PSICOLOGíA › ALGUNAS VICISITUDES DE LA FEMINIDAD
La autora examina el “juego de rivalidad y atracción con otras” que, para una mujer, hace más difícil acceder a ese otro goce, “no el que es producto de su propia imagen, sino el que, cuando una mujer cierra los ojos, puede brotar como un manantial”.
› Por Fernanda Trezza *
La idea de este trabajo decantó a partir de un episodio que me hizo notar un hombre: algo que él había visto con cierta sorpresa, en un restaurante de un lugar de veraneo. Una mujer almorzaba con su esposo o pareja y sus dos hijos; todo parecía transcurrir en un clima agradable; reían, conversaban, disfrutaban de sus vacaciones. De pronto llegaron dos mujeres, tal vez un poco más jóvenes que la que almorzaba con su familia, tal vez no. Una de las chicas, como suele suceder en lugares de playa, vestía sólo un pantalón y el corpiño de una malla de dos piezas. Pues bien: la mujer miró a la recién llegada con ojos fulminantes, con una de esas miradas que atraviesan. A partir de ese momento, su cara se transformó; ya no parecía distendida, sino incómoda, tal vez perturbada.
El hombre que contaba la anécdota comentó: “¡Ni que hubiera llegado un minón!”. Sin embargo, algo en la recién llegada había inquietado a la otra: algo que sus ojos vieron como deseable. Entonces, como suelen preguntarse los hombres, como preguntó Freud: ¿qué quiere una mujer? En algún punto, una mujer quiere ser la única. Claro que esto puede tener diferentes vertientes. En algunos casos, puede requerir ser la única entre todas, incluso la única para todos: la más linda, la más inteligente, la más deseada, la más compañera, la más trabajadora... No importa cuál sea el calificativo, suele tratarse de algún aspecto que ha sido destacado por un hombre o mujer de su interés y entonces pasó a ser para ella una virtud.
Es fácil referir esto a mujeres que buscan tener una aprobación masiva o seducir de un modo indiscriminado: mujeres del espectáculo en lucha desenfrenada por ser La diva, la del mejor cuerpo, la mejor; referirlo a mujeres que se sobreexponen en intentos desesperados por llamar la atención de los otros, sea exhibiendo su cuerpo, sea exhibiendo sus hazañas. Pero también se refiere a la mujer que, estando en pareja, sintiéndose amada y deseada por un hombre, de todos modos siente peligrar su lugar, casi su identidad como mujer, si aparece otra que ella pudiera superarla en algún punto; reemplazarla. Ella considera que la otra es muy bella o sexy, que tiene cierto estilo, “... un no sé qué”. Así suele jugarse una especularidad mortal donde la del otro lado (del espejo, si se quiere, ya que se trata de ver en la otra aquello que no se logra atrapar de lo femenino) pasa a ser la única protagonista, la rival, La Mujer. Sólo hay lugar para Una en ese feroz estadio. Una triunfa, la otra es desecho, triste reflejo, burda imitación; como en esos laberintos de espejos donde la figura aparece deformada, grotesca, en el mejor de los casos causando gracia, en el peor causando angustia.
Puede suceder, y sucede con frecuencia, que ambas participantes en este juego de espejos piensen o sientan que la otra es la verdadera, que la otra es la que tiene el encanto de la feminidad. Este encanto puede encarnarse en algún atributo bien definido, pero otras veces aparece como ese “no sé qué” que la otra tiene, un misterio que la hace deseable, portadora del elixir de la feminidad.
Muchas veces la otra mujer, la rival, lo es a partir de que la primera percibió que esa otra genera en los hombres cierto interés: deseo. Incluso, la pretendida damnificada pudo haber visto nada menos que a su pareja mirar con cierto detenimiento a la adversaria. Es algo harto frecuente que esto último desencadene, ipso facto, el siniestro engranaje del espejo.
Esa misma experiencia devastadora, expresada como envidia o celos desmedidos, puede darse sin que entre en escena una mirada masculina; mejor dicho, sin que esté presente la mirada de un hombre en concreto. Es que, de todos modos, hay en juego una mirada masculina, sólo que reside en la mirada de la propia mujer: cuando ella mira a la otra y la considera deseable, rival peligrosa, la está mirando con ojos de hombre. Esta mirada la construye tal como fue construido Frankenstein, con fragmentos: fragmentos de cosas que ella escuchó, vio, percibió, cosas que ciertos hombres deseaban. Estos han de haber sido hombres que influyeron en su vida, aunque de algún modo todos lo son, en la medida en que le dan una pista acerca de qué es aquello que hace deseable o amable –susceptible de ser amada– a una mujer.
Estas pistas pueden transformarse en andamiajes para la construcción de la propia feminidad: funcionar como atributos identificatorios que le permitan ir armando, eligiendo su propia forma de ser mujer. También pueden llevarla a un callejón sin salida, en la medida en que es imposible construir una forma de ser mujer. Ha habido mil encuestas acerca de si los hombres prefieren las rubias o las morochas, las flacas o las más rellenas; los hombres dan sus opiniones, particulares en cada caso, y las mujeres leen, en busca de algo que siempre se les escurre. Siempre habrá algo que quedará afuera, algo que se perderá; no se puede ser rubia y morocha a la vez. Y tal vez el misterio, o el encanto de la feminidad, se vincule con ese poder hacer algo con lo que no hay; con esa definición que no hay.
Por otro lado, una mujer puede lograr ser la única para un hombre, de una forma que sea para ella estabilizadora, no devastadora: sentirse amada y deseada por ese hombre y que la particularidad de esos sentimientos la ubique a ella en un lugar especial, el que le permita soltarse, ir más allá de los límites de su cuerpo en la intimidad; sentir una seguridad tal que su ser de mujer no se vea amenazado si, por ejemplo, el hombre con el que está mira a otra. Tal condición depende de que un hombre pueda conjugar el amor y el deseo sexual en una mujer de un modo singular, pero también de que esa mujer pueda encarnar ese lugar, sin pretender ya una “verdadera” feminidad que estará siempre a la vuelta de la esquina.
Este es uno de los aspectos que caracterizan a la histeria: su dificultad en el acceso a la feminidad o, si se quiere, a lo que de vacío hay en la feminidad, a lo sin respuesta ni definición de la feminidad. La posición histérica es la que se ubica, en el espejo, del lado del menoscabado, para sostener así que hay un lado completo, sin rajaduras, al que podría llegar en algún momento si sigue el camino indicado, las pistas correctas. Es claro que, tratando de alcanzar este imposible, puede írsele la vida. Pero lo mismo vale para la posición que cree ser el lado bueno del espejo, que cree encarnar la completud, La mujer: porque, en cuanto aparece la mínima fisura –y siempre aparece–, todo se desmorona. Muchas mujeres hacen lo imposible por tapar las fisuras, entregadas al sacrificio de sostener una ilusoria completud. Se trata de dos caras de una misma moneda: pretender el todo tiene como contratara la nada. El todo mismo, en tanto no existe, es una nada. Así, una misma mujer puede encontrarse aleatoriamente de uno o del otro lado del espejo, y ambos lados quedan alienados en una imagen fantasmal, lejana, en un goce especular más o menos tortuoso.
Puede ser muy dificultoso salirse del juego de espejos con otras mujeres, de la trama de la envidia, de las miradas de rayos X. En todo esto hay una atracción que no se resigna fácilmente. Es sabido que a menudo las mujeres “se arreglan” para otras mujeres. Pueden estar más interesadas en fascinar a otras mujeres que a hombres. En la medida en que una mujer esté muy tomada por este juego de rivalidad y atracción con otras, en la medida en que gran parte de su goce se juegue allí, su acceso al lugar de única para un hombre será más dificultoso; más difícil le será drenar ahí su misterio de mujer y buena parte de su goce, ya no sólo el goce producto de su imagen sino el otro, aquel que, cuando una mujer cierra los ojos, puede brotar como un manantial.
* Licenciada en Psicología.
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