Jue 14.02.2002

PSICOLOGíA

“En el grito de triunfo hay un silencio feroz”

Un psicoterapeuta narra su experiencia de trabajo y de vida bajo “la ecuación perversa” de la crisis argentina, “que se ha convertido en una constante con raros y mentirosos remansos”.

Por Dalmiro Manuel Bustos

Soy psicoterapeuta desde hace 44 años. Busco ayudar a mis pacientes para que aprendan a usar al máximo su potencial humano, frente al desgaste que produce el enfrentamiento con la complejidad de la vida en un país que no ofrece ni estabilidad ni confianza. Muchas veces he estado incluido en los temas que se tratan, es difícil que me pueda sentir al margen de alguna angustia. Siempre trato de mantenerme en el rol que nos sitúa en diferentes lugares del conflicto. La función del psicoterapeuta consiste en ayudar a buscar alternativas constructivas frente al caos. En tiempo de crisis, que en nuestro país se han convertido en una constante con raros y mentirosos remansos, el terapeuta puede verse inclinado a compartir lo que le ocurre con un melancólico: “A mí me pasa lo mismo que a usted”.
En el necesario intervalo entre pacientes, trato de recuperar el resuello. Cada palabra de dolor y de bronca es también mía. En mi consultorio tengo colgados cuadritos con algunas frases que son señeras para mí. Busco respuestas para tanta infamia. Fijo la mirada en una de José Martí que dice: “Presenciar un crimen en silencio es como cometerlo”. Como un aluvión aparecen ante mí imágenes de tiempos remotos, pegadas a otras actuales. Fraude, decía mi padre ante los conservadores. Oligarcas, escuchaba desde la protección de mi infancia. Corrupción. Suicidio de Lisandro de la Torre. La Argentina: el granero del mundo. Alpargatas sí, libros no. ¿Qué significa eso? ¿Es malo estudiar? El silencio de la infancia dio paso al asombro adolescente. ¿Quién vio un dólar? Con esta pregunta de Perón se instauró la omnipresente palabra de nuestro vocabulario: dólar. Luto obligatorio por la mártir de los trabajadores. Estupor frente a la complicidad del silencio. Cañonera. Revolución Libertadora. Gritos de triunfalismo. Ahora sí que saldríamos adelante. No más sufrimiento. Habría justicia, el país soñado existe y volveremos a un orden. El mundo fue una porquería, pero ya no lo será. Mentira. Miedo, represión. Democracia. Tres poderes en equilibrio... pero no tanto. Silencio. Estallidos. Perón vuelve y arreglará todo. Traición, mentira. Silencio. Algo habrá hecho ése para que la Triple A lo asesine. Más silencio, sólo interrumpido por las ametralladoras. Más botas. La Argentina es derecha y humana y gana mundiales y si se descuidan hasta la guerra de las Malvinas. La Plaza de Mayo se llena de gente que quiere recuperar a cualquier precio la categoría de campeones. En el grito triunfalista hay un silencio feroz. Que mueran chicos sin preparación para la guerra es secundario. Que les asesinen el alma, bueno... yo no hice la guerra. Silencio. Voces sueltas de protesta, pero al silencio le sigue la sordera masiva. Un peso: un dólar. Primer mundo, claro, ahora estamos en el lugar que nos corresponde. Ignoremos los gritos de quienes no pueden ni comer, ni trabajar, ni ganar un salario digno. La carpa blanca de los docentes en la Plaza del Congreso es vista por muchas personas, pero se la acaba incorporando al folklore banalizado.
Mentiras ingenuamente creídas fueron minando la confianza, la credibilidad en nuestra fuerza. En nuestra capacidad de elegir líderes que no nos traicionen. Nuestra complicidad con las mentiras fue cercenando la confianza en nosotros mismos, en nuestra capacidad de elegir el camino. Una cosa es delegar el poder en nuestros representantes y otra votar y desentenderse de las responsabilidades para cumplir y hacer cumplir las normas y las leyes. Nuestra historia pone en evidencia nuestra incapacidad para administrar el poder. Tal como ocurre con los personajes de El señor de los anillos, basta con acercarnos a los símbolos del poder en alguna de sus manifestaciones para que surja en nosotros el deseo de apoderarnos de él y ponerlos a nuestro servicio en la vana búsqueda de la inmortalidad, la eterna juventud y someter a los otros –a quienes deberíamos representar– en nuestros vasallos. El poder no corrompe: somos nosotros los que corrompemos al poder. Hay ejemplos recientes y claros de personasque eran portadoras de la ética, y que en cuanto se pusieron el anillo hicieron exactamente lo que más habían criticado. Pero el peligro de la apropiación perversa del poder no es sólo del poder político. Impregna todos los estamentos de nuestra cultura. Por eso se inventó el sistema democrático donde un poder controla y equilibra al otro. En teoría, claro, porque el sistema está manejado por seres humanos.
Como dije al comienzo, soy psicoterapeuta y trabajo con parejas y familias desde hace muchos años. En mi experiencia, cuando en un vínculo se instala la desconfianza, comienza la hostilidad. La sospecha afecta al sospechado, pero envenena al sospechador. Como la herrumbre que corroe hasta al hierro más fuerte, los vínculos terminan sucumbiendo ante la falta de credibilidad. Hay que buscar un sinceramiento profundo para reparar el daño. La traición de uno de los integrantes de un vínculo se construye con la silenciosa complicidad del otro. Así, lentamente se va construyendo una ecuación perversa: para no perder la seguridad no se denuncia la falacia. Para evitar un sufrimiento se opta por incorporarlo sin enfrentar el conflicto. Hasta que llega un momento en el que no se puede seguir más.
Nuestros silencios cómplices buscaron varias salidas. El estallido violento dejó un residuo de miedo que reimplanta el silencio para no sufrir. Y permitimos traiciones, engaños y mentiras, creando otra falsa opción: o silencio cómplice o la violencia. Crece la evidencia y es necesaria más presión para mantener el silencio.
Las salas de terapia intensiva están colmadas como nunca, alojando silencios que irrumpen dentro, travestidos en úlceras, enfermedades coronarias, cánceres que estallan diciendo en el cuerpo lo que el alma teme admitir. El cuerpo grita la bronca acallada y llora las lágrimas secas. La depresión es el resultado de la suma de estos factores con su bagaje de desesperanza, desánimo, desenergización. Se borra el futuro, se minimiza y oscurece el presente, y lo peor del pasado se recicla inexorablemente. Se penetra en las sombras ante el fracaso por salir de ellas.
Las crisis de pánico también abundan. No hay seguridad ni previsibilidad. El miedo aparece desprendido del factor desencadenante, como si no tuviera motivo aparente. Y se torna incontrolable, reduciendo a quien lo padece al lugar de un niño desamparado. Otra forma de descarga de la tensión es culpando al ser más próximo por los sufrimientos que son constantes y sin tregua. Las crisis de pareja están a la orden del día.
Ha ido creciendo la intolerancia manifiesta, bocinazos, violencia, maltrato, a la que sometemos los argentinos a los que se ponen en nuestro camino. La subgerente del banco que me atendió cuando fui a retirar la famosa tarjeta de débito tenía una expresión de angustia tan fuerte que no pude dejar de preguntarle qué le pasaba. Con lágrimas a punto de brotar me dijo que tenía una beba de seis meses, que no salía del trabajo hasta las diez de la noche, que no le pagaban horas extra y que la gente le propinaba toda clase de insultos. Volvemos a cortar la mano del cartero portador de la mala noticia.
La opción de irse la contempla todo el mundo. Demasiados años gastados en tratar de creer que hay un país posible, creíble. No apuesten al dólar que les irá mal. El que creyó, se hundió, entonces... Irse, desandar el camino de nuestros abuelos. Sufrir el desgarro, perder los afectos, la sensación de pertenencia. El despreciativo mote de sudaca no debe ser peor que el de gallego que escucharon nuestros antepasados. Pero tal vez nuestros hijos encuentren algo sólido para su futuro. Esta emigración ya comenzó hace muchos años. Vamos perdiendo nuestra juventud. Y el país se deprime cuando huye el futuro.
También es cierto que muchos decidimos quedarnos, por porfía, por amor, por miedo a pagar el precio de vivir siendo extranjeros... ¿Cómo hacerlo?Dejando de negar nuestra responsabilidad. Qué quiere decir, alguien que responda y en nuestro caso quiere decir: todos respondiendo. Las evidencias de la impunidad se van haciendo tan claras que, si optamos por no enfermarnos o no irnos, no hay forma de negarla. La Corte de la Suprema Injusticia reparte favores a sus cómplices. Y hasta asesora a quienes vinieron a desangrarnos. Protestas aisladas y silencio. El Honorable Senado muestra su corrupción. Se le cambia la cara y listo. Algún juez dirá que no hay méritos suficientes para el castigo. Protestas y más silencios. En las urnas comienza a generarse un no a la clase dirigente que se apropia de lo que le fue delegado. Pero no lo escuchan. Corralito. El mismo que vació los corrales es llamado para que nos salve. Llamemos al zorro para defender a las gallinas. ¡Basta! El instrumento que se debería usar para producir los alimentos que nutran a la familia se convierte en el medio para salir del silencio cómplice. La cacerola no miente. Y nos animamos a ver por la televisión a un Congreso en donde nuestros representantes dicen cada uno su discurso remanido, insertando sus propias promociones. Salvo algunas honrosas excepciones, los demás sólo denunciaron su incapacidad de ejercer el rol. Nos damos cuenta de que la democracia es el gobierno del pueblo a través de sus representantes y en realidad todo los que hicimos fue poner un voto por cualquiera que estaba en una lista plena de mentiras y falsas promesas y seguir en un lugar pasivo. La mayor parte de los argentinos ignora quién es su portavoz, el que queda hablando patéticamente solo, como se vio en las asambleas legislativas. Pero no hubo silencio. La prensa también intervino banalizando el cacerolazo o circunscribiéndolo al corralito. Y no es cierto. Va mucho más allá. Ocurre que todos, absolutamente todos –en cuanto comunidad– hemos participado de este estado de cosas, por activo o por pasivo. Las palabras están corroídas por la pérdida del significado profundo, entonces el ruido se expresa mejor. Hay que regresar al lenguaje más primario para replantear las palabras y hacerlas creíbles. Recrear el lenguaje es recrear la cultura. Una cultura que nos represente y que no disfrace la realidad con mentiras cosméticas. Ni que perpetúe la ignominia a través del silencio. Y tomar conciencia de que este caos que hemos permitido representa un orden perverso que va más allá de nuestras fronteras, que nuestro grito es un alarido sordo de una Latinoamérica condenada a ser esclava de una globalización que sólo quiere exprimirnos hasta que nada nos quede. Mientras tanto, desde el silencio acumulado permitimos que tantos hicieran lo que un ex intendente dijo claramente: “No me eligen por mi prontuario sino por mi inteligencia”.
Sí, mi admirado José Martí: presenciar un crimen en silencio es como cometerlo.

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