PSICOLOGíA › LEGADO DE SABIDURíA DE EMILIO RODRIGUé
En el recuerdo de Tato Pavlovsky, preciso y emocionado, Emilio Rodrigué se ofrece como el caso de un hombre capaz de dedicar un día entero a la celebración de ese otro que, en tercera persona, es él mismo. Rodrigué, psicoanalista y escritor, falleció el jueves 21 de febrero de este año.
› Por Eduardo Pavlovsky
En 1972, vivíamos juntos con el psicoanalista Emilio Rodrigué, en Libertador y Oro. El se iba a su consultorio de Ayacucho muy temprano a la mañana en una bicicleta vieja que se había comprado, y volvía a la noche. Yo trabajaba en Esmeralda y Libertador, y la mitad de la semana iba al teatro Payró a actuar en mi obra El señor Galíndez y volvía tarde. La mayoría de las noches cuando llegaba lo veía a Emilio con alguna señorita en el sillón de nuestro living. Yo pasaba rápidamente, temiendo importunar alguna intimidad. Pero él me saludaba cordialmente, presentándome a la señorita de la noche. Lo que me asombraba de la situación –Emilio siempre tuvo la facultad de asombrar– era que las jóvenes variaban según los días, pero Emilio mantenía siempre una misma posición física. Piernas cruzadas y su brazo izquierdo tocando suavemente el hombro derecho de la joven. Las jóvenes siempre estaban ubicadas a su derecha. La posición era extraña pero invariable. Lo que variaba eran las jóvenes. Debo aclarar que la posición de Emilio estaba distante de cualquier encuadre erótico. Por sus características yo presumía que era un juego preerótico de estilo emiliano. Intraducible. Tenía algo de resabios de vieja alcurnia franelera.
Una noche, después de mi función de teatro, al entrar noté con sorpresa que el sillón estaba vacío, y escuché desde el baño la voz de Emilio que me gritaba: “Vení Tato, estoy solo”. Emilio estaba totalmente sumergido en la bañadera, colmada de espuma y desde donde sólo emergía su cabeza. La espuma en la bañadera al estilo de Lana Turner o Marilyn Monroe. En un borde de la bañadera había varios Gráficos, la mejor revista deportiva de la época, y él tomaba simultáneamente un gin tonic con una larga pajita que desembocaba en el vaso y que el otro extremo culminaba en su boca. Como los dos somos de Independiente, me empezó a mostrar viejas fotos de aquella inolvidable delantera del ’40 –Maril, De la Mata, Erico, Sastre y Zorrilla– pero, como había comprado 40 Gráficos viejos, también teníamos fotos de Michelli, Cecconato, Lacacia, Grillo y Cruz. ¡Era una fiesta roja! De repente Emilio me miró fijamente y me dijo: “Me jubilé por hoy y decidí celebrar a Emilio Rodrigué todo el día”. Por la seriedad con que me lo dijo me di cuenta de que había que escucharlo y decidí sentarme en una silla cercana a la bañadera. Algún nuevo contexto de descubrimiento se avecinaba. Habló:
“Hoy me levanté temprano a la mañana y resolví festejar a Emilio Rodrigué. Pensé que se lo merecía después de tantos años de trabajo y con una abultada producción literaria y psicoanalítica. No usé la bicicleta y resolví llevarlo al Plaza Hotel en taxi para desayunar. Me parecía un buen comienzo. Un buen desayuno siempre es bueno para empezar el día con energías. Después de las lecturas de los diarios, que no fue precipitada sino gozosamente saboreada, y hasta leyendo secciones de los diarios que nunca leo en días de trabajo, por ese apuro imperioso de leer el diario en diez minutos entre paciente y paciente. A las 11 de la mañana lo invité a caminar por la calle Florida pero muy lentamente, como gozando la calle en esa nueva armonía cadenciosa. Respiraba profundamente mientras miraba libremente y sin apuro las bellezas femeninas que pasaban a mi lado. A algunos culos les dedicaba el tiempo que merecían. A las 12 tuve una imperiosa necesidad de leer Gráficos viejos y lo llevé a la calle Azopardo, donde los vendían. El primero que abrí tenía la foto de Capote De la Mata en el famoso gol a River en el Monumental, de 1937. Era una foto de museo. Ahí fue cuando decidí llevarme todos los Gráficos que podía. La sensualidad de esas hojas amarillentas me enloquecía. El vendedor, un hombre maduro, me señaló al pasar: ‘Parece que el señor es de Independiente’; salió rápidamente hacia otra oficina y volvió con una foto de Erico del día que le ganamos 7 a 1 a Boca en Avellaneda. ‘Tome, es suya, se la merece, llévela’. Me hizo un enorme paquete y salí de la calle Azopardo emocionado. Tomamos un taxi y volvimos a casa para dejar los Gráficos bien guardados. Te confieso Tato que tuve miedo de que si llegabas por la tarde me los pudieses robar, una foto de Erico para un hincha fanático como vos es una pieza de museo muy deseable. Guardé todo el paquete y cerré con llave la puerta del cuarto.
”Almorzamos en un restaurante japonés en la calle Mendoza cerca de Libertador. Buen vino, buen postre y un buen coñac. Nunca gocé tanto en no tener que trabajar por la tarde. Fuimos a casa y dormimos una saludable siesta. A las 5 lo invité a correr y accedió. Hablaba muy poco. Casi nada. Tenía algo de autista funcional que me atraía. No invadía. Sólo acompañaba autísticamente. No hinchando las pelotas con preguntas boludas. Eso es lo mejor de los autistas.
”Al volver a casa a eso de las 7, vimos algún noticiario por televisión y al rato le ofrecí cocinar para los dos un buen lomo que tenía en la heladera con papas fritas y acompañado por un Bianchi Borgoña. Después de la cena estaba contento de haber festejado a Emilio Rodrigué. No es un hombre que expresara mucho, pero sus ojos delataban la alegría de haber pasado un buen día. Creo que llegó a decir gracias. Mucho para su reserva habitual. Para su autismo funcional e instrumental. Gracias a su autismo instrumental, James Dean se cogió a todas las minas de Hollywood.
”Cuando me quedé solo, llené la bañadera con agua caliente y le puse espuma de baño que una mina me había regalado. Traje todos los Gráficos y los apilé cerca de la bañadera. Traje también una botella de gin y cuatro tónicas y una pajita japonesa de 40 centímetros para ocasiones como ésta y me metí en la bañadera.
”La lectura de los Gráficos viejos tomando gin tonic sin reserva me producía un éxtasis excepcional. No era éxtasis de yerba. Era éxtasis de gin, Gráficos y espuma. Todo junto. Suspiré profundo y dije: ‘Qué bueno haberme celebrado así’. En ese momento llegaste vos y tuve la imperiosa necesidad de relatarte la experiencia. Te veo llegar con cara de soldado del frente de Stalingrado que ha cumplido bien su faena militar. Yo no niego que hacer teatro pueda ser para vos una manera de celebración, pero es todavía demasiado exigente. Hay que hacerlo bien. Hay que trabajar. Vos te celebrás poco, Tato. Las que saben celebrarse son tus minas, por lo menos las que conozco. A ver si la entendés: Tato tiene que celebrar más a Tato, tiene que festejarlo más, tiene que exigirle menos, tiene que enseñarle a perder el tiempo. Vos no sabés perder el tiempo. Sos un ruso de batalla. Siempre en la línea de combate. Celebrate, amigo mío. Yo necesito que vos te festejes más, te mimes más, como lo hice hoy conmigo. Date un día para vos; sin minas, que exigen tanto. Un tiempo de puro festejo tatista, de celebración pura”.
Mientras escribo esto estoy llorando.
Rodrigué continuó:
“Sin exigencias. Dejá Stalingrado por un día, pedí licencia”. Yo estaba emocionado. Nunca Emilio me había hablado así, con tanto cariño explícito. Empezó a buscar entre los Gráficos y sacó la foto de Erico. “Tomá, te la regalo, que la foto sirva para tu primera celebración. Celebrate hermano, que te lo merecés” y, de repente, como si yo no estuviera, tomo un Gráfico y siguió leyendo, ensimismado. Yo me levanté lentamente de la silla, me fui a mi cuarto con la foto de Erico en la mano y me senté en la cama. Pensé: ¿podré realmente celebrarme como este hijo de puta? Me resultaba difícil tanto placer junto. Pero la experiencia fue importantísima en mi vida. Lo mire a Erico en la foto y me puse a llorar. Erico ya había muerto, como hoy está muerto Emilio Rodrigué. Pero sus recuerdos siguen vivos en todos los que lo quisimos tanto.
Celebrarse, ¡qué palabra inventada! ¡Qué palabra tan emiliana!
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