PLACER
› BELLEZA
Cuestión de pelo
Pelo largo, pelo corto, pelo teñido, pelo salvaje... El pelo nunca ha sido una cuestión menor para las mujeres. Entre las que siguen
llevándolo a los cincuenta como a los diecisiete y las que no paran de cambiar de imagen, la cultura tiende sus trampas.
› Por Sandra Russo
Hay mujeres que usan el pelo exactamente igual desde los quince años, aunque ya hayan pasado los cincuenta. Y hay otras que cambian de corte y de color como de medias. Hay algunas que procesan su insatisfacción corriendo a la peluquería y hay otras que huyen de las tijeras como si un peluquero fuera capaz de arrancarles el alma si les corta un centímetro más allá de las puntas. Hay mujeres que se aferran a una imagen de sí en la que el largo del pelo o la intensidad del color es un eje fundamental, algo así como una Biblia personal, fuera de cuyo texto caerían en la herejía o el descontrol, y sienten que si se lo cortan o si se lo tiñen sus hijos no las reconocerán, sus hombres ya no las amarán y, lo peor de todo, ellas ya no sabrán qué esperar de sí mismas. Y hay otras que no resisten la tentación de ser otra cada dos semanas, que confían en que el hábito hace al monje y que si se vuelven coloradas se volverán fatales o que si se hacen morenas conseguirán casarse. Qué se hace o no se hace con el propio pelo dice unas cuantas cosas más.
El pelo es un tema para las mujeres, ¿se nota? Un tema del que hasta hace poco estaban excluidos los hombres, siempre, pobres, sin nada de qué ocuparse en materia de producción personal, siempre afeitándose o dejándose la barba, siempre limitándose a los mínimos retoques. No hay nada más aburrido, dicho sea de paso, que ir a la peluquería a retocarse. Es como ir al mar y no mojarse, o como vestirse y no ir. Sin embargo, chicos como el inglés Beckham parecen demostrar que viene otra etapa masculina, en la que ellos deberán decidir si se pintan las uñas de rosa o de bordó, pero todavía falta. Y aunque esa etapa llegue, no podrán compensar así nomás los siglos que llevamos las mujeres como un Hamlet con la calavera melenuda en la mano, titubeando: ¿me corto o no me corto?, ¿me tiño o no me tiño?
De todos modos, las mujeres podrán dudar todo lo que quieran, pero, como es bien sabido, la construcción cultural de la belleza nos viene dada, los signos y las marcas de lo bello se nos imponen. Nunca hubo en esa materia tanto menú a la carta como ahora, nunca hubo tantas posibilidades abiertas para ser de un modo o de otro como ahora. Aunque el pelo y sus características (su estructura, su volumen, su color) forma parte de la dotación genética de cada persona, la cultura ha operado sobre esas características desde siempre, y por épocas, con un rigor y una ferocidad insoportables.
Que lo digan, si no, las mujeres de la Europa rococó, las del siglo XVIII, que debieron tolerar reforzar sus identidades cortesanas con peinados artísticos que solamente podían ser realizados por un enjambre de peinadores y doncellas personales. Uno piensa en una doncella personal y enseguida le pediría que apantalle o masajee, pero no, las mujeres de la corte de María Antonieta, por ejemplo, debieron exponer sus cabezas para que toda esa gente se abocara durante largas horas a ejecutar peinados que incluían almohadillas, estructuras metálicas, frutas, verduras, joyas, trenzas postizas, sogas, cintas, horquillasa millares, en fin, una pesadilla. Esas pobres niñas ricas de peinados de un metro de alto no sólo tenían que dejarse peinar: después tenían que lucir el peinado. Les daba dolor de cabeza y les provocaba abscesos, pero además en él proliferabanlos piojos y las pulgas, ya que tamaño esfuerzo colectivo debía durar semanas, y lo mantenían a base de retoques y toneladas de polvo que cada día lo hacía pesar más.
Apenas un siglo después –¡haberlo sabido!–, las mujeres no solamente no se peinaban complicado sino que el Art Nouveau había impuesto el no imponer nada. Es que nada parecía más bello que una larga cabellera femenina, algo rizada, suelta, ligeramente pelirroja. Las mujeres, entonces, debieron abandonar su inclinación por el artificio a cambio de simular ser capullos recién abiertos, flores en su esplendor, un icono más de la naturaleza que la cultura del siglo XIX quería subrayar en su eterna y previsible paradoja. El pelo largo y suelto como debe haberlo llevado Lady Chatterley en sus encuentros con su jardinero volvía sin embargo a ser sujetado con horquillas en un rodete decente cuando la dama se presentaba en el salón para cenar con su marido.
Para ese entonces la industria cosmética ya había asomado y la higiene personal también. Suelto o sujeto en el rodete, el pelo debía estar limpio. Podía una mujer ser sanguínea o recatada, pero en uno y en otro caso debía ser “fresca”. La dicotomía entre pelo “intervenido” por peinados que demandan producción, o “intervenidos” por la falta de intervención, es decir, pelos de oficinistas, de cajeras, de empleadas, de amas de casa, dura hasta hoy. Aunque una pueda ahora meterse en el baño siendo castaña y salir veinte minutos después siendo rubia, aunque esté permitido estar casi rapada sin dejar de ser femenina, aunque se pueda ser rojiza sin ser psicóloga, la cultura sigue construyendo sobre nuestras cabezas sus intrincados nidos de significados.