PSICOLOGíA › ¿SE EXTINGUIRá LA SEXUACIóN HUMANA?
› Por Mario Pujó *
En las distintas películas que anticipan el futuro en clave de ciencia ficción, es frecuente ver puesto en escena un fantasma de infertilidad generalizada. Modo pregnante de representación de una forma de apocalipsis, la declinación de nuestra especie figura el fin del mundo humano a causa de una repentina merma de su capacidad reproductiva. Algo que, desde luego, es siempre imaginable dado que, tarde o temprano, en el perenne curso de la evolución, toda especie se halla prometida a una previsible extinción.
Hace casi treinta años, un film memorable titulado Quintet –dirigido por Robert Altman– mostraba el desarrollo de un inquietante juego de rol en el que participan los escasos sobrevivientes de un planeta congelado. Desde un indefinido tiempo atrás no se producen nacimientos, y el juego, que se recorta sobre el fondo de una abúlica espera de la muerte, introduce la emoción de su inminencia bajo la forma del crimen serial. Uno a uno los personajes se irán asesinando entre sí, y el relato adopta entonces un inesperado giro policial.
Mucho más reciente y taquillera, Hijos del hombre despliega una idea semejante, situándola en el cercano año 2027. La muerte del hombre más joven del mundo a manos de sus propios fans, señala el año 2008 como fecha del último nacimiento registrado. Una tenebrosa Inglaterra, acosada por el terrorismo y obsesionada por la deportación, es la escenografía que Alfonso Cuarón elige para la reminiscencia de una antigua esperanza hippie: en una granja donde sobreviven el pelo largo y el consumo de cannabis, una indocumentada “fugi” encuentra apoyo logístico para continuar su extraordinario embarazo y consumar el sueño de dar a luz, junto a su bebé, a un posible porvenir para la humanidad amenazada. Pero sólo accederá a una promisoria naturaleza incontaminada, atravesando sórdidos campos de refugiados y la locura de una guerra entre civilizaciones que universaliza, a escala planetaria, las vicisitudes del actual conflicto en Medio Oriente.
“La verdad tiene estructura de ficción”, escribía el psicoanalista Jacques Lacan; quizá por ello, la ciencia ficción suele ofrecer una oportunidad a la verdad. Lo que no significa, desde luego, “futurología”, en el sentido de alguna exactitud, constatación de una adecuación de la realidad anticipada y la realidad efectivamente acontecida. Antes bien, se trata de la fantasía, vale decir, del fulgor de una verdad subjetiva, y es ella la que explica el éxito de un género literario que ha conmovido desde siempre a los más jóvenes: la incertidumbre que acecha el porvenir, la aprehensión ante la eventual incidencia mortífera que el desarrollo de las aplicaciones técnicas de la ciencia podría llegar a tener sobre el devenir de nuestra especie.
Es un hecho, los casos de infertilidad sin causa tienden a incrementarse con el paso del tiempo, así como aumentan proporcionalmente los nacimientos asistidos por tratamientos de fertilización. ¿Debemos ver en ello una progresiva merma de nuestra capacidad reproductiva? ¿Una expresión propiamente tanática del significante y la cultura sobre el ser que habla? ¿O se trata más bien de una evidente modificación de los lazos simbólicos que regulan la alianza entre hombre y mujer, con la consecuente transformación de la noción de familia, el número de sus integrantes, la oportunidad de su conformación?
Cuando, en los años ’60, la China de Mao Tse Tung ponía freno a su crecimiento demográfico desalentando la maternidad previa a los 28 años de edad de la mujer, Occidente denunciaba en ello la omnipresencia de un Estado opresor: la edad promedio de la primera maternidad se situaba entonces alrededor de los 24 años. Cuarenta años después, junto a la implantación globalizada de un sistema productivo mundial, corroboramos algunos efectos no deseados ni calculados de la denominada emancipación femenina: la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo, la progresiva conquista de nuevos derechos y deberes, sumadas a la entronización universal de un ideal individual de realización, evidencian empujar la edad de la primera maternidad –al menos en las capas medias de la sociedad– a edades cada vez más avanzadas; edades que sobrepasan, incluso, la otrora temida barrera de los treinta. Vale decir, una edad que intenta preservar en la mujer contemporánea el lapso considerado necesario para su formación profesional, su consolidación personal, equiparando sus expectativas y comportamientos al de sus congéneres masculinos.
Muy otros los tiempos de nuestras bisabuelas que, como en el caso de muchísimos embarazos adolescentes actuales, devenían madres apenas alcanzada la edad fisiológicamente apta para la procreación. Y, aunque quizá resulte redundante señalarlo, la fertilidad biológica de una jovencita de 14 años no podría ser comparada con la de una mujer que supera holgadamente los 30.
¿Corre a causa de ello nuestra humanidad un peligro cierto de extinción? Responderemos rápidamente que no, cuando el tecnocapitalismo vigente que promueve la desdiferenciación sexual en los roles mercantiles, alienta el simultáneo desarrollo de métodos reproductivos que sabrían incluso prescindir del sexo, entre los que el de la clonación brilla ciertamente en el horizonte de nuestra previsible evolución.
Se insinúa entonces un fantasma cuya realización las películas antes mencionadas ni siquiera habrían podido contemplar: el de la extinción de nuestra especie como especie sexuada, extinción que no coincidiría, sin embargo, con su efectiva desaparición.
* Director de la revista Psicoanálisis y el Hospital.
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