PSICOLOGíA › LA COMPLEJA RELACION ENTRE ABUELO, PADRE Y NIETO
Entre cada abuelo, padre y nieto se teje una compleja trama en la que se juegan, para el nieto, su ubicación en la trama de las generaciones y, para el abuelo, su buen envejecer. Ese tejido –para la autora– se organiza en torno de una prohibición familiar: el hijo no debe pasar a actuar como padre de su propio padre.
› Por Graciela Zarebski *
Así como los abuelos no deberían asumir el rol de padres de sus nietos, los padres no deberían asumir el rol de padres respecto de sus propios padres, los abuelos. Actualmente, llegar a abuelo es sólo una de las facetas posibles en la identidad: además, se puede ser muchas otras cosas. De allí el malestar que suele suscitar ser llamado “abuelo” por cualquiera, en cualquier circunstancia. Por lo demás, los vínculos familiares sanos permiten incorporar y valorar el aporte de los abuelos. No sólo como proveedores de cuidados sino también como transmisores de la historia familiar. Los abuelos les permiten a los nietos interiorizarse en las diferencias entre las generaciones a través de historias que se relatan con o sin palabras. Son transmisores de la genealogía familiar más allá de las cargas genéticas.
Al estar el vínculo con sus nietos mediado por los padres y al no tener que hacerse cargo de ellos diariamente, suele resultar poco conflictivo. A través de sus nietos, los abuelos logran continuidad y trascendencia, mientras que a los nietos este vínculo les permite anticipar la vejez de sus padres, e incluso, la propia, además de incorporar la vivencia de cómo sus padres soportan el envejecer de sus propios padres.
Lo que hace que la abuelidad pueda lograrse como función es que quien ocupe ese lugar haya podido realizar la operación simbólica de situarse como padre o madre de un padre o madre. Es decir, que haya podido hacer lugar a que se reproduzca en su hijo o hija la función paterna o materna, ubicándose así como un eslabón más en la cadena generacional.
La abuelidad en la familia marca al nieto los límites de sus padres: señala, en los padres, la condición de hijos. Cierto que, para esto, es necesario que los padres sean reconocidos como tales por el abuelo. Todo esto contribuye a que el nieto entienda que su padre no es omnímodo, que no es el amo que instituye la ley, sino un transmisor más; lo “mata” así simbólicamente, ayudado por la función del abuelo, lo cual constituye una normalización de su psiquismo. Cuando esto no se logra, abuelo y nieto pueden hacerse cómplices contra los padres, ubicados imaginariamente en el lugar de poder, lo cual da lugar a múltiples malestares familiares.
En efecto, la importancia de sostener simultáneamente esa doble condición –ser un eslabón que, como hijo, se une a los eslabones que lo preceden, y como padre a los que lo siguen– se confirma por la negativa: cuando el abuelo, deteriorado, pasa a ser ubicado como hijo de su propio hijo, o cuando el adulto es reconocido sólo como hijo por un padre omnímodo que no le reconoce su condición simultánea de padre. En ambos casos, no poder reconocer en el otro (o en sí mismo) esta condición de ser hijo y padre al mismo tiempo, opera en contra del sentido de continuidad transgeneracional.
Esto reafirma la idea de que el envejecimiento normal no sólo debería definirse por los logros que una persona obtenga en el proceso individual de envejecer, sino que también debe incluirse la calidad de los vínculos que haya ido gestando con los suyos. Vale la pena examinar una mayor probabilidad de envejecimiento patológico en abuelos que no son cuidadores o solidarios con su familia.
Pero, ¿qué es el envejecimiento patológico? Hay que diferenciar este concepto de lo que fuese una vejez con patologías. Alguien puede acarrear, desde etapas anteriores de su vida, patologías como hipertensión, problemas cardíacos, obesidad y otras que, aun cuando en su gestación pueda haber un compromiso emocional, no se originaron en las circunstancias específicas del envejecimiento. Aunque el paso del tiempo agregue algunas complicaciones, podrán mantener una buena calidad de vida, en función de autocuidado y la adaptación al envejecimiento que estén en condiciones de alcanzar: podrán continuar su vida, en continuidad con quienes siempre fueron y aspiran a seguir siendo, sin haber sido derrumbados por los temas del envejecer. El envejecimiento normal no equivale a no tener enfermedades.
Por el contrario, hablamos de un envejecer patológico, cuando, por no haber aceptación y adaptación a los cambios que el tiempo conlleva, da lugar al desencadenamiento de patologías orgánicas, psíquicas y en el entorno. El envejecimiento patológico es el quiebre en la continuidad de la identidad a partir de los temas del envejecer.
Estos quiebres, que a veces conducen a un franco derrumbe y pérdida de la autonomía, suelen generar las situaciones que ponen en jaque la salud familiar. Los abuelos con mayor deterioro psíquico son los que suelen ubicar a sus hijos en el lugar de padres, como si, en la búsqueda de una figura protectora, necesitaran la ilusión de retorno a su infancia. Esto requiere, por parte de los hijos, que no acaten ese lugar que se les adjudica, que no se lo crean, que puedan diferenciarse de la patología de su padre.
Si esto no es posible, debería intervenir un equipo interdisciplinario coordinado, que pudiera armar una red de sostén entre la familia, los amigos, los vecinos y los servicios sociales o sanitarios más acordes al caso, para llevar adelante un plan de cuidados progresivos y continuos.
“Creo que recién ahora empiezo a saber quién soy. Como si mis virtudes y mis defectos hubiesen estado hirviendo en una olla todos estos años y con el hervor se hubieran ido evaporando y convirtiéndose en humo, y lo que quedara en el fondo de la olla es mi esencia, y que se parece inquietantemente a aquello con lo que empecé al principio”: así contestó, a los 84 años, el actor estadounidense Kirk Douglas a la revista Esquire: al hacerlo mostró su conocimiento profundo de que el envejecer es un proceso revelador de verdades que estaban ocultas. Tras el hervor de nuestro vivir diario, la esencia propia decanta en el fondo de la olla. ¿Qué encontramos allí que nos permite, recién entonces, empezar a conocernos? Más allá de virtudes y defectos, dice él, encontramos una esencia que permanece inalterable, como un compromiso que se hubiera asumido desde el principio.
El coreógrafo francés Maurice Béjart, pasando los 70 años, decía: “Mi infancia es mi línea de flotación. Cuando quiero ser auténtico recupero mi acento marsellés. Por supuesto, perdí el acento al llegar a París, porque todo el mundo se burlaba de mí, pero esa pérdida es una máscara. En el teatro, soy realmente bueno cuando recupero mi voz original”. Reconectarse con la propia infancia, la “línea de flotación” de Béjart, es atravesar los humos y desengañarse de espejos y máscaras. Si Douglas o Béjart son capaces de formularlo así, quiere decir que ellos pudieron sostener el juego oscilante entre el engaño y el desengaño con respecto a lo que Simone de Beauvoir llamaba “el personaje que se ha elegido representar”.
Cabe preguntar qué favorece que los años tardíos sean ocasión propicia para desengañarse y para que aflore el deseo de ser auténtico. Con el paso de los años se aquilata la claridad acerca de lo trascendente, en tanto que se acepta la finitud, y esto hace posible valorar la vida más en profundidad, reconciliarse con las propias faltas, vincular el mundo interno con el externo y ubicarse como transmisor de experiencias iluminadoras.
El envejecimiento puede ser un camino hacia la sabiduría pero también hacia la anulación del sujeto, cuando la verdad que se revela nos avisa –ya tarde– que no fuimos auténticos. Para no llegar a ser nosotros una carga –para no ubicarnos como hijos de nuestros hijos– debemos ser lúcidos a tiempo. Según cómo vayamos anticipando el transcurrir de nuestro envejecimiento, de ese modo llegaremos a viejos. Para que esas verdades no produzcan un efecto siniestro que fragmente la identidad, es necesario anticiparlas en el curso de nuestra vida. Para llegar a ser un viejo sabio, hay que haber sido sabio antes.
* Extractado de Padre de mis hijos. ¿Padre de mis padres?, que distribuye en estos días editorial Paidós.
Por G. Z.
Las caídas en adultos mayores –que muchas veces precipitan situaciones de dependencia, desencadenan el traslado a un establecimiento geriátrico, producen discapacidades– obedecen no sólo a causas orgánicas, sino también a factores emocionales. Se trataría de un accionar o dramatización con el cuerpo, ante situaciones de cambio –generalmente pérdidas o duelos– que producirían un estado de pre-fractura emocional: hay así lo que llamaríamos una primera caída, interna, que antecede a la física, la cual puede entenderse como segunda caída.
Estas personas no aceptan las limitaciones físicas que imponen una inevitable disminución del rendimiento físico y reaccionan de dos modos extremos: o bien atropelladamente o bien dejándose caer.
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