Jue 09.08.2012

PSICOLOGíA  › RAROS CAMINOS DE LA SEXUALIDAD HUMANA

Placeres, goces y amores

“El placer es inconstante”, advierte el autor, y señala dificultades y paradojas de la sexualidad: “El primer grito de placer se funda en el de un dolor: resuena como el eco de otros gritos oídos en el pasado”.

› Por Gérard Pommier *

Del lado masculino, el orgasmo se confunde demasiado prontamente con la eyaculación, simple descarga fisiológica que marca el fin del placer. ¡Cuando hay placer! Pues el placer masculino –no más evidente que el femenino– es inconstante, aun cuando haya erección y una eyaculación cuya puntualidad no dejaría lugar a réplica. A veces los hombres culminan esas actividades sin goce y sin orgasmo, sin conocer otro placer que el de sus compañeras, que a menudo basta para satisfacerlos. En esto se parecen a muchas mujeres que se consideran sexualmente satisfechas porque sus amantes parecen complacidos y que solo descubren el orgasmo, su delicia y su exceso, tardíamente, por el azar de una aventura.

Frecuentemente olvidada en la psicopatología actual, la frigidez masculina difiere de otras dificultades, como la impotencia o la eyaculación precoz. Algunos hombres tienen la impresión de tener un sexo “de madera” cuando hacen el amor y solo se quejan de esta insensibilidad cuando es ocasional, puesto que, cuando es permanente, ni siquiera se dan cuenta de que la padecen (y sus parejas tampoco se lamentan). Este grado cero del placer masculino es compatible con una descarga; precisamente esa ausencia de placer permite distinguir el orgasmo de la eyaculación.

Esta “frigidez” masculina representa un criterio negativo que se opone al exceso de placer de la eyaculación precoz. Ciertos hombres gozan siempre demasiado temprano y lo lamentan (lo mismo que sus parejas). Otros gozan demasiado pronto, a su pesar, pero solo con ciertas compañeras, cuando ellas comienzan a expresar su placer o bien (extrañamente) cuando la compañera es frígida. Otros, por último, no llegan al orgasmo sino cuando lo hace su pareja. Esta variabilidad muestra bastante bien que el orgasmo masculino se distingue de la descarga fisiológica. La eyaculación precoz presenta una característica importante: la descarga intensa se produce cuando no debería producirse y provoca un desplacer. Se articula, pues, directamente con la prohibición y, en ese sentido, representa un paradigma paradójico del orgasmo masculino. En efecto, éste se produce sobre la base del placer, pero porque lo contraría el pensamiento de que “no debería producirse”. Al mismo tiempo que otras representaciones, llega el pensamiento de que ése no es el momento conveniente de gozar y entonces el goce llega de inmediato.

Orgasmo y sus derechos

Los debates entre psicoanalistas de los últimos cincuenta años sobre el goce femenino han abordado la cuestión del orgasmo como si fuera evidente que era un asunto de las mujeres. Y parecería que este descubrimiento hubiera borrado su propia dimensión histórica. Pues, si bien la palabra “orgasmo” es bastante reciente, que se destaque su especificidad femenina es algo todavía más reciente. Hasta el punto de que uno se pregunta si las mujeres solo comenzaron a disfrutar del orgasmo desde hace poco, en directa proporción con su relativa liberación. Ciertamente, es imposible verificarlo, pero, ¿cómo hubieran podido gozar las mujeres cuando vivían en las condiciones de la esclavitud? En las sociedades aborígenes de Australia, los matrimonios están reglamentados minuciosamente entre clanes, subclanes, subsecciones, etc., de manera tan severa que uno se pregunta cómo el amor podría encontrar su camino. Objetos de comercialización, reducidas a la condición de moneda de cambio entre las familias, apenas reconocidas como seres humanos por los Padres de la Iglesia, ¿qué podían esperar las mujeres? Parecería que no les quedaba sino el consuelo de la maternidad, la edulcorada venganza sobre los hijos y su frigidez. En esa condición de esclavas y hasta de esclavas de esclavos –cuando su compañero también lo era–, ¿cómo hubieran podido disponer de sus cuerpos, ofrecer su amor y su goce con la libertad que exige la entrega? Ese Soberano Bien parece reducirse entonces a un sueño apenas entrevisto.

Con todo, hay testimonios de todas las épocas y de todos los lugares sobre su advenimiento. Pues el orgasmo no resulta de una decisión ni de una ofrenda voluntaria a la cual una mujer podría negarse en condiciones humillantes. Es algo que se le escapa y la humillación puede, por el contrario, favorecerlo (así como ciertos hombres solo gozan con prostitutas o con mujeres que les desagradan, la propia u otra). Aun en las condiciones más adversas al amor, el orgasmo conserva sus derechos. Después de todo, no responde más que a las solicitaciones de fantasmas, entre los cuales el del niño golpeado y el del parricidio se ajustan muy bien a la humillación y al odio. El orgasmo no es el resultado de un acto voluntario, y se impone en una relación o aun contra ella. Una mujer puede gozar a su pesar del hombre que la somete o a quien no ama y, por el contrario, permanecer a veces helada con un hombre amado y elegido libremente. Las mujeres actualizan un bien que las supera, que una fuerza más poderosa que ellas mismas las lleva a entregar en ciertas condiciones, con el marido que apenas han elegido o con algún otro. Cada mujer sabe que es depositaria de ese bien, aun cuando nunca llegue a darlo. Lo sabe sin saberlo, y comienza por proteger ese Bien aun antes de haberlo conocido. Semejante al guerrero que, durante toda su vida, se preparara para un combate que probablemente nunca libre, ella edifica su fortaleza sobre un tesoro que ignora tanto más por cuanto su valor solo aparece cuando se entrega.

Es probable que la frigidez haya estado más difundida durante los milenios de oscurantismo patriarcal. Pero el goce femenino no ha dejado por ello de hacerse oír como ese poder absoluto de alguien que no tiene derecho, intratable, incolonizable, paria, tal vez, pero señora, sin embargo, de aquello que no se comparte y que sólo se obtiene dándolo. En tiempos de esclavitud, bajo el reinado del fetichismo, de la bandera o del dinero, esta potencia negativa (como se dice “teología negativa”) manda sin mandar. Hasta cuando son tratadas como mercancías intercambiables a discreción, aquellas por cuya gracia se actualiza esta potencia, golpeadas, veladas, a veces fetichizadas, utilizadas como un peón del simbolismo patriarcal, sin duda, no dejan de ocupar el centro del juego.

“Brecha hacia el goce”

La desfloración, acontecimiento que ha hecho correr mucha tinta, parece tener poca incidencia traumática. En la terapia, las mujeres casi nunca mencionan ese momento que, sin duda, tuvo su importancia, pero siempre menor que la del primer amor. Probablemente la pérdida de la virginidad no adquiera la dimensión de un acontecimiento, porque en realidad la virginidad nunca se pierde verdaderamente, porque la feminidad sigue siendo, a pesar de todo, impenetrable. Su continente negro se reforma a medida que es conquistado. Además, la penetración física, aun cuando provoca un placer, pasa a segundo plano detrás del descubrimiento de otro mundo, que importa más que las primeras sensaciones (que distan mucho de haber sido siempre convincentes). Cuando uno se informa de que “eso marchó muy bien” desde el principio, ignorará qué fue lo que tanto gustó. ¿El descubrimiento de otro cuerpo que goza gracias a usted? ¿El don de sí misma o el tomar al otro, o las dos cosas al mismo tiempo? ¿El orgullo de haber atravesado una prueba iniciática? ¿El placer de contar a las amigas que la cosa finalmente se ha consumado?

Si el primer placer aparece juntamente con cierta angustia –y hasta dolor, el dolor de la primera penetración, psíquicamente vio-lento, aun cuando sea suave–, esa angustia estará con razón aureolada de sangre. ¿Cómo podría no sorprenderla esta efracción, aun a aquella joven que la deseaba? Y esa exclamación que lanza se remonta cada vez más hasta el sonido bífido del primer grito: el desasosiego psíquico primario de la alienación unido al placer de la llamada que hace elevar la multitud de pulsiones para armar el cuerpo en su doble faz. El placer de las pulsiones contradice la angustia consentida por amor, así como el impacto de ser penetrada se olvida en la felicidad del abrazo. Si esta penetración arranca un grito de sorpresa o hasta de sufrimiento y si ese grito simula también el placer, la muchacha que lo vive creerá que lo que siente se ajusta a la normalidad de la sexualidad, cuyas descripciones conoce o a la cual ha asistido. Sin embargo, esa simulación se desencadena como un reflejo y, aun cuando no la acompañe ningún placer, su emoción abre una brecha hacia el goce. El primer grito de placer se funda en el de un dolor: resuena como el eco de otros gritos oídos en el pasado.

* Miembro de Espace Analytique y cofundador de la Fondation Européenne pour la Psychanalyse. Texto extractado de ¿Qué quiere decir “hacer” el amor?, que distribuye en estos días Paidós.

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