PSICOLOGíA › SIMONE WEIL Y “EL CARáCTER MORAL DE LA ANOREXIA”
A cien años del nacimiento de la pensadora, militante y mística Simone Weil –quien murió en Londres, tuberculosa, durante la Segunda Guerra Mundial, negándose a comer más que la ración permitida en la Francia ocupada–, su historia sugiere factores que podrían examinarse en la anorexia.
› Por Luciana Micaela Ramos *
“Imposible heroína cuando para nosotros la vida real no ofrece modelo alguno. Pero querida intérprete de nuestro malestar. Querida acompañante cuando reflexionamos sobre lo que comemos cuando hay tantos sin pan; simple mente que no necesita reflexionar sobre la posibilidad de renunciar a la reflexión.”
Claudio Martyniuk,
Wittgenstenianas.
Filosofía, arte y política.
“Me intrigaba a causa de su gran fama de inteligencia y por su extraña vestimenta; deambulaba por los corredores de la Sorbona, escoltada por un grupo de ex alumnos de Alain; llevaba siempre en un bolsillo de su chaqueta un número de Libres propos y en otro un número de L’Humanité. Una gran hambre acababa de asolar a China y me habían contado que al enterarse de esta noticia se había echado a llorar: esas lágrimas forzaron mi respeto aun más que sus dones filosóficos. Yo envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero. Un día logré acercarme a ella. Ya no sé cómo se inició la conversación; declaró en tono cortante que una sola cosa contaba hoy sobre la tierra: la Revolución que daría de comer a todo el mundo. Respondí de manera no menos perentoria que el problema no era hacer la felicidad de los hombres, sino encontrar un sentido a su existencia. Me miró de hito en hito: ‘Se ve que usted nunca ha tenido hambre’, dijo. Nuestras relaciones se detuvieron ahí. Comprendí que me había catalogado: ‘Una burguesita espiritualista’.”
Simone de Beauvoir,
Memorias de una joven formal.
Simone Weil, francesa de origen judío, de familia educada, agnóstica y burguesa. Fue profesora de filosofía, pacifista, militante sindical, defensora de los desheredados, obrera fabril, partidaria del Frente Popular durante la Guerra Civil española, campesina; más adelante, Simone Weil fue “tomada por Cristo” y fue entonces mística. Inclasificable, desconcertante, irritante, fascinante Simone, que siempre buscó la gracia divina, la belleza y justicia, reconociendo el dolor del otro, intentando desatar el nudo de la opresión y la desgracia.
Vivió su vida zambulléndose con una inusitada intensidad en los acontecimientos de su época. Afligiéndose y luchando junto a los vencidos, colocándose como sufriente en primera persona, un corazón “capaz de latir a través del universo entero”, escribió.
Mientras millones de refugiados anhelaban escapar de Europa, de salvar sus vidas, ella decidió dejar a su familia en la cómoda Nueva York para cruzar de vuelta el océano rumbo a Inglaterra, solicitando a sus contactos en la Resistencia misiones suicidas.
Murió en 1943, a los treinta y cuatro años, en un sanatorio de Ashford, lejos de su familia y amigos. Pese a los esfuerzos médicos por curarla, se rehusó a ser alimentada de la forma que se pretendía en los enfermos de tuberculosis. Anorexia voluntaria, trastornos alimenticios, un suicidio, como señalaron sus médicos.
Pero ¿qué diferencia a la joven adulta, que se negó a comer más de lo que figuraba en las cartillas de racionamiento de la Francia ocupada, de la niña de cinco años que rehusaba su porción de azúcar con la ilusión de enviarla a los soldados que luchaban por Francia?
Cualquiera que lea sus escritos de Londres y sus últimas cartas políticas, probablemente piense que son las palabras y los deseos de una suicida. En el último año de su vida anheló con vehemencia una posición peligrosa en la clandestinidad y anunció varias veces que el riesgo personal no sólo no sería un obstáculo para ella, sino que era incluso algo deseado. En una carta dirigida a su amigo y condiscípulo Maurice Schumann, que trabajaba con De Gaulle en los cuarteles de Francia Libre, le solicita una participación activa en la Resistencia en estos términos: “Aceptaría cualquier tarea provisional en cualquier lugar (...) Sólo que si se tratara de una función que no comportara un grado elevado de sufrimiento y peligro, no podría aceptarla más que a título provisional; de no ser así, la misma tristeza que me consume en Nueva York me consumiría en Londres y me paralizaría. Es una desgracia tener este carácter” (Weil, S., Escritos de Londres). Hasta que ingresó al hospital en 1943, tuvo la esperanza de que sería enviada a una misión riesgosa, lo cual nunca ocurrió. En su lugar, se le asignó una tarea de carácter intelectual, y si bien escribió con frenesí durante los últimos meses, se sintió frustrada.
Delgada hasta los huesos y físicamente debilitada, le fue diagnosticada la tuberculosis, con la prescripción médica de nutrirse y reposar, pero la tozudez de Weil fue imposible de quebrantar.
¿Por qué decidió racionar su ingesta cuando sabía que eso la podía matar? ¿Por qué no dejó de comer en absoluto? Tardó aproximadamente cinco meses en morir. Si hubiera tenido un afán de inanición, lo hubiera conseguido mucho antes. Comía, pero no lo suficiente y ésa era la preocupación que le transmitían los médicos que la atendían.
Su amiga y biógrafa Simone Pétrement escribió que era posible que hubiera exagerado la privación de alimentos en solidaridad con sus compatriotas franceses en la ocupación nazi. También señaló que “al llegar a Nueva York les dijo a sus padres: ‘No voy a comer más que en Marsella’”. En alusión a esta anécdota, el biógrafo Robert Coles (Simone Weil, Gedisa Editorial, Barcelona, 1999) se pregunta “por qué una mujer que entonces tenía treinta y dos años, capaz de una autosuficiencia tan impresionante como pensadora y de ser una solitaria tan orgullosa en la política, haría semejante confesión a sus padres”.
Esa dependencia de sus padres, en contraposición con su feroz autonomía intelectual, argumentativa, queda plasmada en las últimas cartas que le envía a su madre. Además de escribir sobre las cuestiones de rigor en un contexto de guerra, en las cartas siempre hay menciones del tipo: “Como bien”. Por ejemplo, en la carta del 15 de junio de 1943, ya diagnosticada de tuberculosis y luchando con sus médicos por la comida, escribió a su madre: “No os preocupéis de nada. Ni de mi alimentación. Os doy mi palabra de que como regularmente y de manera que a vosotros mismos os parecería bien...” (Escritos de Londres).
Su firmeza en la decisión de no comer abundantemente en el sanatorio era perfectamente coherente con toda una vida de austeridad alimentaria, pero no obstante ello, su muerte no puede dejar de leerse como un suicidio.
“¿Se puede ser consciente de morir?”, escribía Weil en su cuaderno en 1941, haciendo alusión al Testamento español de Arthur Koestler. “¿Crece con la proximidad de la muerte la incredulidad hacia ella?” (Cuadernos. Editorial Trotta, Madrid, 2001).
Dice el Evangelio de San Juan: “Yo soy el pan de vida. Sus antepasados comieron el maná en el desierto, pero murieron: aquí tienen el pan que baja del cielo, para que lo coman y ya no mueran. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne, y lo daré para la vida del mundo”. Los judíos discutían entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a comer carne?” Jesús les dijo: “En verdad les digo que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre vive de vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que es vida, me envió y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo. Pero no como el de vuestros antepasados, que comieron y después murieron. El que coma este pan vivirá para siempre”. Y en esta misma tesitura lo concibió Simone Weil: “La religión es una forma de alimento”, afirma en Formas de amor implícito a Dios.
Así también, en su ensayo “Desapego” (publicado como parte del póstumo La gravedad y la gracia), ella revisa dos maneras de renunciar a los bienes materiales; “Privarse de ellos en aras de un bien espiritual” y “concebirlos y tenerlos por condiciones de bienes espirituales (ejemplo: el hambre, el cansancio y la humillación ofuscan la inteligencia y entorpecen la meditación), y con todo renunciar a ellos”. Prosigue: “Sólo esta segunda clase de renuncia es desnudez espiritual (...) Renunciar a todo cuanto no sea la gracia, y no desear la gracia”.
Al respecto escribe Robert Coles: “Este giro dialéctico es implacable en su tenacidad. En su intento oscuramente formal de ‘descreación’, Simone Weil se esfuerza por ‘pasar a lo increado’, anuncia que ‘sólo poseemos aquello a lo que renunciamos’; suplica que ‘Dios le conceda que no pueda llegar a nada’; explica que ‘no debemos llegar a nada, debemos descender al nivel vegetal; sólo entonces Dios se convierte en pan’. Presumiblemente, en ese punto Simone Weil hubiera podido, por lo menos, comer, pero hubiera dejado de ser Simone Weil”.
“Unicamente lo más elevado tiene derecho a ser saciado”, escribió Weil en “Ilusiones” (La gravedad y la gracia). Ella dejaba traslucir en muchas cartas y escritos una gran dureza con respecto a las infracciones morales que cometemos los seres humanos; a veces esa exigencia mutaba en una suerte de aburrimiento (e inclusive indulgencia) hacia esas mismas “faltas”. Su conciencia procuraba un absolutismo radical, sin correlato en el mundo “terrenal”. Siguiendo sus notas y escritos, no es de extrañar que una vida cómoda con sus padres le resultara tan “moralmente insoportable” –escribe– y que fuera preferible cualquier flagelo en su lugar. Como señala Robert Coles, “un ello enfrentado con semejante superyó encontraría prohibida cualquier vida cotidiana”. Y probablemente la comida era parte de esa cotidianeidad insoportable.
En La gravedad y la gracia, Weil escribe: “El hombre tiene en el exterior la fuente de la energía moral, como ocurre con su energía física (alimento, respiración). Como normalmente la encuentra, le parece que –igual que en el ámbito de lo físico– su ser lleva en sí el principio de su conservación. Sólo la privación hace que se sienta la necesidad. Por eso, en caso de privación no puede dejar de orientarse hacia algo que sea comestible. Un único remedio para ello: una clorofila que permitiera alimentarse de luz. (...) No juzgar. Todos los defectos son iguales. No hay más que un defecto: carecer de la facultad de alimentarse de luz. Puesto que, abolida esa facultad, todos los defectos son posibles”. En otro ensayo del mismo libro, va aún más allá: “La carne es peligrosa en la medida en que se niega a amar a Dios, pero también en la medida en que se entromete indiscretamente en ese acto de amarle”.
Simone Weil nos recuerda a los gnósticos de la antigüedad, y si hiciéramos una revisión más extensa de su obra religiosa, con más razón la podríamos insertar en este campo. El gnosticismo es una rama heterodoxa del cristianismo primitivo, según la cual los iniciados no se salvan por la fe en el perdón gracias al sacrificio de Cristo, sino que lo hacen mediante la gnosis, o conocimiento introspectivo de lo divino, que es un conocimiento superior a la fe. Es una creencia dualista: el bien frente al mal, el espíritu frente a la materia, el alma frente al cuerpo. En esta dualidad la podemos hallar a Simone Weil, y quizás allí podamos entender el porqué de esas contradicciones que muchos le han reprochado.
Lucrecia Rovaletti (“La ascética y la anorexia mental”, en Revista de Pensamiento: Relaciones, 2001) señala que “el gnóstico se encuentra en una situación altamente paradojal, ya que confiesa sin reserva su pertenencia al mundo mientras por otra parte la niega. Del mismo modo expresa una constante acusación y una incesante protesta de inocencia. La fórmula inicial ‘Yo estoy en el mundo, pero yo no soy del mundo’, es la fórmula fundamental que define tan extraña relación”.
Esta disociación entre la vida en la tierra y un “verdadero destino ultramundano” es lo que genera esa extranjeridad, esa sensación de ser una rara avis en todos los ámbitos, esa actitud de trascendencia de los estratos más cotidianos para todos.
Dice Rovaletti: “Más aún, el menosprecio del mundo es tan radical que lo lleva también a desconfiar de la psique mundana, para buscar ser un pneuma, puro espíritu. La psique será la envoltura terrena del pneumaespíritu. Recordemos aquí la metáfora de Ireneo de Lyon, para quien el espíritu en la psique es como el oro en el barro: el elemento espiritual es imposible que se corrompa, así como el oro no puede ensuciarse con el barro. De este modo puede existir una contigüidad entre la pureza (pneuma) y la impureza (cuerpomundo) sin que pueda dar lugar a suciedad alguna”.
¿Será que Simone Weil borraba de su cuerpo la huella del apetito humano, mundano? Aquí abajo, una extranjera en el exilio. Como Ulises despertando en un país desconocido, deseando su patria (Itaca, Dios) con un dolor desgarrador.
* Becaria doctoral en el Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
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