PSICOLOGíA › EL DESEO DE LA MADRE
› Por Sergio Zabalza *
Un hecho de relevancia mediática –la difusión de imágenes de una actriz, embarazada, besándose con un hombre que no era su marido– ilustra como pocos los avatares que la condición femenina experimenta cuando se enfrenta con los prejuicios propios de las significaciones compartidas en el imaginario social: me refiero a la convivencia de la mujer y la madre, la dama y la puta.
¿Qué quita o agrega el estado de gravidez al singular deseo del sujeto femenino? Cualquier respuesta con pretensión de universalidad no hace más que otorgar consistencia a los fantasmas de una comunidad machista, donde la mujer o –si se prefiere– lo estrictamente femenino, se revela como elemento portador de la novedad, la contingencia, lo imprevisible.
Luego, que cada uno haga su negocio, saque su tajada o, como dice Lacan –parafraseando a Heidegger–, se coma su dasein, su “ser allí”, es decir, lo que le tocó jugar y padecer en la comedia de los sexos o en el mercado de los chismes y rumores.
A nosotros nos interesa destacar el prurito, la irritación, si no la lisa y llana condena, que las crónicas transparentan cuando una mujer embarazada se deja tomar por el deseo y el erotismo que le sobreviene a causa de la atracción por un hombre.
Hasta se formulan sombrías conjeturas acerca de la suerte que le espera al niño, como si la condición deseante de la madre constituyera, a priori, un oscuro sino para el ser por venir.
¿Qué es lo que hay allí de intolerable?
En sus “Contribuciones a la psicología de la vida amorosa”, Freud observa que la escisión entre la madre y la puta, lejos de obedecer a una organización caprichosa o meramente moralista, responde a la fragilidad narcisística del macho, cuyo rasgo diferencial consiste en no tolerar que la madre también esté atravesada por el erotismo, el deseo y el anhelo del falo: “Para protegerse de esa perturbación, el principal recurso de que se vale el hombre que se encuentra en esa escisión amorosa consiste en la degradación psíquica del objeto sexual, a la par que la sobreestimación que normalmente recae sobre el objeto sexual es reservada para el objeto incestuoso y sus subrogaciones”.
Y hay poderosas razones para que así sea. Advertir que nuestro ser se muestra insuficiente para colmar el deseo de la madre constituye la herida narcisística por excelencia. Mandato exogámico cuya marca nos introduce sin embargo en el mundo de las equivalencias simbólicas, nos hace partícipes de la comunidad hablante y nos otorga un valor en el mercado erótico que los cuerpos detentan al investirnos de un plus de gozar –una plusvalía–, cuyo ulterior apropiador –el Otro o el sujeto– marcará el destino de sometimiento o dignidad de nuestras vidas.
En el Seminario 4, “La relación de objeto”, Lacan destaca: “El niño puede creer que es amado por él mismo” [...] ¿En qué momento puede el niño sentirse desposeído de algo que exige de su madre, al darse cuenta de que lo amado no es él sino cierta imagen?”. Y concluye: “La noción de que a la madre le falta ese falo, que ella misma es deseante, no sólo de algo distinto de él, sino simplemente deseante, es decir, que algo hace mella en su potencia, será para el sujeto lo más decisivo”.
La castración de la madre marca, entonces, la contradicción o, si prefieren, la división que atraviesa a todo ser hablante. “Nadie se atreva a tocar a mi vieja”, dice la canción, aunque si componemos, escribimos y hablamos es gracias a que alguien la tocó.
* Psicoanalista. Hospital Alvarez.
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