PSICOLOGíA › DISCUSIóN DE “LA SUBJETIVIDAD DE NUESTRO TIEMPO”
“Hay que poner en revisión el diagnóstico de la subjetividad de nuestro tiempo –sostiene el autor–. No creo que todavía podamos hablar de neurosis: acertaríamos más si ubicáramos en el tejido social de nuestra época el predominio de formas narcisistas y perversas.”
› Por Luis Vicente Miguelez *
“Incapaces de atrapar
el tiempo por la cola,
persiguen el suyo propio, girando ciegamente en
un solo momento
que abarca toda su vida.
¿Cuánto puede contener,
pues, un momento?”
John Berger
He tomado la cita del libro Un hombre afortunado, donde John Berger realiza una profunda y sentida narración de la vida de un médico rural y del lazo que lo une a la pequeña comunidad en la que ejerce su profesión. Este texto constituye a mi modo de ver un lúcido ensayo sobre el oficio de curar. La manera en que este médico aborda la consulta pone de relieve lo que generalmente ésta evade. Berger comenta que se percibe en él la voluntad férrea del hombre que intenta reconocer al otro, y, aunque a veces fracase, se lo considera un buen médico porque, sobre todo, satisface las tácitas expectativas de fraternidad del enfermo. A lo que se está refiriendo no es, por supuesto, a que se comporte como un hermano real: lo que se le pide implícitamente al médico es que reconozca a su paciente con la certeza de un hermano ideal.
Berger reflexiona sobre un aspecto que excede el dominio de la medicina propiamente y entra en el terreno más amplio de lo clínico. Dice que Sassall, que es el nombre del protagonista, hace algo más que tratarlos cuando están enfermos: es el testigo objetivo de sus vidas. Sassall no es el árbitro último de sus litigios. Le cabe una denominación más humilde: la de archivero, el archivero de su historia. Lo que Sassall archive, sigue relatando Berger, nunca se elevará a una instancia superior: sencillamente mantiene los archivos para que ellos mismos puedan consultarlos.
Manera, a mi entender, sutil y perspicaz de hablar sobre el quehacer clínico. Archivero de la historia es una metáfora que ilumina el lugar reservado al psicoanalista, desde el cual se generan las interpretaciones más logradas, las que no se sostienen en lo sabido sino en lo verdadero que surge del decir sobre lo dicho.
Si he tomado como punto de partida estas reflexiones es porque considero que en nuestra época escasea, por no decir que se va perdiendo irremediablemente, este vínculo con el otro. Expectativas de fraternidad y reconocimiento son, hoy día, más bien asuntos de alguna reflexión filosófica que de la práctica cotidiana.
Pareciera que nuestra época quisiera aferrarse a ese no-tiempo, hacer de él un ideal de vida, donde, mientras todo simula ocurrir a altas velocidades, el tiempo verdaderamente no transcurre y se experimenta una especie de sucesión eternizada sin acontecer.
Se nos ofrece habitar ese notiempo de la imagen perpetuada, exasperada hasta el extremo de su enrarecimiento. El sujeto del siglo XXI estaría bien dispuesto a dejarse acondicionar por una batería de píldoras, implantes y emparches, que se le prometen como amortiguación tecnológica al impacto del vivir, del transcurrir temporal de la existencia.
Considero que, en estos tiempos que nos tocan vivir, un nuevo objeto viene a ocupar el lugar vacío del ideal del yo, distinto de aquellos que anunció Freud: ni el hipnotizador, ni el líder, ni el amado, sino el cuerpo bello y eternamente joven, exhibido a la contemplación del gran ojo social.
El ideal de nuestra época se ha vuelto esencialmente visual, con tal énfasis que está dejando de ser escópico para volverse pornográfico. Una imagen simultáneamente venerada y sustituida prontamente, es decir eternamente descartable, suplanta hoy la producción de relatos, de narración y de historia.
No hace mucho, alguien podía anunciar y saludar el fin de los grandes relatos de la historia, aquellos que, habiendo perdido supuestamente su potencial utópico, encadenaban el existir y el goce del cuerpo a ideales que se fueron convirtiendo en pesados lastres para la vida y para la economía del placer. Me refiero al optimismo posmoderno, que duró unos pocos años; esa esperanza fallida de dar libertad al cuerpo que se suponía, no del todo equivocadamente, prisionero en la cárcel del alma.
Pero, a contramano de lo esperado, de la ilusión de la entronización del deseo y de una vida menos gravosa, encontramos que, junto al culto a la imagen del cuerpo, proliferó la ortopedia farmacológica del bienestar y la pornografía mediática, donde el placer por la actividad compartida fue reemplazado por la orfandad del espejo.
La fábula del Narciso de nuestro tiempo queda bien ilustrada por la vuelta de tuerca que Oscar Wilde hace del mito (citado por Emilio Rodrigué en Gigante por su propia naturaleza):
Narciso era un hermoso joven que todos los días contemplaba su belleza reflejada en el lago. Estaba tan fascinado por su imagen que un día cayó en el lago y murió ahogado. En ese lugar surgió una flor que lleva su nombre. Oscar Wilde dice que, cuando Narciso murió, las flores silvestres se sintieron desconsoladas y le pidieron al lago algunas gotas de agua para llorar por él.
–¡Oh! –exclamó el lago–. Si todas mis gotas de agua fuesen lágrimas, yo no tendría suficientes lágrimas para llorar a Narciso.
–No nos sorprende que llores por Narciso –respondieron las flores silvestres–. El era tan hermoso.
–¿Pero Narciso era bello? –preguntó el lago.
–¿Quién mejor que tú podría saberlo? –exclamaron las flores, sorprendidas–. Era sobre tu margen que él se contemplaba todos los días.
El lago permaneció en silencio por algún tiempo. Por fin dijo:
–Lloro por Narciso pero jamás noté que Narciso fuese bello. Lloro porque todas las veces que él se inclinaba sobre mis márgenes yo podía, en el fondo de sus ojos, ver mi propia belleza reflejada.
Como se puede observar, en esta dimensión del amor, que no es ajena a la de cierta clínica, cada uno cuenta como espejo para el otro. La reciprocidad amorosa no sería más que la de dos espejos enfrentados, destinados a reproducir hasta el infinito la imagen idealizada de uno mismo.
Dioniso era un dios griego diferente. Era el que figuraba al otro, al extranjero. Era el vagabundo, el errante, el viajero que llega a la ciudad de Tebas viniendo de lejos; vuelve a su lugar natal buscando ser aceptado, acogido, queriendo encontrar ahí un lugar de culto para él, pero choca con la incomprensión de una ciudad que no supo establecer un vínculo entre el país y los extranjeros, ni entre los sedentarios y los viajeros, ni entre la identidad consigo mismo y el distinto, el otro. Y cuentan que, entonces, los que rechazaban a lo diferente, los que rechazaban a aquello que podía servirles, que podía convidarlos a echar una mirada distinta sobre ellos mismos, los campeones de la identidad como inmutable, los convencidos de su superioridad, caen en actos de barbarie y de salvajismo: en la monstruosidad, la alteridad absoluta. Pierre Vernant comenta esto con una frase que me parece iluminadora para pensar la hora actual, para entender nuestra cotidianidad: “El horror se proyecta en el rostro de quien no ha sabido hacerle lugar al otro”. Cuando un grupo humano no acepta al otro, se vuelve extraño para sí.
La mirada es una de las formas principales en las que el otro se hace presente. Estamos bajo la mirada del otro y ponemos al otro bajo nuestra propia mirada. Hay miradas que acarician, miradas que constituyen espacios y otras que los niegan, que los ocultan. Donde hay miradas de miradas, se produce la atracción de un objeto evanescente, que no alcanzamos a percibir pero que nos anima, nos llama al deseo.
Cuando se descubre la posibilidad de otra mirada, cuando se produce el encuentro, no tanto con el objeto sino con lo que con éste se da a ver, se descorre la pantalla que esconde al mundo. Alberto Giacometti, ese extraordinario artista plástico del siglo pasado, propone despojarse de esa mirada configurada por los modos de ver instituidos, ir más allá de la pantalla que enceguece. Eso lo lleva en su obra a encontrarse con algo que se le hace difícil de representar y con lo que trabaja artísticamente. Es como si hiciese un agujero en la pantalla que recubre al mundo para que nosotros podamos ver y para poder ver él también, o por lo menos vislumbrar, a través de ese agujero que es su obra, algo de lo real.
Cada época, cada sector social, cada grupo humano participan de una mirada dominante que ordena y determina las maneras de ver las cosas del mundo, que da forma peculiar a los datos: la que hoy es dominante es un poco menos lúcida, más escotomizadora de la realidad y más fijada a la pantalla. El hecho artístico y también el acto psicoanalítico, aunque vayan por diferentes carriles, se hermanan en una función que es la de hacer abrir los ojos, no tanto porque nos provean de cosas nuevas, sino porque permiten ver lo distinto, lo alter, en lo conocido, en lo familiar, en uno mismo. Esto abre verdaderamente las puertas a la posibilidad de un lazo con los otros, más allá de la proyección narcisista que hace del semejante y de uno mismo sólo una imagen consumible o descartable.
Es nuestro prójimo quien puede acercar, a través del excedente que porta su mirar, el descubrimiento jubiloso de que no somos solamente una imagen reflejada en el espejo, y también aquello que ni la fotografía, ni el espejo, ni ningún otro artilugio tecnológico pueden mostrar: que mis ojos, al mirar los ojos de un otro, pueden encontrar, más allá del reflejo de uno mismo, mundos distintos.
Freud, cerca del final de Malestar en la cultura, se pregunta si estaría justificado diagnosticar que muchas culturas, aun la humanidad toda, ha devenido neurótica bajo el influjo de las aspiraciones culturales, es decir, ideales convertidos en mandatos superyoicos, al estilo de: “deberás amar a tu prójimo como a ti mismo”. Hoy, hay que poner en revisión el diagnóstico de la subjetividad de nuestro tiempo. No creo que todavía podamos hablar de neurosis: acertaríamos más si ubicáramos en el tejido social de nuestra época el predominio de formas narcisistas y perversas, en el sentido de un pacto fundado más en la desmentida de lo real que en la desmesura de la exigencia del ideal, y más en la supresión del otro como semejante que en el reconocimiento del impedimento que éste puede provocar a mis aspiraciones.
La desorientación de este tiempo de soledades se hace sentir irremediablemente en los cuerpos. El padecimiento psíquico, que en la época de la neurosis social se manifestaba en síntomas ruidosos, hoy se expresa mayormente en enfermedades silenciosas que no interpelan a nada ni a nadie y que se nutren de píldoras narcotizantes.
La experiencia del análisis puede ser una de las que permiten transformar las preguntas inconmensurables, ¿qué sentido tiene la vida?, ¿vale la pena vivir?, en términos de la experiencia del tiempo: ¿qué valor tiene el momento?, ¿cuánto puede contener, pues, un momento?
* Psicoanalista. Texto extractado del trabajo “La clínica psicoanalítica en tiempos de exclusión”.
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