PSICOLOGíA › LA EDUCACIóN Y EL MALESTAR DOCENTE
En vísperas del Día del Maestro, el autor recurre a la metáfora de Túpac Amaru para referirse a la situación de los docentes argentinos, tironeados entre los bajos salarios, las burocracias institucionales, el “violento mundo extraescolar” y aun otros males.
› Por Claudio Jonas *
Túpac Amaru terminó sus días con la lengua cortada y descuartizado por cuatro caballos. Fueron los civilizadores españoles de turno los que consideraron que este procedimiento didáctico dejaría una enseñanza amplia y duradera para cualquier otro peruano que soñara con rebelarse. Los docentes pasan sus días luchando para no ser descuartizados por las exigencias que los tironean desde distintos ámbitos; convencidos de que soportar esta pesadilla forma parte de las condiciones que se requieren para poder enseñar.
El cacique peruano luchó por la dignidad avasallada, y perdió: murió descuartizado. El docente tolera que se avasalle su dignidad, y pierde: vive descuartizado. Pero, ¿cuáles son y en dónde se anudan las metafóricas cuerdas que tironean al docente de esta nefasta analogía? La primera, la más evidente, la que comparte con infinidad de contemporáneos, la que Túpac Amaru no padeció, es la que condena a vivir a la mayor parte de los docentes “con la soga al cuello”. ¿Quién supone que se puede transcurrir alegremente por las aulas con un problema de esta índole sin resolver? Dicho de otra manera: si los requerimientos mínimos de una persona suman una cantidad y su retribución económica no alcanza a la mitad de ese valor, ¿en qué curso de capacitación se resuelve este cálculo? Sin embargo, los estoicos docentes han resistido a lo largo de la historia esta crónica restricción de oxígeno. Aun así, el mágico recurso de hacer del innecesario sacrifico una loable vocación no es suficiente para moverse con libertad.
Como veremos a continuación, todavía podríamos imaginarnos a cada uno de sus miembros inmovilizados y traccionados con sendas ataduras. Uno de sus tobillos lleva, como lastre de considerable magnitud, su historia personal como alumno y la de su formación, en la que salvo contadísimas excepciones, la consigna de “la letra con sangre entra” quedó grabada a fuego. Que en su implementación se hubiera perdido el placer por la letra no parece empañar la obsesiva fidelidad con que se renueva este recurso. Tan fuerte es esta amarra que prácticamente no existe quien no recurra a ella, a pesar de haberse demostrado y declamado su inutilidad.
Y, como es lógico, nadie extrañará tampoco los nuevos proyectos pedagógicos, que se implementan con este mismo lastre, caigan en la cuenta que estaban condenados al fracaso desde el vamos. Traccionando desde la otra pierna: la burocracia institucional. Un renovado, incoherente y paralizante cúmulo de exigencias y reproches, curriculares y normativos, recorren en forma descendente la pirámide del poder educacional, con un único resultado: abrumar o automatizar al docente.
A este conjunto no le falta la desopilante consigna, que reza en tono admonitorio: “Sea creativo”.
“Por lo menos nos quedan los brazos libres”, se alegró irónicamente una docente que seguía con atención esta descripción del suplicio cotidiano. Pero no; por consideración a la verdad, fue imposible no pincharle ese globo de imaginaria independencia. Uno de sus brazos soporta la multiplicidad de requerimientos de cada alumno con su respectiva familia, que en un amplio espectro va desde lo normal hasta lo francamente patológico y le exige alguna respuesta, imposible de satisfacer. El peso que esta demanda significa para muchos docentes favorece una reacción defensiva de indiferencia y “concentración en la tarea”, que –cae por su propio peso– contradice cualquier proyecto pedagógico que se sustente en el vínculo docente-alumno.
Y para terminar –con la analogía, no con las ataduras, porque éstas superan la imaginación más florida–, el mundo extraescolar, caótico, contradictorio, violento, hegemonizado por valores mercantilistas e impregnado por un desprecio, cada vez más extendido, por la vida humana.
Aldea global –dicen– en la cual las recomendaciones de capacitar a las futuras generaciones para el mundo actual –si se tomaran al pie de la letra– llevarían a cerrar las escuelas, para dejar la tarea de adaptación a los tiempos que corren a las empresas que subsistan a la canibalesca competencia, al narcotráfico o a los fabricantes de armas.
Es obvio que, en estas condiciones, no es posible pensar en grandes reformas, si no se tienen en cuenta –en primera instancia– las condiciones en las que se hallan sus principales protagonistas. Es imprescindible comenzar por aflojar –aunque más no sea eso, hasta llegar a desatar– cada uno de los lazos que inmovilizan el pleno desarrollo de los docentes.
¿Cómo alguien puede llegar a ser convincente en su arenga sobre las conveniencias de capacitarse para “forjarse un futuro digno”, si al mismo tiempo está pensando cómo llegar a fin de mes?
¿Cómo va a promover la participación, la creatividad y la crítica como instrumentos válidos, si no tuvo ni tiene espacios en los cuales haya podido ejercerlos de manera real y concreta?
¿Cómo llegar a consustanciarse con la idea de prestarle atención a cada alumno para rescatar lo diferente y positivo de cada uno, si sus propias diferencias no son respetadas?
¿Cómo prepararse para vivir de manera actualizada sin poner en tela de juicio conocimientos y valores obsoletos?
Dicen que la caridad bien entendida empieza por casa.
Empecemos a desanudar, sin prisa y sin pausa, de manera sostenida y convocante, con metas profundas y posibles, a recuperar la potencialidad docente y contribuir verdaderamente a un mundo que merece ser conservado, pero, por sobre todo, transformado.
¿O también peligran nuestras lenguas?
* Psicoanalista. Autor del libro Hay límites que matan.
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