PSICOLOGíA › DISTINCIONES EN LA CLíNICA PSICOANALíTICA
El filósofo Descartes, que buscaba una verdad “para pasarla bien en la vida”; Dios, que acepta “descrearse”; el caso del hombre que no sonreía, el de los presos angustiados y otras historias “donde la racionalidad trastabilla, comete fallidos, hace chistes, balbucea, sueña”.
› Por Isidoro Vegh *
René Descartes llegó a la conclusión de que todo lo que él había aprendido no le servía para sostener una verdad incontrovertible y decidió encontrar esa verdad. ¿Para qué? Como ya dijimos muchas veces en broma, no era que la buscaba porque tenía pasión por la verdad, con la verdad a él le pasaba lo mismo que a cualquiera de nosotros: cuanto más lejos, mejor. Imagine cualquiera de ustedes que su amiga, o su amigo, o su pareja viniera y le dijera: “Te voy a decir la verdad”. ¿Qué le dirían?: “No, gracias, lo dejamos para otro día”. Si Descartes quiere encontrar una verdad que se sostenga, una verdad apodíctica, es –y lo dice bien claro– porque quiere pasar bien la vida. Entonces dice: “Bueno, comencemos. La vida, el mundo, ¿cómo llega a mí? Por las sensaciones, mis órganos sensoriales. ¿Puedo confiar en ellos? No, no puedo confiar en lo que los sentidos me brindan. Entonces, ¿qué otra cosa podría hacer?”. Y vive la vida, la verdad es la vida, se aprende viviendo. Descartes gasta tiempo de su vida en recorrer cada una de estas cuestiones, no es que lo estuvo investigando como el profesor universitario detrás de un escritorio.
Entonces, se dijo a sí mismo: “Esto me pasa porque no veo bien. Si yo creara instrumentos de óptica que corrigieran los errores se vería mejor”. Y se dedicó a la óptica. Tiene tratados de óptica. Hasta que descubre que, por más tratados de óptica que haga, cuando sueñe va a seguir creyendo que eso que ve es lo que es. No le va. Y dice: “Ya sé, encontré el lugar para la verdad apodíctica: la geometría euclidiana, ciencia exacta”. Unida a la lógica, partimos de premisas, hacemos la deducción que corresponde y llegamos a conclusiones inamovibles. Y ahí se le ocurre la idea: “¿Pero si hubiera un genio maligno que me haga creer que 2+2 es 4 cuando 2+2 es 5?”. A esto se le llama la duda hiperbólica. Entonces se ilumina y dice: “Acabo de encontrar una certeza: todo este tiempo estuve dudando, de eso no tengo duda. Yo estuve dudando, fui una existencia que dudaba”. “Pienso, luego soy” puede ser también “Pienso, luego existo”, o puede ser también “Dudo, luego existo”. Hasta aquí podríamos estar de acuerdo con él. Hasta aquí es lo que, en la filosofía, abre de derecho lo que Galileo ya había inaugurado de hecho: el camino de la ciencia moderna. La ciencia moderna se inaugura cuando se admite lo que Marx subrayó: que las cosas del mundo no muestran su verdad a cielo abierto. Si así fuera, no haría falta la ciencia. Lo que Descartes hace con la duda hiperbólica es darle un lugar de derecho a la investigación científica. Podríamos preguntarnos, entonces, ¿por qué Lacan está en contra? Lacan cuestiona lo que está implícito en el “pienso, luego existo”: el yo. Yo pienso, luego existo. Es aquí donde podemos entender por qué, en los primeros renglones de “El estadío del espejo...”, Lacan dice: “Nos opondremos a toda filosofía surgida del cogito cartesiano”. No es casual que cuando él visitó Estados Unidos, el encuentro con el filósofo Willard van Orman Quine fue un diálogo de sordos. Quine hablaba desde el cogito cartesiano, desde un Yo pienso, un orden racional consciente, con leyes inconscientes pero que responden, en última instancia, a una racionalidad consciente; y Lacan habla precisamente desde los lugares donde esa racionalidad trastabilla, comete fallidos, lapsus, balbucea, sueña, hace chistes, cree en Dios.
Simone Weil, en La pesanteur et la grâce (La gravedad y la gracia) escribió que la fuerza de gravedad es la que nos retiene en lo terrenal, y añadió: “Hay una fuerza deífuga; si no, todo sería Dios”. Los místicos, y los que trabajaron fuertemente el pensamiento religioso, se plantearon la siguiente lógica: si Dios es la realización extrema de todos los atributos positivos, Dios es el ser sin espacio para algo más que él. Solo puede haber algo más que él si Dios acepta “descrearse”, “plegarse sobre sí mismo” para dejar lugar a una creación más allá de él. Dice también Weil: “Dios no ha podido crear más que escondiéndose. De otro modo, no habría más que él”. Cualquier madre que ama a su hijo, sobre todo a partir de la rebeldía adolescente, suele decir: “Lo quiero matar”. Esto, como dijo Françoise Dolto, es un buen indicio: quiere decir que el hijo tiene ganas de salir de ese lugar. Entre paréntesis, consejo para padres que tengan hijos adolescentes: lo peor que pueden hacer, cuando vienen con el rock heavy metal, es decirles, para hacerse los amigos: “Che, qué bueno que está”. La próxima vez les va a tirar la casa abajo con la música, porque no la trajo para que ustedes le digan que les gusta sino para que le digan que no lo soportan. Lo que quieren es reconocerse en otra música que la de ustedes; que ustedes, como el Dios de Simone Weil, acepten darle un lugar, pero más allá de ustedes; no un lugar en ustedes.
Me estoy refiriendo a un segundo tiempo del narcisismo: se trata de pasar del Yo-Ideal –narcisismo, madre-fálica, la madre quiere tener a su hijo como falo para compensar el falo que su padre no le dio– a algo novedoso: no ya sólo que el hijo se constituya como unidad –pasar, como Lacan plantea en “El estadío del espejo...”, del cuerpo fragmentado al cuerpo unificado–, sino que sea aceptado como unidad distinta: unido y distinto; ahí opera lo que llamo el amor real.
En la teología cristiana, el amor de Dios se llama ágape: es un amor inmotivado; no es el amor del Eros, que se funda en la falta. Es el amor inmotivado del gran Otro, de Dios, dirigido a sus criaturas y a la creación. Hay así una segunda eficacia del amor. ¿Qué dice una madre, entonces, después de decir “te quiero matar”? Rendida ante la evidencia de que no lo va a matar porque el dolor sería extremo, y de que tampoco va a lograr que la cosa cambie en ese destino inexorable, lo que dicen las madres es: “Lo que importa es que sea feliz”. Mientras la parte velada y resignada piensa: “... aunque no coincida con mi ideal”; “... sin mí, más allá de mí”.
En una buena obra de teatro, todo lo que se proponga para la escena tiene que ser inherente a la trama de la obra. Si se trata de poner un pisapapeles con forma de cuchillo en el escritorio, es porque en algún momento se usará como cuchillo o para alguna forma de amenaza. Si hablamos de escena, no hay naturalidad de los objetos; la geografía está en función de lo que allí se despliega. Por ejemplo, algo que es común nos pasa a todos, a veces necesitamos ordenar el placard o se nos desordena el escritorio. Va mucho más allá de un hecho práctico. Ordenar el placard o el escritorio implica que hay algo del goce que precisa re-enlazarse de buen modo. Hay algo que está derrapando en ese goce. Vale para las múltiples tramas de la vida cotidiana. Por ejemplo, los espacios donde cada uno duerme y sueña. Sabemos que para un niño no es lo mejor compartir el mismo lecho que su madre. No es que por eso vaya a ser psicótico; desgraciadamente, a veces condiciones económicas no permiten otra cosa, pero sabemos que no es lo mejor. Se trata de un cierto ordenamiento de la escena para canalizar del mejor modo los goces. Que no es solo espacio: es espacio y tiempo. Por ejemplo, todos sabemos que, cuando vamos de visita a una casa, tenemos que soportar, aunque el hambre nos acucie, los tiempos adecuados hasta llegar a la mesa. Habrá un tiempo donde se tomará algo, como una entrada o un brindis, luego habrá que esperar a que todos estén sentados, a que se sirvan todos el primer plato; no puede uno abalanzarse sobre la comida. Hay algo en esa distribución de espacio y tiempo que no es natural, está pautado por la cultura, y son formas de establecer la regulación del goce. Tiene sus abanicos, no quiere decir que esté rígida y obsesivamente pautada, generalmente hay variaciones, pero que tienen sus límites.
Algo que ofrece sus dificultades en la clínica de la neurosis es lo que llamamos, con Freud, el rasgo de carácter. Ese que conviene estudiar en las marcas que lo constituyen. ¿Qué es el carácter? Freud habla del carácter en varios lugares. Uno es el texto sobre las equivalencias simbólicas y el carácter anal. Es un texto de 1917 en el que subraya cómo, en lo que se llama el carácter anal, son notables la terquedad, el orden, la pulcritud, la avaricia. Luego, en 1932, en “Angustia y vida pulsional, una de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, va a decir que el carácter suele ser el resultado de una identificación en el yo de ciertos empujes pulsionales y de la formación reactiva a ellos; también con restos del Superyó y de la identificación con otros personajes. ¿Qué es lo que caracteriza lo que llamamos rasgo de carácter? Suele decirse en la literatura psicoanalítica que son egosintónicos. No está mal, diría que es una variante menor del ego. Se caracterizan por su fijeza, por la poca, escasa o nula disposición del sujeto a interrogarlos. La frase típica es “yo soy así”. Estos rasgos de carácter son cicatrices de hendiduras en el yo. Lugares donde la consistencia yoica se desgarra. Generalmente suelen desplegarse, si la transferencia está bien planteada, cuando el analizante adquirió la suficiente confianza en su analista, en los estadios más avanzados de la dirección de una cura. Recuerdo el caso de un paciente que al inicio del análisis tenía treinta años. Desde el llamado inicial era notorio que le faltaba esa sonrisa que esbozamos en el lazo social cuando saludamos. A medida que fue avanzando en el despliegue de su historia, apareció con rasgo de carácter, que sólo pudo ser cuestionado mucho tiempo después, su tendencia a estar horas y horas con la computadora, que tenía que ver con su trabajo, pero ya no como trabajo sino como aislamiento, acompañado de un “no me importa”. Pudo ser abordado después de muchos años de análisis, cuando logramos interrogar cómo se había gestado ese rasgo sombrío, acompañado de sentencias como: “Yo soy así”, “Yo no soy condescendiente con nadie”, “No soy hipócrita”, justificaciones (los analistas decimos racionalizaciones). Pudo ser abordado cuando recordó que su infancia transcurrió en un clima de desolación y abandono. La escena repetida como recuerdo de máximo dolor –al comienzo, ahora ya no– era: “Yo estoy con mis padres en otro lugar, ellos se están peleando, me voy solo caminando por las calles hasta llegar a mi casa. Tenía diez años, podía haberme perdido”. O, en otro relato: “Recién a los dieciséis años pude ir a un dentista, porque ellos no se ocupaban de mis dientes”. El padre era alcohólico, con las reiteradas escenas propias de un alcohólico: tirado en el suelo, borracho, luego avergonzado, la mujer desconsolada, triste. Lo que pudimos plantear era que ese aislamiento, “Yo me arreglo solo”, le había permitido sobrevivir. Cuando me consultó fue porque ese “Yo me arreglo solo” le traía problemas en lo que para él era un esbozo de sinthome en su trabajo. Era muy inteligente, capaz, lo habían ascendido a jefe. Y un jefe tiene subordinados, no está solo. No sabía cómo tratar con los otros. Entonces, como tenía necesidad de demostrarse que podía solo, resolvía todos los problemas de los subordinados. No era que los ayudaba, los hacía él. Pero era un infierno, era a costa de su salud, de una sobreexigencia absoluta y, además, de un fracaso, porque no podía hacer solo lo que tenía que hacer su equipo. Recién en el final del análisis, cuando pudo confiar –voy a decir fuerte la palabra– en mi amor, se trata del amor de transferencia, pudo comenzar a cuestionar su rasgo. Me ayudó también, ciertamente, el amor de él hacia sus hijos y de sus hijos hacia él. Porque esto lo sufrían todos. Rasgos de carácter donde enfrentaba, con su aislamiento, con ese quedarse en la computadora, lo que se le aparecía como la irrupción arrasadora de la pulsión de muerte. “No sos nada. ¿Querés la prueba?: tu padre no se ocupa de vos, tu madre tampoco, no sos nada”. Como formación reactiva ante esto, encontró una cuota de goce: solo ante la computadora. ¿Por qué no buscó a otros? ¿Cómo iba a confiar en otros, si los primeros otros no fueron dignos de confianza? Se trata, entonces, de fallas en el narcisismo instituyente: en la primera vuelta, o a veces en la segunda. La primera es el sostén narcisístico para ser quien ocupa el lugar del Yo-Ideal. La segunda es cuando el Otro tiene que soportar que el hijo no sea tan ideal como esperaba, pero igual soportarlo y aceptarlo y quererlo como sujeto.
En la perspectiva que propone Lacan en relación con la angustia, recordaremos una frase del libro de Sören Kierkegaard El concepto de la angustia. El concepto de angustia en Lacan es exactamente lo opuesto de lo que dice Freud. Para Freud, el niño acepta la prohibición del incesto por miedo a que la castración se produzca, ya que se trata de la castración imaginaria del pene. Para nosotros, siguiendo a Lacan, la desgracia es que la castración no ocurra, porque no se trata de la castración del pene sino de la castración del Otro: soportar que mamá se quede con su agujero. Puede producir en el Otro real un delirio paranoico como en este caso. La frase de Kierkegaard señala que la angustia surge cuando la libertad se anuncia pero nada asegura que se la logre. Si yo estoy preso de por vida, puedo llegar a acostumbrarme. Uno puede inventar una rutina, se levanta, se higieniza, hace gimnasia, en fin, lo que se pueda hacer en una cárcel. Pero un día viene el director de la cárcel y dice: “En este pabellón donde hay veinte reclusos, dos saldrán la semana que viene”. Podemos apostar a que los veinte se van a llenar de angustia, porque es posible la libertad pero nada la asegura. Con la diferencia de que no se trata sólo de la libertad ordenada por el director, sino que en este caso, en un análisis, se trata de lo que podrá o no hacer el sujeto. La teoría lacaniana del sujeto rompe con la idea de un determinismo absoluto. Hay una dimensión del sujeto donde juega lo que la teología cristiana llama el libre albedrío. Puede darse y puede no darse. Se supone que nosotros, como artistas, los acompañamos para que se dé, pero no podemos hacer lo que está solamente al alcance del sujeto. Un analizante de pronto descubre que, como compensación de lo que había sufrido en relación con su familia de origen, armó una familia con una mujer que propone exactamente lo mismo en posición simétrica, es decir, todo lo contrario. Lo que en su familia de origen había sido escasez, aquí es exceso. El día que lo descubre advierte que el lugar que ocupa en esta nueva historia, si bien remediaba su desolación de la historia primera, lo condenaba a ocupar en esta segunda historia un lugar secundario, algo así como: “Te adoptamos, a vos que sos un pobrecito que ha sufrido tanto, en esta familia llena de abundancia”. Cuando lo descubre y quiere pasar a otra posición, se instaura la opción: ¿dejo este lugar o no lo dejo? Si lo dejo, ¿volveré a caer en la indigencia de la que partí? ¿Qué garantías tengo de que podré seguir de otro modo en la vida? Bien, ahí podemos acompañarlo, pero no podemos tomar la decisión que es del sujeto.
* Extractado del libro Yo, Ego, Sí-mismo. Distinciones de la clínica, que distribuye en estos días editorial Paidós.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux