PSICOLOGíA › A PARTIR DE LOS ASESINATOS ESCOLARES EN ESTADOS UNIDOS
La autora vincula los asesinatos cometidos por escolares con “la civilización que, de la mano de la ciencia, deja al sujeto frente al desamparo capitalista, en la época de la inexistencia del Otro que sumerge al sujeto en el desengaño y la errancia”.
› Por Alejandra Glaze *
El caso de asesinatos escolares más paradigmático, y del que más información se puede encontrar, es el de Dylan Klebold y Eric Harris, quienes entraron en la Columbine High School, estado de Colorado, el 20 de abril de 1999 (día del nacimiento de Hitler), abriendo fuego contra el estudiantado, a las 11.10 de la mañana; asesinaron a 12 alumnos y un profesor e hirieron a 24 personas, para finalmente suicidarse en la biblioteca. En enero de 1998 habían sido detenidos, derivados a psiquiatras y remitidos al programa juvenil de “Diversión” (sic) de la oficina del distrito del Condado de Jefferson, por robar material informático y estrellar un auto, motivo por el cual debieron pagar multas y tomar clases para el “control de la ira” (lo que lo llevó a Harris a escribir en su diario: “Amo mi ira”). Salieron del programa en febrero de 1999, y en abril del mismo año llevaron adelante la matanza de Columbine. Tras ser diagnosticado con un desorden obsesivo compulsivo y depresión, Harris fue medicado con Luvox.
En más de 1000 páginas de diarios de propia mano de los dos jóvenes, a las que se tuvo acceso en 2006, describieron meticulosamente algunos de los preparativos del ataque, y dejan claro que la idea era asesinar entre 600 y 700 personas. Habían dejado bombas instaladas en los estacionamientos de la escuela, para que estallaran a la llegada de la policía y los padres desesperados, pero no funcionaron los dispositivos de tiempo. Harris habla de sus planes de acumular explosivos para “volar medio país”. Dice: “Será como los disturbios de Los Angeles, como el atentado de Oklahoma, como la Segunda Guerra Mundial y Vietnam, todo mezclado... Quiero dejar mi huella en el mundo”. Y agrega: “Una vez que comience nuestro extermino, recuerda que hay probablemente cerca de cien personas como máximo en la escuela a quienes no quiero matar, el resto debe morir (...) A las seis de la mañana: reunión, a las 10.30: prepararse, a las 11: alistarse, y a las 11.16: divertirse”.
Pero hay muchos otros casos. Uno de ellos es el de Jeff Weise, de 16 años, quien vivía en Red Lake, un pueblo pobre y marginado, en una reservación indígena. Su padre se había suicidado cuatro años antes y su madre se encontraba internada por un accidente automovilístico con severos daños neurológicos. Ya había intentado suicidarse luego de la muerte del padre, y vivía con su abuelo y la mujer de éste. Estaba medicado con Prozac hacía tiempo, y dos semanas antes del ataque había sido redoblada la dosis. Participaba en los foros de Internet referidos al nazismo, identificándose como naziindígena: “Nada me hace reír tanto como las ovejas en el rebaño”, o bien, “Sólo sabes lo que los libros y las masas sin cerebro te cuentan”, respondiendo a un participante que discrepaba con la ideología de la ultraderecha. Este adolescente mató a nueve personas antes de suicidarse: sus abuelos, un guardia de seguridad de la escuela –para poder pasar por el arco de detección de metales–, una maestra y cinco alumnos. Se creía más inteligente y más “abierto de mente” que los demás: “Está muy bien que hayas tomado el camino que tus vulgares amigos desprecian, tener la mente abierta siempre es un plus”, decía a otro internauta. “La gente está tan desinformada, es tan ignorante y tiene la mente tan estrecha que esto convierte tu existencia en un infierno en vida.” Varios alumnos escucharon y vieron cuando le decía a una alumna riendo: “¿Crees en Dios?”, disparando para todos lados.
El 16 de abril de 2007, ocurrió la llamada “masacre de Virginia Tech”. Murieron 33 personas y 29 resultaron heridas. Se trataba de Cho Seung-Hui, de 23 años, un estudiante surcoreano de literatura inglesa, que finalmente se suicidó. Durante las dos horas entre un tiroteo y otro, el asesino envió una encomienda postal a NBC Noticias, donde iba un manifiesto, fotos y videos expresando su odio y resentimiento hacia la sociedad en general, y allí decía: “No tenía que hacer esto. Pude haberme ido. Pude haber desaparecido. Pero no, no escaparé más. No es propio de mí. Por mis niños, por mis hermanos y hermanas que ustedes jodieron, lo hice por ellos... Cuando llegó el momento, lo hice. Tuve que hacerlo”. Hablando directamente a la cámara, dice: “Tuvieron 100 billones de oportunidades y formas para evitar (lo de) hoy. Pero decidieron derramar mi sangre”. Este joven también estaba medicado con Prozac desde hacía un tiempo.
Estos son sólo algunos de los casos.
La pregunta que se impone es cómo articular aquello que aparece desarticulado, un sinsentido, un horror absoluto en el marco de lo social como lo imposible de representar. En esa pregunta e intentando arribar a alguna hipótesis, encontramos una ficción: Kevin, de Lionel Shriver (Anagrama, 2008), que escribió esta novela, como ella misma dijo en un reportaje, “buscando razones para reafirmar su decisión de no tener hijos”. El argumento se puede contar sencillamente: una madre escribe cartas a su marido, un par de años después que el hijo de ambos llevara a cabo una matanza escolar para terminar en un instituto correccional para menores de los EE.UU. Son 600 páginas sobre la devastación del cinismo. Un ejemplo: “Somos, simplemente, versiones cada vez más grandes y más codiciosas del mismo individuo que come, caga y folla, y nos tomamos infinitas molestias para disimular delante de todo el mundo, incluso de un niño de tres años, que casi todo lo que hacemos se reduce a comer, cagar y follar. El secreto es que no hay ningún secreto. Eso es lo que realmente deseamos ocultar a nuestros hijos, y esa ocultación es la verdadera conspiración de los adultos, el pacto que mantenemos, el Talmud que tratamos de proteger”.
La de Eva es la historia de una madre que a los 40 años decide tener un hijo al percatarse de la posibilidad de la muerte de su marido y la suya propia, recorrido donde se encuentra con que nada coincide con los clichés escuchados sobre la maternidad: “(Kevin) ya debía de haberse dado cuenta con anterioridad de que yo tenía vida propia, pues, si no, no se habría dedicado a destrozarla con tanta deliberación. Y ahora debe de haber comprendido, además, que tengo voluntad propia: que escogí tener un hijo y que tenía otras aspiraciones que su llegada truncó. Esa intuición suya estaba tan en desacuerdo con la ‘deficiencia de empatía’ que le habían diagnosticado que consideré que merecía una respuesta sincera de mi parte”. Y es así que en una áspera conversación con su hijo, ya en el penal, le dice: “...¿Te querrías tú a ti? ¡Si hay justicia en este mundo, algún día te despertarás contigo en una cuna al lado de tu cama!”.
Rechazo, esa es la palabra que uno puede entrever a lo largo de todo el libro. Rechazo de Eva hacia su hijo para alojarlo en algún deseo, rechazo de la castración en Kevin, que lo aliena a un punto de absoluta devoción, paradójico, que conduce a un acto que se demuestra como único modo de separación y que la lleva a decir respecto de su hijo: “¿Remordimiento?... ¿Qué podría lamentar?... Ahora es alguien, ¿no? Y se ha encontrado a sí mismo, como se decía en mis tiempos. No tiene que inquietarse por si es un bicho raro o un chalado por la informática, un empollón, un atleta o un ganso. Tampoco tiene que preocuparse por si es gay: es un asesino. Lo cual resulta maravillosamente ambiguo. Y, lo mejor de todo: se ha librado de mí”. Y por otro lado asegura: “Esa idea de ser su propia obra de arte es muy americana...”.
Lo que se evidencia es que no estamos en la época del malestar freudiano, sino en la de la impasse que desecha la solución victoriana de la ética de las virtudes, solidaria del superyó que hizo existir lo prohibido, el deber y la culpa, y su correlato de un Otro consistente. Hoy se trata del superyó que ordena gozar, y que en vez de dejar al sujeto confrontado a ese Otro, lo confronta al objeto y al plus de goce. Eva dice: “En un país que no distingue entre fama e infamia, ésta parece mucho más asequible”.
Habría que pensar si estos hechos pueden enmarcarse en la “adolescencia”, o más bien extenderse al plano de la subjetividad. La epifanía es un concepto griego que da cuenta de una manifestación divina (algo similar al “entusiasmo”), “desorganizada” y no formalizable; y en un sentido retórico es la manifestación del ser. Pero a Lacan la epifanía le sirve de referencia para hablar del encuentro con lo real. Son “pedazos de real” no ligados que aparecen por puntas, por cabos sueltos, definiendo así a un goce opaco de sentido, el goce del sinthome, Joyce disfrutando de su escritura como creación, un goce sin Otro, que no intenta satisfacerlo otorgando sentido. Lacan sostiene que se caracterizan por la consecuencia resultante del error en el nudo, por el hecho de que el inconsciente está ligado a lo real, y es así que J. Aubert la define también como un desdoblamiento de la experiencia: un lado poético y un lado realista, que liquida lo poético, describiendo de ese modo una falla en el mundo, en la conexión entre inconsciente y real.
No hacer existir ningún Otro es un retorno a la irresponsabilidad y, por otro lado, sostenemos que hay síntoma cuando no hay asentimiento del sujeto a su propio goce. Qué podemos decir sobre aquellos que van a la búsqueda (comandados por el discurso de la época) del goce que sería el adecuado. Qué pensamos acerca de aquellos que justamente se definen por su propio goce, que ésa es la marca indeleble con la que quieren dejar su huella en el mundo. Y lo dicen... y llevan a cabo un acto que inapelablemente los ubica en ese lugar... asumiendo una absoluta responsabilidad, lo que no implica la culpa. ¿De qué responsabilidad se trata? Una hipótesis: responsabilidad que surge del consentimiento a la exclusión del terreno de la sociedad de los débiles, del engaño, para situarse en el desengaño en relación al significante, lo que los define, para el psicoanálisis, como “los desengañados que se engañan”, aquellos que van en busca de la verdad, obviando que ésta tiene estructura de ficción, y, en ese camino, sólo se encuentran con el goce que define el ser del sujeto por fuera de la dialéctica neurótica de la justificación del ser, del deseo.
J. A. Miller sostiene que “los síntomas de la civilización deben primero descifrarse en los Estados Unidos”. La civilización es el sistema de distribución del goce a partir del semblante, pero hoy es la civilización la que de la mano de la ciencia deja al sujeto frente a la Hilfosigkeit (desamparo) capitalista, una hegemonía que la globalización reproduce y donde más claramente aparece la cuestión de la época de la inexistencia del Otro, que sumerge al sujeto en el desengaño y la errancia, con la cuota de incredulidad respecto del padre. Mientras que para Freud un sistema filosófico es una paranoia lograda, para Lacan lo es la ciencia moderna, ya que en su pretensión de saber forcluye al sujeto que la crea, dejando fuera el deseo del que se trata. Es así que se puede pensar estos actos asesinos como el alojamiento en lo que parece la única nominación posible frente a la imposibilidad de hacerlo en relación a un deseo, que se presenta como inlocalizable en la estructura, que sólo es posible por el reconocimiento del Otro, el primer objeto, como una exigencia de amor que establece un lazo primero.
Tanto Harris como Klebold describieron el “no caber dentro”, y “no ser aceptados”, pero esto iba en sincronía con lo que llaman la “timidez” y sus ideas de superioridad. Se armaron contra todas las personas que encontraron ofensivas (los atletas, las muchachas que dijeron no, otros marginados o cualquiera que pensaban que no los aceptaba). En una de las cintas grabadas, se reían acerca de lo fácil que era hacer que la otra gente crea lo que ellos querían. Hablaban de cuán “desarrollados” eran, de cómo se consideraban “sobrehumanos”, sobre la rabia y la cólera que había aumentado por años y que destruiría el mundo. A tono con la política americana, mencionan con indiferencia que algunos de sus amigos podrían morir y que sus familias quedarían devastadas, pero lo justificaban diciendo: “La guerra es la guerra”.
Los padres de Klebold y de Harris son de clase media alta y universitarios, incluso los Klebold le dieron su nombre por Dylan Thomas. En un reportaje realizado hace pocos meses en el New York Times, ven a su hijo como un perseguido por sus compañeros, arrastrado por Harris. Describen el día de los hechos como un “desastre natural”, como un “huracán”. Ella dice: “Yo no he hecho ninguna cosa por la cual necesite ser perdonada”. Culpan a lo que llaman la “cultura tóxica” de la escuela (la adoración de los atletas y una cultura tiránica). Su padre termina diciendo: “Yo soy una persona cuantitativa, soy astrofísico, no estoy calificado para entender esto”. Es evidente que este padre encarna el discurso de la ciencia y que no hay ninguna posibilidad que se formulen alguna pregunta respecto del acto de su hijo, ni siquiera en la dimensión de la pérdida del mismo. Es justamente Klebold quien escribe en su diario: “Es un hecho: la gente es tan inconsciente... Bien, yo creo que la ignorancia es una dicha... Eso explica mi depresión”.
Todos estos jóvenes se definen como parias, como rechazados, desclasados, descastados, como viviendo en un mundo paralelo y exigiendo la verdad, en lo que podríamos llamar una posición de objeción al para todos capitalista. Klebold escribió: “Lo juro, soy como un paria, y cada uno de ustedes está conspirando contra mí”. Es así que esto es retomado por el discurso social, policial y educativo, que hablan incluso del bullying escolar para referirse al maltrato, opresión y humillación que se da entre adolescentes y niños, a la “venganza de los rechazados”, donde se trata siempre de víctimas y victimarios, llevando la cuestión al plano ingenuo de pensar que los hechos hasta aquí narrados son efecto del maltrato al que estos supuestos “rechazados” fueron expuestos. Así pasan a ser culpables los atletas, los populares, los “adaptados” al sistema.
Si el Otro no existe, el Otro como punto de basta no existe, ocupando su lugar el discurso como principio de lazo social, y es así que se reemplazan las relaciones verticales por las relaciones horizontales, pero esto es evidente que falla, cuando lo que define la posición de esos jóvenes asesinos es la negativa a soportar semejantes y constituir una especie. Es así que son los otros, en serie, y ya no uno determinado, los que deben morir, como modo de marcar la diferencia absoluta. Es la comparación que plantea Jacques-Alain Miller entre el crimen por utilidad (podríamos decir, ligado a algún tipo de lazo) y el crimen por goce, donde se pierde la brújula del Otro, un rechazo de la castración originario, reduplicado en el discurso de la época.
Pero el rechazo del que se trata en estos casos es algo más fundamental y constitutivo, un rechazo anclado en su propia constitución subjetiva, que los ubica como sujetos por fuera del lazo social, y donde lo que prevalece es el “boquete abierto en lo imaginario por todo rechazo (Verwerfung) de los mandamientos de la palabra” (J. Lacan, “Variantes de la cura tipo”). Si el Otro no existe, no hay sutura posible entre el significante y el significado, ni correspondencia al referente. Se va a tratar entonces de una palabra que engaña siempre, y es solo semblante. Es decir, estamos frente a un rechazo en lo real: un no ha lugar a la castración, y, por lo cual, se produce la exclusión de la dialéctica del deseo.
Pero justamente, es de un rechazo de donde lo real toma existencia como respuesta a la demanda. No hay otra verdad que la que el deseo esconde con su falta, “para hacer como quien no quiere la cosa con lo que encuentra”, cómo arreglárselas con el goce que no tiene nombre. De últimas, sabemos que la psicosis es el fracaso del semblante, y que sólo hay deseo si algo de la falta circula y se inscribe de alguna manera. Pero en nuestra época, el sujeto ha quedado en relación con el objeto del deseo, el goce, que supone una cierta indiferenciación del objeto y su numeración, abriéndose así el camino a la serie.
Es el odio que viene a negar el ser del Otro, que al no poder encarnarse en un Otro consistente, se distribuye en la humanidad, el Otro al que hay que destruir es el mundo, dispersión donde entonces ya se trata de los pares, de la especie, no localizando un Otro persecutorio, y armando lo que podríamos llamar un delirio poco consistente que no lo sostiene como lazo, dejando al sujeto frente al goce, ya que lo que se evidencia en la persecución es el vacío de subjetividad, el vacío de la referencia, que funda la posibilidad del delirio de cada uno.
Lo que constituye el mecanismo fundamental de la paranoia es esencialmente el rechazo de cierto apoyo en el orden simbólico, rechazo de la castración que se manifiesta como delirio del pensamiento. Y en última instancia, del rechazo de la violencia del deseo como deseo del Otro, que somete al sujeto a la dialéctica de asimilación o de incorporación, o de rechazo. Eva dice de su hijo: “Los niños deben encontrar inquietante un deseo tan profundo, y Kevin siempre traducía su inquietud en desprecio”. O bien: “...puesto que deseara lo que deseara, yo se lo podía negar, la ausencia de cualquier deseo sería para él una especie de garantía de que no podría imponerle mi autoridad”.
Podríamos decir, provocativamente: “No hay síntoma, hay responsabilidad, hay certeza, hay acto”, acto que se presenta como un atravesamiento de una barrera infranqueable, como una forma de acceso a un goce imposible, que fija un tratamiento del objeto, pero del lado de la separación, donde ya no es representado por un significante. En octubre de 1998 (7 meses antes), Harris había escrito: “¡Es mi culpa! No de mis padres, ni de mis hermanos, ni de mis amigos, ni de mis bandas favoritas, ni de los juegos de ordenador, ni de los medios, es solo mía”. Agrega: “Estoy lleno de odio y lo amo”, y en diciembre de 1998 sostuvo que él hubiese sido un buen infante de marina: “Eso me habría dado una razón para ser bueno”. Y además: “¿Ustedes saben que los odio? ¡...Humanidad!!!! ... mataré a todos...”; “Yo soy la ley, y si ustedes no están a gusto con eso, mueren”.
Los términos “impostura”, “engaño”, “estafa”, “canallada”, “impropiedad”, “cinismo”, definen ese terreno donde no se puede soportar el semblante, donde el Ungleuben, la no-creencia, deja de lado el término de la creencia en el que se muestra la división del sujeto, ya que no hay saber que no se eleve sobre un fondo de ignorancia. La creencia es semblante en acto, es decir, en términos freudianos, crea la realidad del sujeto, dándole un argumento consistente para sostenerse en el mundo a través del sentido. Pero si es la impostura lo que manda, esa creencia no funciona como semblante, ¿qué queda para el acto? ¿Cuál es su lugar entonces cuando decimos que la certeza del acto anula la indeterminación del sujeto?
Eva dice de su hijo: “Kevin no se burlaba de la inutilidad de nuestros tabúes, sino de la propia sustancia de éstos. ¿Y qué hay de su actitud hacia el sexo? ...El sexo es una lata (...) Es como las piezas de aquella caja de herramientas de juguetes que Kevin desdeñaba de niño: la clavija redonda encaja en el agujero redondo. El secreto es que no hay ningún secreto (...) supongo que no tardó en darse cuenta de su carácter ilusorio”. Eva es una buena representante del pragmatismo americano, y no deja de ironizar acerca del “americanismo” de su marido, un buen representante de la “sociedad de los débiles”, cuyo apellido ella no permite que sea el de su hijo, por considerarlo grosero y “terriblemente americano”.
Tal vez debamos entender estos actos como la posibilidad de encuentro (o búsqueda) con un objeto vacío de subjetividad, con un otro objetalizado, sin deseo. O como dice Eva por primera vez angustiada, al final de la novela, en el momento en que Kevin le entrega lo que parece su único objeto de interés y resto del único ser por el que Eva parecía sentir amor: “No ocurre con frecuencia que, cuando miras un objeto, éste te mire a su vez”. Dejamos esto como enigma. Es a través de la ficción de la novela que se enterarán de qué objeto se trata.
* Directora de Virtualia, revista digital de la Escuela de la Orientación Lacaniana (EOL). El texto forma parte de una investigación en conjunto con Silvia Bermúdez, y se incluirá en Púberes y adolescentes. Estudios Lacanianos, de próxima aparición (ed. Grama).
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