PLACER
› PRESERVATIVOS ESPECIALES
Ahora, con tachas
Una erudita crítica sobre el preservativo,
sus usos y rol social, a raíz del lanzamiento de un nuevo “texturado” con tachas, para alegría de las señoras y lucimiento de los señores.
› Por Pedro Lipcovich
Hace unos meses salió al mercado un nuevo tipo de preservativos: los “con tachas”, que así se suman a los ya existentes “texturados” en la propuesta de que el forrito sume a sus funciones preventivas la de intensificar el placer. La crítica periodística especializada debe ocuparse de este nuevo lanzamiento.
Como escribió George Steiner (“La cultura y lo humano”, en Lenguaje y silencio, 1963), la función más importante de la crítica es “el juicio sobre el arte de su propia época: debe preguntarse si tal arte constituye un adelanto o un refinamiento técnico, si añade un giro estilístico o si sólo juega astutamente con la sensibilidad del momento”.
En el caso de los preservativos con tachas, el adelanto o refinamiento técnico es sólo parcial. Las “tachas” son relieves que efectivamente, al frotarse contra el genital de la mujer, pueden enriquecer las sensaciones que suscita el movimiento del pene. Para el hombre las sensaciones no se modifican, ya que el relieve sólo está en la cara externa del preservativo.
Son distintos en esto a los texturados, que ofrecen posibilidades interesantes a ambos usuarios: tanto en los Prime como en los Tulipán (estos últimos tienen las ventajas de ser más baratos y venir con un sobrecito de gel lubricante), la texturación consiste en bandas horizontales por ambas caras del látex, lo cual, además de ofrecer sensaciones específicas a la mujer, las otorgan al hombre por el efecto de grip sobre las paredes de la vagina.
En realidad, el Prime con tachas no incumple nada que haya prometido, ya que la cajita anuncia sólo “Placer extremo”, sin aclarar para quién. En los envases de los texturados, el Prime señala “Para mayor placer”, mientras que el envase de los Tulipán promete “más placer para la mujer”, sin tomar en cuenta las perspectivas de placer masculino que el párrafo anterior de esta crítica ha sabido discernir.
Esta ausencia del placer masculino en el discurso del fabricante se liga con el hecho de que nuestra cultura admite la problematización del placer de la mujer pero no tanto del hombre. En efecto, los denominados problemas sexuales femeninos suelen definirse en función de la ausencia de un goce –la anorgasmia–. Los masculinos, en cambio, se caracterizan como déficits en el cumplimiento de una función –la impotencia, la eyaculación precoz–. Sin embargo, todo hombre sabe que orgasmos obtenidos con plena potencia y oportuna eyaculación pueden ser, íntimamente, experiencias desdichadas.
Por supuesto que esto no es cuestión meramente física, ya que refiere a condiciones en las que ese orgasmo tiene lugar —tal como se admite para el orgasmo femenino— pero también es una cuestión física —como lo es para el orgasmo femenino—. Este punto no ha interesado mucho a los fabricantes de preservativos, que en esto pueden valer como intérpretes de un desinterés social.
La cuestión no sería banal en ningún caso, y no lo es especialmente si se recuerda que el preservativo es una herramienta sanitaria de primer orden, de cuyo uso depende el control de una epidemia gravísima, y que este uso se decide cada vez –y siempre sólo por esa vez– en la mayor intimidad de las personas.
La promoción del preservativo no tiene por qué negar la dificultad básica que plantea su uso: ¿Es posible conjugar el goce con el cuidado de sí mismo? ¿Qué es el goce si no un perderse más allá de sí mismo? Puede postularse que, salvo quizá cuando el sexo está sujeto a condiciones socialmente muy regladas –como es el caso de su intercambio por dinero–, el uso del preservativo en términos de “cuidate, querete” debe fallar en algún momento crucial, ya que el goce sólo tiene chances de producirse cuando el “querete” pierde el control del sujeto. Muy distinto es el uso del preservativo en términos de cuidar, no a sí mismo sino al partenaire. Así entendido, el preservativo no entorpece el goce sino que, al contrario, le ofrece garantía por el acto de preservar al otro, que es el continente donde el sujeto se atreve a perderse. Así, se trata de usar el forrito, no para protegernos del mal del otro, sino para proteger al otro del mal que siempre puede estar en nosotros.
Sin duda, ésta no es la más fácil de las posiciones subjetivas, y es la más difícil de las posiciones comunitarias, como lo advierten segregaciones, discriminaciones y matanzas. A esta condición de las comunidades humanas no es ajena la difusión global de una enfermedad como el VIH/sida, que no es de las más contagiosas y sería de las más fáciles de prevenir.
Y aquí nuestra crítica vuelve a las tachas y las texturas. Como lo sabe cualquier mujer, la mayor resistencia al uso consistente del preservativo suele provenir de los hombres. Si ha de ofrecerse una expectativa de placer adicional para alentar el uso del forrito, convendría que el lado masculino no fuese desestimado en esa oferta.
En cuanto a las “tachas”, es posible imaginar un diseño que, por ejemplo, las incluyera también en el lado interno, eligiendo la zona de mayor sensibilidad del pene. Es posible imaginar otras cosas en materia de preservativos: por ejemplo, ¿qué tal un material que, al ejercer adecuada presión en toda su superficie, permitiera prescindir del anillo que oprime la base del pene? Se puede pensar muchas cosas pero ¿alguien las está pensando? ¿Hay equipos de investigación dedicados consistentemente a perfeccionar los preservativos, no ya en términos de la seguridad que brindan sino del placer que puedan prometer?
Los especialistas menos obtusos advierten que el preservativo ha de ser “erotizado” para que se use de manera consistente. Es cierto. También lo es que la erotización de un objeto es un resultado imprevisible, que no suele depender de la voluntad consciente de las personas y que no suele producirse en obediencia a mandatos sociales. La cuestión es si la sociedad asume las responsabilidades que propiciaría esa erotización.
Da la impresión de que no, y de que esto va más allá de pacaterías locales para plantear preguntas sobre cómo Occidente –quizá, mejor: la cultura occidental medicalizada y hegemonizada por valores culturales anglosajones– encara la prevención del VIH/sida.
No se trata exactamente de que la epidemia vaya a frenarse mediante cambios tecnológicos en el diseño de los forros. Todos sabemos que el goce sexual es un pequeño demonio escurridizo, que se divierte faltando a las citas previstas y apareciendo cuando no se lo esperaba. No hay tachas ni texturas que puedan apresarlo, pero sí hay pequeños relieves que, como el temblor de una vela en una ventana oscura, pueden anunciarle nuestra disposición a recibirlo. Este es quizás el “giro estilístico” que reclamaba Steiner, entendiéndose que estos giros, en el arte como en los forros, no se dan en el vacío sino sobre el suelo firme o precario que provea la sociedad.