprar esclavos. “Recién para 1800, un tiempo después de que se obtuviera por separado manteca y pasta de cacao, se lo empezó a utilizar en pastelería”, dice Gustavo. Esa tradición se acomodó a otros paladares, diseñó bombones muy continentales, pasteles de cremas, frutas y colores más o menos exclusivos, siempre exquisitos, pero también lejanos de esos orígenes tan poco azucarados. Y ahí sí llegó la conquista de sabores que, claro, hemos heredado.
En estos “tiempos amargos”, decíamos, Julieta y Gustavo han decidido reafirmar la apuesta, redoblar esfuerzos, pasar más horas probando combinaciones y sacrificando amigos que degusten sus inventos. “Nos gusta, somos buenos, y esto no es soberbia”, dijeron, y finalmente se animaron a salir del boca a boca para instalarse las tardes de los fines de semana en el hotel pop de Monserrat. Pero hay que tener cuidado: las combinaciones que ofrecen pueden ser adictivas y una cosa lleva a la otra, quien empieza probando choco-guate (chocolate semiamargo con agua especiada con cardamomo) puede terminar deseando trufas de pistacho y chocolate blanco, o bombones con esencia de violeta... Y las adicciones, recuerden, son un viaje de ida.