Jue 07.10.2010

PSICOLOGíA  › CUANDO LA INERCIA COTIDIANA SE FRACTURA

Dios en los intervalos

Un día, el “encadenamiento más o menos mecánico” de la vida, el “tedio de los días”, se desbarata de pronto. Para indagar qué sucede entonces, el autor acude a autores tan diversos como Winnicott, Camus, Breton, Merleau-Ponty y Borges.

› Por Daniel Ripesi *

Muchos tejen su vida en el encadenamiento más o menos mecánico de pequeños aconteceres. Han aprendido a recibir cada nuevo día sin muchas expectativas y a despedirse de cada jornada sin mayores nostalgias. Sus días corren en una sucesión de labores y distracciones que se viven con la misma indiferencia o resignación. Alternan alegrías y fracasos con el mismo temple y la misma moderación. Muchos encuentran alivio en algún programa de entretenimientos de la TV. Sobrellevan el tedio de sus días con cierta fatiga. Un día cualquiera, a partir de algún suceso casual y nimio, advierten que han perdido el deseo de vivir. Frente al panorama monocromático de sus días y el envejecimiento que han notado de pronto, se preguntan: “¿Para qué todo esto?”.

La pregunta llega como una visita inesperada. La vida, repentinamente, ha perdido sentido. De un plumazo han perdido su estado de inconsciencia. Puede que la única respuesta sea el suicidio. En El mito de Sísifo, advierte Camus: “Son muchas las causas del suicidio, y de una manera general las más evidentes no son las más eficaces. Lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable. Los diarios hablan con frecuencia de ‘penas íntimas’ o de ‘enfermedad incurable’. Son explicaciones valederas. Pero habría que saber si ese mismo día un amigo del desesperado no le habló con un tono indiferente. Esa sería la causa, pues tal cosa puede bastar para precipitar todos los rencores y todos los cansancios todavía en suspenso”.

De pronto esa rutina cotidiana, que nuestro sentido común protege con todas sus fuerzas, trastabilla por un instante y entonces, con la vacilación o el desdén inesperado con que nos saluda un amigo que cruzamos en la calle, toda una vida se desploma en el acto. No se trata de la indiferencia del amigo en sí misma, sino que toda una existencia estuvo como esperando ese desdén para tener la oportunidad de manifestarse. Ese instante es el más riesgoso y crítico de una existencia, pero también el de mayor fertilidad, porque es el instante en que se interrumpen todas las certidumbres anticipadas que regulan una vida. En ese instante se cierra un mundo y puede abrirse otro, aunque haya que soportar una grieta, un pequeño abismo. Ese episodio que trastrueca el hilo previsible de nuestra existencia nos enfrenta con la más aguda de las fragilidades, la propia, la de los demás y la del mundo. Se abandona un terror cotidiano, domesticado, y se enfrenta otro terror sin nombre.

Pero esa observación implica ya una cierta distancia respecto de nosotros mismos. En ese desdoblamiento, ¿dónde somos verdaderamente? A poco que creamos ser ese nuevo personaje que se observa, reeditamos un engaño: el de que, en ese nuevo punto de vista conquistado, somos. Se habrá reconstruido así lo que se creyó abandonar, una ficción rutinaria que nos construye, seduce y aplasta: nuestro propio yo. El poeta Fernando Pessoa se preguntaba “¿Quién soy entre yo y yo?”. Entre yo y yo, habita un extraño: el propio ser en movimiento, no coagulado aún en certezas duraderas y aplastantes.

Para André Breton, el yo es la condena subjetiva de los seres humanos a las leyes del utilitarismo convencional “protegidas por el sentido común” (Primer manifiesto del surrealismo, 1924). Se trata de esa “insoportable manía de equiparar lo desconocido a lo conocido, a lo clasificable que domina los cerebros”. El movimiento surrealista anheló la destrucción sistemática del yo porque “entre yo y yo” habitaba, sí, el terror de lo inédito, pero también lo maravilloso de lo inédito. En la disolución del yo se creía ver la emergencia del ser en su estado indócil, natural, espontáneo. Un ser aún sin forma, sin condena, sin pasado. Winnicott ve en esto el verdadero self, por oposición al falso self: ese instante de lucidez que, en términos de Camus, al verificar lo absurdo de la vida paradójicamente se compromete con ella, en su mayor libertad.

Para Camus, “la sensación de lo absurdo está a la vuelta de cualquier esquina y puede sentirla cualquier hombre”. Por imperio de pequeñeces, que son ajenas a todo dominio posible del Yo, éste se puede tornar un extraño para sí mismo. El mundo mismo puede tornarse extraño, mostrar de golpe su espesor, de modo que los “árboles pierden al cabo de un minuto el sentido ilusorio con que los revestíamos (...) La hostilidad primitiva del mundo llega hasta nosotros (...) Esas apariencias disfrazadas por la costumbre vuelven a ser lo que son. Se alejan de nosotros”. Hay en todo cuanto nos rodea –y en nosotros mismos– un fondo inhumano que por momentos se nos revela cuando se altera el “aspecto mecánico” de nuestros gestos y advertimos, en esa “pantomima carente de sentido”, la inmensa estupidez de cuanto nos rodea.

En ese momento único en el que lo absurdo se apodera de una existencia, donde, según Camus, “la cadena de los gestos cotidianos se interrumpe”, nos confrontamos con un vacío de sentido que puede ser, también, el comienzo más verdadero y más real de la existencia. Fogonazo de la conciencia que ilumina, con una luz cruda y directa, lo que ya no se podrá negar. El ser prepara, entonces, una respuesta. Se recupera la pasión a partir de una fe en el vivir que nace de la desesperación: “Se trata de morir irreconciliado y no de buena gana”. El goce absurdo por excelencia es el arte, y la expresión comienza donde termina el régimen del pensamiento lógico que ordena y juzga. El arte no busca explicar nada, ni consumar un sentido, ni aportar una nueva lógica. El arte respeta al misterio, y le rinde homenaje.

Para Camus, el arte no intenta subvertir esa realidad que todos dan por sentado; propone un rechazo, pero admitiendo que en ese rechazo habrá siempre algo de aceptación de lo ya establecido. Es éste un desgarramiento subjetivo permanente en el artista: “No se trata de saber si el arte debe huir de lo real o someterse a lo real, sino tan sólo de saber qué dosis exacta de lo real debe conservar la obra para no desaparecer en las nubes o, por el contrario, arrastrarse con plantillas de plomo”.

Atrapar la realidad tampoco es sencillo, porque nunca está enteramente realizada. Para Camus, “la realidad de la vida de un hombre no se encuentra sólo en el lugar que ese hombre está. Se halla en otras vidas que dan forma a la suya, vidas de seres amados, pero también vidas de hombres desconocidos” (El revés y el derecho, ed. Losada).

También Winnicott propone una permanente tensión en la intimidad de todo sujeto, entre esa dimensión potencial del ser, constituida por una serie de referencias identificatorias que se tiende a ignorar y esa figuración de uno mismo, plena de tics y reflejos imaginarios que el individuo cree que lo caracterizan del modo más genuino. Esa suma de referencias identificatorias marcan con gustos y aversiones, temores y deseos ajenos, que, en silencio, alimentan lo que el sujeto cree ser por sí mismo. El momento de lucidez que Camus propone como ruptura de la inercia existencial es pescarse en esa enajenación de la propia personalidad: “Uno es otro”. A partir de ese descubrimiento sólo queda “hacer del otro uno mismo”, trabajar una apropiación que construya ese ser en rebeldía. Pero resulta que uno “ya es el otro”, de modo que el trabajo de apropiación que se emprende para construir un destino personal es el de ese otro que ya somos.

Pero más allá de toda referencia identificatoria, todavía hay, para Winnicott, un ser incognoscible, secreto, indecible, núcleo insondable. Un ser recóndito que desborda toda impronta de deseo venida desde los otros y que no se somete a la voluntad de dominio del propio sujeto. Aspecto central del self, que no se organiza alrededor de ninguna pauta coagulada de “personalidad”, pero que impulsa al sujeto a vivir. Lo empuja a ser lo que todavía no es ni imagina ser. Esa dimensión del ser es la que André Breton quiere recuperar atacando al yo. Hay que deconstruir ese yo que somete y asimila al sujeto a las leyes del “utilitarismo convencional”. Búsqueda de un ser único, nuevo, sin condenas ni ataduras. Breton imagina un verdadero self liberado de su falso self, algo que Winnicott jamás habría autorizado.

¿Dónde encontrarlo? Los locos y los niños dan testimonio, para Breton, de ese ser que tiene trato habitual con lo insólito, la gloria inaudita de hacer sin saber qué se hace: “Gracias al surrealismo, las oportunidades de la infancia reviven en nosotros. Es como si uno volviera a correr en pos de su salvación o de su perdición definitiva. Se revive, en las sombras, un terror preciso (...) El espíritu que se sumerge en el surrealismo revive exaltadamente la mejor parte de su infancia”. Es preciso liberarse de las ataduras del Yo, volver a recuperar el gesto espontáneo, al acto puro sin explicaciones: “El adorno del comentario ningún beneficio produce al acto”. La cita con lo maravilloso se evidencia en el encuentro de imágenes que contienen el más alto contenido de arbitrariedad, las que más tiempo tardan en traducirse al lenguaje práctico, las que contienen en máximo porcentaje de contradicción (¡Viva Alicia en el país de las maravillas y su exegeta Deleuze!).

El gesto espontáneo del que habla Winnicott, y cuya fuente es el núcleo del self, se aproxima mucho a este acto espontáneo que anhela recuperar Breton. Ese acto inédito que puede prescindir de la palabra y que –por el contrario– encuentra en las razones del discurso un estorbo para la verdadera creación, es el verdadero self. Breton busca un ser antipredicativo, un individuo no acosado por las exigencias de no-contradicción y del sentido crítico. Es lo que, desde otro lugar del pensamiento, planteó Maurice Merleau-Ponty. En las discontinuidades de esa ficción de unidad que supone el yo, en cada una de sus fracturas, el surrealismo intenta encontrar esa otra emergencia fugaz que, para Merleau-Ponty, regula “cierta ley misteriosa y desconocida” y, para Breton, un estado de inocencia que encuentra lo maravilloso: “Creo en la pura alegría surrealista del hombre que, consciente del fracaso de todos los demás, no se da por vencido, parte de donde quiere y, a lo largo de cualquier camino que no sea razonable, llega donde puede.”

Breton ofrecía un método para lograr el encuentro con lo inédito: la escritura automática. Parecido al método psicoanalítico de la libre asociación, Breton pide dar libre curso al “dictado del pensamiento no dirigido, emancipado de las interdicciones de la moral, la razón o el gusto artístico. (...) Es el método más seguro para devolver a la palabra su inocencia y su poder creador originales”. Qué próximos están en esto Breton y su contemporáneo Merleau-Ponty: para este último, no se piensa antes de hablar; hay identidad entre pensamiento y palabra. Lo que uno cree por detrás de la palabra, ordenándola, dándole su recorrido más adecuado, preparando su expresión menos equívoca, es ya la condena del sujeto que así no dirá nada nuevo, se repetirá hasta el hartazgo. La palabra nueva (“la palabra plena”, decía Merleau-Ponty) emerge en estado de inadvertencia del propio sujeto, está en el borde de la escritura-acto automático –para Breton–, del lapsus –para Freud–, de lo absurdo –-para Camus–, del gesto espontáneo –para Winnicott–. Podríamos agregar, con Borges, que el Destino, esa ruta puntual de nuestras existencias, de cumplimiento inexorable, puede no acontecer: Dios acecha en los intervalos.

* Texto extractado del trabajo Breton, Camus y Winnicott: el self que desborda al yo.

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