PSICOLOGíA › PARA DISCERNIR LA “SEÑAL DE ALGO A RESOLVER”
› Por Isidoro Vegh
La angustia, en su forma clásica, se caracteriza por una opresión que, quien la padece, la siente en su cuerpo. Otras veces se manifiesta de otros modos, llamados “equivalentes de angustia”, que también implican el cuerpo: sudoración en las manos, sensación de hipotensión, taquicardia. Formas variadas en que llega, a quien lo padece, algo que puede leerse de distintos modos. En el mundo en que vivimos es posible, ciertamente, apelando a recursos químicos, a las llamadas psicodrogas, atenuar al extremo este afecto; lamentablemente, se difunde una conclusión que lo menos que podemos decir es que manifiesta un error: que la angustia, como afecto, no es más que un trastorno. Se pierde algo que pensadores como Heidegger, Sartre, más lejos Kierkegaard, reconocieron como una manifestación que habla del ser, de la existencia.
Para nosotros los psicoanalistas, y desde el creador del psicoanálisis Sigmund Freud –que escribió un trabajo clásico llamado “Inhibición, síntoma y angustia”–, hay una angustia que es “señal”: una señal que se aloja en lo que llamamos el yo, pero que se dirige a la dimensión del sujeto. La angustia es una señal en el cuerpo que le dice al sujeto que hay algo a resolver. ¿A resolver dónde? No en el cuerpo sino en su existencia. Si leemos así este afecto, pasa de ser un trastorno a convertirse en el indicador de una oportunidad.
También en estos tiempos que habitamos, el lenguaje tiende a confundirnos con una palabra que abunda: un adolescente puede decirnos, por ejemplo, “tomo la droga porque me gusta”, pero ese mismo adolescente puede ser también el que nos diga: “Me gusta mucho la música”. Y cuando le preguntamos qué hace con eso, nos cuenta que ha formado una banda, que estudia música, que practica horas y horas. En los dos casos se trata de un “me gusta”. En el primero, puede contarnos que, como consecuencia de esa práctica de la droga, cuando pasa el efecto se siente mal deprimido, sabe que va a ser mal visto por sus seres queridos y además advierte que es algo que él no puede parar; ya ha adquirido el acostumbramiento de la droga, su cuerpo se lo reclama y advierte, con gran desesperación, que por ahí solo no puede salir. En cambio, el otro “me gusta”, que tiene que ver con la música, lo lleva a dibujar una sonrisa de alegría, comparte con sus compañeros esa experiencia, piensan hacer recitales con otras bandas, invitar allí a sus amigos, lo practica con entusiasmo, aun a pesar de que a veces implica horas y horas de esfuerzo: es un “me gusta” ligado al deseo.
Entonces, el lenguaje de nuestros días se presta a una confusión, desconoce una verdad que dijo hace varios siglos aquel gran filósofo holandés, Baruch Spinoza: “La esencia del hombre es el deseo”. También lo dijo, a su manera, el poeta y pintor inglés William Blake: “El que no realiza su deseo, engendra peste”. Una peste que hasta es literal, no sólo metafórica, pues arruina el funcionamiento del cuerpo. Son ejemplos de que nuestro cuerpo no es reductible ni a un monismo mecanicista, como el que nos proponía La Mettrie en El hombre máquina –el ser humano no es reductible a un conjunto de órganos que funcionan–, ni tampoco se trata de un dualismo que, como en la época de Platón, podía formularse con un cuerpo y un alma. No se trata de un paralelismo cuerpo-espíritu, sino de tres dimensiones, como en la propuesta trinitaria. Se anudan tres registros: el registro simbólico atañe al lenguaje, al hecho de ser el único viviente capaz de enhebrar chistes o de elevar plegarias; se anuda a su vez a la representación imaginaria, esa que nos hace sentir que habitamos un mundo al mismo tiempo que nos oculta que ese mundo en el que creemos es apenas uno, que está recortado por las marcas de nuestras relaciones personales y de aquellas que nos indica el lenguaje que practicamos.
Por último, el registro de lo real, que no se iguala a la realidad. La realidad no es más que la que cada uno vive según las marcas que lo constituyen. Lo real es eso por lo cual la ciencia viene a descubrir lo que sólo se muestra bajo un modo velado. Podemos decirlo al revés: si la verdad de las cosas se mostrara a cielo abierto, la ciencia no sería necesaria. Eso que está en el límite de la palabra y de la representación es lo real, y el psicoanálisis viene a descubrir que también funciona como real ese diskette que nos habita y que nuestra conciencia no puede registrar a cielo abierto: el inconsciente. Funciona como un software que decide la eficacia de ese hardware que llamamos cuerpo.
La paradoja, en estos tiempos en que se nos quiere convencer de que el genoma es el que define el destino de nuestro espíritu, una nueva ciencia, llamada epigenética, ha venido a descubrir que el genoma, por sí mismo, no actúa, que el genoma actúa en relación con el medio ambiente, en la relación que el sujeto mantiene con su medio, y que, en ésta, el lenguaje es inexorable, que está allí, interponiéndose; descubre que hay genomas que se encienden o se apagan según la relación con el medio. Así, viene a decirnos que el movimiento es exactamente el inverso: que la eficacia del genoma como la eficacia de todo lo que constituye nuestro cuerpo dependen esencialmente de las relaciones que el ser humano mantiene consigo y con los otros.
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