Jue 24.04.2008

PSICOLOGíA  › POLEMICA SOBRE PSICOANALISIS Y MARXISMO

“Ese objeto temido, profundamente aborrecido”

Para el autor, el psicoanálisis puede iluminar “un punto de detención de la filosofía de Marx”: esto sería posible partiendo de la “psicología de las masas” freudiana y entendiendo que “hablar de masa implica hablar de segregación”.

› Por Juan Bautista Ritvo

El 10 de abril, Página/12 publicó una nota firmada por Sergio Rodríguez titulada “Nueva propuesta de articulación entre psicoanálisis y marxismo”, cuyo comienzo –que anuncia claramente lo que viene– dice así: “El capital, de Karl Marx, es el mejor análisis existente de la lógica capitalista. Lo fundamentó en su teoría del valor. Jacques Lacan, por lo menos a partir del seminario El revés del psicoanálisis, hizo explícitamente suyas las aseveraciones de Marx sobre el valor. Creo que también hizo suyos los criterios marxistas sobre las condiciones objetivas para las crisis sociales: el conflicto entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción”.

Desde luego, no se corren demasiados riesgos si se elogia la magnitud de El capital; otra cosa distinta es saber si ante el derrumbe de la Unión Soviética y el cambio profundo que ha experimentado el capitalismo en las últimas décadas en todos los niveles, las teorías de Marx deben ser modificadas o dejadas de lado. De esto nada dice la nota, refugiada en la aseveración de una comunidad de fundamentos entre Marx y Lacan que me parece insostenible.

Veamos. Las referencias de Lacan a la teoría marxista del valor aparecen en el entorno de mayo del ’68, cuando derecha e izquierda no cesaban de hablar de Marx y Althusser comenzaba a ser un autor obligatorio.

Así, en las clases iniciales de su seminario De un otro al Otro, en noviembre del ’68, Lacan le da vueltas (lo digo así: “da vueltas”, porque expone con notoria imprecisión y distanciamiento) a la plusvalía, que él equipara al “plus de gozar”, función del objeto a.

Habla de la “absolutización del mercado” (es la universalidad del mercado, que hace del capitalismo el único sistema económico en el cual todas las instancias de la producción están mediadas por el mercado) como condición para que la plusvalía aparezca en el discurso; menciona también el valor de uso de la fuerza de trabajo, el que, se sabe, es para Marx el secreto de la producción capitalista: el valor de cambio o el valor a secas de la fuerza de trabajo –el tiempo de trabajo socialmente necesario para reproducir dicha fuerza– es inferior a su valor de uso: esa diferencia que se genera gracias al mercado pero, por así decirlo, a espaldas de él, es precisamente el plusvalor, condición esencial de la acumulación capitalista.

Lacan habla, asimismo, de la renuncia al goce como condición de la emergencia de un plus. Desde el punto de vista del psicoanálisis, la noción es clara: el plus de goce reelabora por su cuenta la noción freudiana de “ganancia de placer”, ese excedente con respecto al punto de equilibrio del placer, que es puramente negativo porque consiste en la mera ausencia de dolor, y, por ello, el exceso es un más allá de vértigo, en la solapada vecindad del júbilo, el extrañamiento y la muerte.

En Lacan, el menos del goce incestuoso es condición del más que, no obstante y en un nivel superior, es un más en menos, un excedente que se disipa y que, como el vaso de vino del obrero del que hablaba Bataille, designa un punto de afirmación de lo humano más allá de lo utilitario; un gasto, un consumo literalmente improductivo y que no sirve para nada porque es goce de nada.

Llevadas las cosas a tal lugar, se torna evidente hasta el cansancio que esta figura no es lo contrario de la plusvalía capitalista –porque afirmarlo implicaría que se sitúan como extremos opuestos de un mismo eje–, sino algo profundamente heterogéneo; heterogéneo por sus dimensiones, alcances, valores, campos de aplicación.

Sin duda Lacan, como ha hecho en numerosas ocasiones, jugó retóricamente con un léxico y una sintaxis que le son extraños. No es éste el sitio ni la oportunidad para indagar las razones de sus juegos; pero sí para decir que, si los literalizamos sin interrogar su ámbito de validez, corremos el riesgo del ridículo.

En efecto, ya que me quiero voluntariamente ubicar en el reino de Perogrullo, podemos preguntarnos: ¿cómo es posible que puedan compararse y hasta homologarse una plusvalía que, lejos de disiparse, se acumula y configura la riqueza de la sociedad capitalista, con otra que, salvo en los sueños del avaro y del coleccionista, jamás podría atesorarse?

¿Qué les pasa a los psicoanalistas que toman la expresión de Lacan “discurso capitalista” como si fuera un ábrete sésamo de la modernidad, sin reparar no sólo en la pobreza que tal noción tiene en el propio Lacan –unas cuantas letritas, unos signos enigmáticos, dos o tres frases lanzadas en Italia, eso es todo–, sino también y esencialmente en que la experiencia teórica del siglo XX (desde Max Weber y Norbert Elias hasta Michel Foucault, para nombrar sólo a los más célebres) y, por supuesto, la experiencia cotidiana de las relaciones de poder, muestran inequívocamente que no hay una matriz generadora y única de discursos múltiples, sino que existe una multiplicidad inicial e irreductible de discursos? Es decir, hablar o escribir acerca de el discurso capitalista es ya una toma de partido, por lo menos y en el mejor de los casos, estéril.

Como psicoanalista y como lacaniano protesto contra estos abusos analógicos que medran ocultando, censurando mejor, los verdaderos problemas.

El autor de la nota reduce la comunicación entre el sujeto y el Otro, que vertebra el psicoanálisis de Lacan, a un esquema propio del psicólogo, del moralista, del pastor evangélico y no de un psicoanalista, cuando se formula la pregunta que él juzga esencial: “¿Cuál es mi valor para el otro?” De esta forma deja de lado que uno de los hallazgos decisivos de Lacan consiste en mostrar que entre un sujeto y otro sujeto yace el muro del lenguaje, lo cual hace que la misma noción de intersubjetividad sea puesta en cuestión como nunca hasta el momento.

Y aquí tocamos uno de los problemas más acuciantes del psicoanálisis actual. Una obra rica, compleja, heterogénea y por momentos contradictoria, es reducida a un esquema lineal, repetitivo, de unas pocas nociones que pretenciosamente acuden a la terminología de la ciencias formalizadas (“álgebra”, “combinatoria”, “principios axiomáticos”, etcétera) para disimular las inhibiciones de un pensamiento que no se atreve a abrirse a la dimensión de una enunciación tan declamada como rechazada.

¡Y no es un problema epistémico! Es que este aparato retorna sobre la clínica y la ahoga, transformando la transferencia en sugestión.

Así nos comportamos como psiquiatras cuando mencionamos la supuesta locura de Joyce, en aficionados ingenuos y sentimentales cuando divagamos sobre la sublimación de los grandes creadores, en sociólogos a la violeta cuando queremos despejar los atolladeros del mundo contemporáneo hablando de la caída del padre, sin reparar en que esa caída es justamente el comienzo de la paternidad de que habla el psicoanálisis.

¿Vamos a completar nuestra pequeña ideología adjuntándole ahora un marxismo que tampoco interrogamos?

El psicoanálisis como tal carece de un acceso directo a los problemas del marxismo; pero de manera tan oblicua como efectiva puede llegar al núcleo mismo de lo que, sin duda, es un punto de detención de la filosofía de Marx. Y puede hacerlo con la noción freudiana de masa, que Freud elabora en Psicología de las masas, correlativa de la figura mítica del padre ancestral, perfilada en Tótem y tabú; profundizadas ambas nociones por Lacan al través de observaciones discontinuas pero convergentes.

¿Son posibles las relaciones horizontales entre los hombres? Desde que la humanidad es humanidad, los grupos se cohesionan identificándose en común con emblemas, objetos, valores, los que se corporizan, como lo ilustra la metáfora medieval de los dos cuerpos del rey, el caduco y el inmortal, en la figura del líder dotado de carisma. Allí está, no en germen sino en actualidad plena, esa verticalidad que ha atravesado todas las formaciones sociales e incluso continúa en vigencia en tiempos de democracia y de legalidad republicana: piénsese en esa patética ilustración que aporta un papa senil saludando a la multitud desde los balcones del Vaticano. ¡En la Unión Soviética se habló del “culto a la personalidad” como deformación burocrática y lo denunciaban los nuevos amos, instalados en el abrumador y feroz Kremlin!

Hablar de masa implica hablar de segregación; noción que no se deja absorber en la marxista lucha de clases –lucha que, huelga decirlo, continúa fracturando a la sociedad más allá de las indudables debilidades teóricas del marxismo; más allá asimismo del débil y municipal espíritu de la conciliadora voluntad socialista–, porque es interior a cada clase. Aunque lo segregado sea puesto afuera, proviene de adentro: ese objeto odiado, temido, profundamente aborrecido, que aparece desconocido como otro, encarna lo peor de las entrañas del grupo. (Una ilustración, un tanto cómica y que alguien puede juzgar frívola, aunque no lo sea en modo alguno: ¿qué denostaban esas amas de casa de clase media hace días cuando caceroleaban identificadas con “el campo” y manifestaban su odio a la “reina Cristina”?)

La sobada frase “la revolución devora a sus propios hijos” es verdadera, más de lo que suele suponerse, y por eso, Rodríguez, no es irónica la afirmación de Lacan sobre la revolución, vuelta astronómica al punto de partida en un giro de 360 grados y no subversión; es literal, absolutamente literal.

Desde luego, se podría objetar que psicologizo a la política e ignoro lo que es imposible ignorar, el peso determinante de la economía, que nadie puede desconocer. En lo que respecta a lo primero, diré que la psicología como tal se divide en individual y social y esa división, de por sí falsa porque no hay psiquismo individual, oculta el lazo libidinal que otorga consistencia (y por ello mismo fractura y dispersión) a las relaciones humanas.

Lo segundo es quizá más complejo y sin duda excede al psicoanálisis, aunque su carácter fundamental –la posibilidad de examinar los discursos allí donde ellos censuran sus fundamentos, porque él mismo está constituido por esas figuras rechazadas–, nos prepare para esbozar un comienzo de localización del problema.

No cabe la menor duda: cuando Marx señaló la economía como un factor de valor único en la vida social, no se equivocaba; sólo que no es determinante en última instancia sino causa en primera. Todos los movimientos y perturbaciones de la economía constriñen a darle respuestas de un modo urgente y no postergable. Pero las respuestas no están determinadas por la economía; son respuestas ideológicas, políticas, míticas incluso, que poseen estructuras heterogéneas a las de la economía y que, incluso, vuelven sobre ésta al punto que la misma economía termina por depender por completo de ellas.

Para dar un simple ejemplo: una súbita caída en el nivel de vida de la clase trabajadora obtiene respuestas, pero ellas pueden ir desde un aumento de la combatividad a una súbita ausencia de ella.

La sociedad carece de determinante en última instancia y este pensamiento quizá inicie un nuevo modo de concebirla, lejos de las totalizaciones del siglo XIX; algo que se complementa con la caída de los ideales de la clase universal: el proletariado es una clase más y probablemente la más débil.

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