Jue 19.09.2002

PSICOLOGíA  › ACERCA DE LA VIDA, LAS IDEAS Y LA PRACTICA CLINICA DE BRUNO BETTELHEIM

El psicoanalista que bebió la leche negra de la aurora

A doce años de la muerte de Bruno Bettelheim, este ensayo reseña su historia, examina sus ideas y procura analizar los actos que definieron su vida, cortada en dos por su encierro en un campo de concentración nazi, donde vivió en su carne la experiencia del “padre terrible”, que después aplicaría para bien o para mal.

Por Silvia Fendrik*

Bruno Bettelheim nació en Viena en el año 1903, y se suicidó en California en 1990. El psicoanálisis de los cuentos de hadas y La fortaleza vacía se titulan las dos grandes obras a las que debe su celebridad: los cuentos de hadas, el autismo. La propia vida de Bettelheim puede ser considerada como un raro cuento de hadas: el de un patito feo, muy feo, que se transformó en cisne, y luego en ogro.
La infancia de Bruno Bettelheim transcurrió durante el reinado del emperador Francisco José. En aquella Viena, la de Freud, la de Melanie Klein, las condiciones en las que vivían los judíos eran bastante mejores que en otros lugares de Europa, y tal fue el caso de la familia Bettelheim. El padre era un hombre enfermo, y su enfermedad crónica era un secreto de familia. Recién al llegar a la adolescencia, Bruno se enteró de que se trataba de sífilis. Debido a la enfermedad de su padre, se vio obligado a hacerse cargo desde muy joven de la empresa familiar, contrariando su vocación por una carrera humanística. Sin embargo, mientras se volvía un próspero hombre de negocios, asistió a cursos de Historia del Arte y obtuvo una Licenciatura en Filosofía. Bettelheim era un joven muy inseguro. En sus Recuerdos autobiográficos relataría que su niñez y juventud en Viena estuvieron signadas por su fealdad y que ésta lo obligó a desarrollar la inteligencia y la cultura como armas de seducción. A los treinta y dos años, infeliz en su matrimonio y no pudiendo decidirse a ser padre, decidió analizarse. Elige a Richard Sterba, un prestigioso analista vienés. Pero, al poco tiempo, Bettelheim fue llevado a un campo de concentración. El refinado, culto y próspero hombre de negocios estuvo prisionero durante seis meses en Dachau y otros seis en Buchenwald.
Eran los comienzos, todavía no eran campos de exterminio y, gracias a los oficios de su familia, pudo ser liberado. Inmediatamente pidió asilo en Estados Unidos, donde armó un currículum en el que hacía gala, entre otras cosas, de una gran experiencia como terapeuta de niños autistas, y de su vinculación con Freud y con el círculo freudiano. También dirá que fue su enorme prestigio el que hizo que el embajador de Estados Unidos y la propia Eleanor Roosevelt intercedieran ante los nazis para obtener su liberación.
En 1942, Bruno Bettelheim publicó un artículo en el que revelaba las terribles crueldades de los nazis en los campos de concentración, cosa que se sospechaba, pero de la que nadie hablaba en voz alta y tal vez tampoco terminara de creer. Pero cuando terminó la guerra, y se supo de Auschwitz y de los seis millones de judíos asesinados por los nazis, el testimonio de Bettelheim se volvió realidad y, en 1945, le ofrecieron la dirección de la Escuela Ortogénica de Chicago. Era una clínica-escuela para niños gravemente perturbados que dependía de la Universidad de Chicago. La Escuela Ortogénica tenía una economía muy precaria, porque el subsidio era mínimo y no alcanzaba a cubrir los gastos. Conseguir fondos era muy difícil, y obtenerlos fue una parte muy importante del emprendimiento de Bettelheim: logró que las familias pudientes comenzaran a enviar allí a sus hijos considerados “autistas”.
Bettelheim comentó un poema del libro La fuga de la muerte, de Paul Celan, quien también estuvo en un campo de concentración y también se suicidó muchos años después: “Leche negra de la aurora/ la bebemos al crepúsculo/ la bebemos al mediodía/ la bebemos al nacer el día/ y la bebemos en la noche./ La bebemos y la bebemos./ Leche negra de la aurora/ la bebemos en el crepúsculo”.
Escribió Bettelheim: “Cuando uno está forzado a beber la leche negra desde la aurora hasta el crepúsculo, tanto sea en los campos de la muerte de la Alemania nazi como arropado en una cuna de lujo, donde uno está sometido a los deseos de muerte, inconscientes, de una madre que puede tener la apariencia de la ‘buena conciencia’, en estos dos casos, un almaviviente tiene por amo a la muerte”. Establece así una impactante relación entre el amo de la muerte que domina en los campos de concentración y el amo de la muerte que puede dominar al pequeño bebé nacido en cuna de lujo.
Bettelheim nunca dejó de escribir sobre el exterminio. Y desde el principio sostuvo ideas por las que fue muy criticado. Desde el año 1942, y hasta el final de su vida, insistió en que lo que mata, más que la muerte, es la culpa, la culpa por haber sobrevivido y por todo aquello que se ha hecho para sobrevivir. Ese secreto en la vida del sobreviviente no tiene cura. También sostuvo que existe un odio de los judíos contra sí mismos, que no sólo proviene de la persecución sino que la precede. Algo del propio antisemitismo habría llevado a los judíos a no poder evitar el exterminio, afirmaría Bettelheim, desde 1942 hasta 1987, cuando por última vez dio una conferencia sobre este tema.
En Estados Unidos, en la década del ‘50, coexistían dos figuras contrapuestas: la Bettelheim y la del pediatra Benjamin Spock. Mientras éste predicaba la libertad y criticaba las posturas autoritarias en la educación de los niños, Bettelheim decía sí a la puesta de límites y al ejercicio de la autoridad (y a los cuentos de hadas).
Bettelheim defendió la importancia de los cuentos de hadas en la constitución subjetiva. Estos suelen empezar con padres muertos, con huérfanos; nunca el padre es el verdadero padre y casi siempre hay un tirano, un impostor, una lucha, una diferencia radical entre lo bueno y lo malo. Bettelheim sostenía que el valor de esta diferencia no es de índole moral, porque en los cuentos no siempre los buenos ganan y los malos pierden sino que se trata de una lucha en el campo exterior al sujeto, que le ofrece la posibilidad de darse cuenta de su propia lucha, de la lucha dentro de sí mismo. Y la sexualidad no está representada en los cuentos de hadas como algo edulcorado y tierno sino como un trayecto sangriento o difícil; la riqueza de las metáforas de lo femenino y lo masculino es enorme, en comparación con la literatura infantil actual, donde la sexualidad, si la hay, está computarizada y complementarizada.
Después de la guerra, Estados Unidos comenzó a imponer el modelo cultural del american way of life: si uno come bien, duerme bien, gana bien, ama bien y consume mucho, llega al non plus ultra de la existencia. Esta receta de la felicidad, que Estados Unidos comienza a construir después de la guerra, hizo que el psicoanálisis vaya perdiendo rating. Sin embargo, Bettelheim nunca dejó de escribir sobre la Shoah y sobre la pulsión de muerte. Entendiendo la pulsión de muerte no como pulsión de destrucción, de agresividad, sino como Nirvana, como inercia, como supresión del conflicto. Se trata de la primera idea de Freud, la reducción a cero de las tensiones. Para el psicoanálisis, si no hay conflicto psíquico no hay vida psíquica; es lucha contra la pulsión de muerte que nos habita y no contra lo malo que irrumpiera o interrumpiera un supuesto maravilloso idilio con la vida y con nosotros mismos.
A diferencia del psicoanalista Donald Winnicott, Bettelheim no se contentaba con la idea de una madre “suficientemente buena”. Sí, era fundamental que fuera buena, incluso buenísima, pero también tenía que haber un padre malo para imponer el orden. Esa invención terapéutica se parece a una caricatura de lo que Lacan describió como el padre imaginario, el padre terrible. En una cultura donde se impuso una idealización malsana de la felicidad, el doctor Bettelheim se puso un disfraz de ogro y lo actuó con los pacientes de la clínica y con su propio equipo terapéutico. Cuenta Bettelheim en sus Recuerdos que, durante su permanencia en Dachau y en Buchenwald, exploró sus propias vivencias y las de algunos otros prisioneros, sosteniendo la idea de identificación inconsciente con el agresor. Tal vez la culpa del sobreviviente, de la que tanto habló, tomó en él la forma de este tipo de identificaciones con su antiguo agresor. Fue su modo de sostener en acto que no hay “cura” posiblede la psicosis infantil –fusionada en su obra con la del autismo– por el lado de la bondad ni por el lado de la utopía, ni mucho menos mediante recetas “adaptativas”.
Su suicidio (por asfixia, con una bolsa de plástico) causó un profundo impacto, dada su permanente apuesta en favor de la vida, desde su testimonio sobre los campos hasta los cuentos de hadas. Poco después fue muy criticado, mayormente por ex pacientes de la Escuela Ortogénica, muchas veces mal diagnosticados como autistas; la mayoría eran niños provenientes de familias que los habían desubjetivizado, transformándolos en niños robotizados, niños enmudecidos, silenciados, niños que se atrincheraban en sus fortalezas vacías para no romperse. El doctor B -éste era el apodo con el cual se lo conocía–, para muchos de ellos, fue nada más que un monstruo sádico. Pero otros, que de adultos llegaron a ser escritores, artistas, personas productivas, le otorgan y se otorgan el beneficio de la duda y no dejarán de preguntarse: “¿Qué hubiera sido de mí sin ese ‘monstruo’?”.
Bruno Bettelheim dejó ricos testimonios clínicos donde se vislumbran cuestiones sobre las que Lacan ha insistido mucho. Por ejemplo, la suplencia de un padre terrible cuando falta el significante del Nombre-del-Padre, que quizá Bettelheim sólo pudo asumir por haber estado en un campo de concentración. Si no, jamás hubiera sido el “ogro”, sólo el cisne made in USA. Bettelheim, en algunos de sus actos, parece haber dado cuenta de la suplencia del nombre del padre de una manera extrema y terrible –la noción de situación extrema también es una parte esencial de sus hipótesis sobre el autismo como fortaleza vacía–. Pero la pregunta se impone: ¿tan terrible como la “leche negra” que ha mamado el psicótico? Es una pregunta que no podemos responder. En todo caso, vale la pena preguntarse por este personaje polifacético que, después de haber vivido la situación extrema del campo de concentración, pudo reinventarse a sí mismo y establecer una feroz e inquietante conexión entre el delirio nazi y la pesadilla mortífera agazapada en las lujosas cunas del American dream.

* Fragmento del seminario on-line “Psicoanalistas de niños: Orígenes y destinos de su obra”, en www.comunidadrussell.com

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