PSICOLOGíA › EXPERIENCIA CON UN GRUPO BARRIAL
› Por Irupé Mariño, Morena Corvaglia y Adelqui Del Do *
Como profesionales de la salud, creemos que nuestra práctica debe intentar dar respuesta a aquellos que han sido material y simbólicamente descuidados, excluidos, dejados de lado y es por ello que hemos realizado, a lo largo de los años de existencia de Punta del Iceberg, diversas intervenciones en este sentido (Barrio Don Orione, MTD Aníbal Verón; Centro Universitario Devoto). Desde 2009, elegimos trabajar en el Barrio Fátima de Villa Soldati y actualmente estamos iniciando actividades en el barrio de Balvanera, zona de referencia directa de la Facultad de Psicología.
Presumíamos que en un barrio como Fátima habitan los sectores más vulnerados de nuestra sociedad, que allí las necesidades más básicas estarían insatisfechas, que es allí donde más nos necesitan, en tanto actores universitarios. Los primeros recorridos por las calles del barrio, los primeros encuentros, los primeros mates –que, desde entonces, siempre nos esperan– no contradijeron estas presunciones, pero tampoco las afirmaron en el sentido que habíamos supuesto: sí, hay necesidades básicas insatisfechas; sí, allí habitan los sectores más vulnerados; pero, ¿nos necesitan?
Luego de haber visitado el barrio en diversas oportunidades y de habernos entrevistado con referentes sociales del mismo, comenzamos a llevar adelante diferentes actividades; entre ellas, participamos en la coordinación de un grupo de reflexión de mujeres. En un primer momento, el grupo estaba conformado por mujeres de nacionalidad argentina que estaban atravesadas subjetivamente por la problemática de las adicciones. Con el pasar de los encuentros, el grupo original se fue diseminando y aparecieron en escena, espontáneamente, un grupo de mujeres, en su gran mayoría de la comunidad boliviana.
Venían al refugio porque habían escuchado que allí se juntaban mujeres.
Al principio eran tímidas, hablaban poco y nada, miraban permanentemente hacia abajo, era casi imposible que se sentaran en ronda, no respetaban el horario de comienzo ni el de finalización. Era muy frecuente que, mientras alguien estaba hablando, armaran conversaciones de a dos o tres, mientras otra se dirigía al grupo. Un tema que se trabajó fue el de los hijos menores: al principio, costaba mucho que los dejaran en la “juegoteca” que funcionaba en el refugio contiguo.
Cuando finalmente se apropiaron del espacio y comenzaron a sentir que podían decir, hablaron sobre sus padeceres: violencia, maltrato, abuso, en el seno familiar; falta de trabajo o su contraparte, la explotación. Falta de afecto y contención por parte de la familia, que había quedado en su país de origen o que directamente no existía como tal. A esto se sumaba, en la gran mayoría de los casos, la imposibilidad de establecer una red social de contención, dispersión o reflexión, en este nuevo país.
Otro tema clivaje, que surgió con el correr de los encuentros, fue la inscripción fuertemente arraigada en cada una de ellas, del discurso moral producto de las sociedades patriarcales, objetivado en el ideal de familia cristiano, en el sacrificio propio a favor de la crianza de los hijos, así como también en la negación del propio cuerpo como agente de placer.
Se trabajó mucho con actividades planificadas, dada la dificultad que expresaban las mujeres para traer ellas algún tema del que les interesara hablar. Esta modalidad permitió durante el primer año mantener una cierta dinámica de diálogo e intercambio que, después, con el correr de los encuentros, se pudo establecer ya sin necesidad de tener algo pautado previamente.
Otro tema que se trabajó fue el horario de los encuentros y la disposición espacial, ambos aspectos fuertemente resistidos en acto por el grupo. Se logró acordar un horario entre todas, con el compromiso, muchas veces fallido, de respetarlo. Y pudimos, también con esfuerzo, deshacer la lógica de la “segunda fila” de sillas que se armaba con las mujeres que no llegaban a horario.
Sin embargo, a lo largo de casi dos años de trabajo con este grupo, los cambios más significativos estuvieron dados en relación con la capacidad individual de cada una de las mujeres, de abrirse al grupo, de tomar la palabra, de poder decir, de apropiarse de la “ronda”, de darse lugar para llorar y a la vez para reír, pero siempre como individualidades.
* Integrantes de la agrupación Punta del Iceberg. Fragmento de un trabajo destinado al Primer Encuentro Nacional de Psicología Comunitaria.
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