Jue 03.01.2013

PSICOLOGíA  › VIAJES POR EL TIEMPO EN LA NIñEZ

“La felicidad es cuando juego”

› Por Alicia Hartmann *

Un niño de cinco años juega con su barco pirata y de pronto dice: “Es la felicidad”. El padre que está allí cerca se sorprende, le pregunta: “¿Y para vos qué es la felicidad?”. “Y... felicidad es cuando juego”, contesta el chico. Especialmente desde la filosofía, la pregunta por la felicidad se ha planteado en distintos momentos de la historia de la subjetividad. Lo que se juega allí con el barco pirata es la felicidad de volver una y otra vez, con los mismos personajes, a repetir las escenas. Esa repetición una y otra vez de las escenas del juego hace trama discursiva en las historias de piratas, en las carreras de coches, en los castillos de princesas, en los superhéroes o en las superniñas. No hay identidad en la repetición de la escena lúdica; las imágenes que se dan a ver cambian rápidamente, como en el cine. En algunos casos tienen la envergadura de una representación teatral.

Dijimos hace tiempo que “al niño no se lo puede curar de la presencia de los padres”. Esta frase condensa el límite del análisis con niños y la responsabilidad del goce de les grandes personnes (Malraux, Antimemorias, citado por Eric Laurent). Si el niño juega, se instalan las ficciones del “como si” (en los términos que planteó el filósofo alemán Hans Vaihinger en La filosofía del “como si”, 1911). En el juego se construyen las ficciones fantasmáticas: la imagen del cuerpo y los fantasmas imaginarios. El juego es un fantasma que pacifica. Esencialmente, pacifica la tensión suicida del narcisismo, que genera la pura especularidad.

Iván tiene tres años y cinco meses y no habla. En una sesión de análisis, se logra que inicie un recorrido sosteniendo dos cochecitos y chocando a un tercero. El analista toma el tercer coche y se lo acerca. Iván empieza a golpearse la cabeza contra el piso mientras grita con odio. La madre, presente en la sesión, dice que así se ponía cuando, siendo más chico, la mamá estuvo en el hospital cuidando a su hermanita enferma. Iván la mira sorprendido y deja de golpearse. Toma una plancha y empieza a planchar niños, aplastando pequeños muñecos, para luego “quemarlos” con gran satisfacción. Así comienzan sus primeros relatos.

La consulta de un niño a quien –por sus viajes heroicos– llamaré Ulises tuvo lugar cuando tenía siete años. Su madre había muerto en el parto y la abuela materna se ocupaba del niño. Previamente había habido varias idas y venidas con el padre, en las que el niño fue abandonado y rechazado, tomado y cedido varias veces. Al momento de la consulta Ulises llevaba cinco años viviendo con su abuela y un tío materno, de 28 años pero bastante pueril, que lo celaba y hostigaba. El resultante era un alojamiento deseante en el otro bastante precario. El pequeño dio cuenta de esto en su primera sesión, al mostrarme una figurita que se ofrecía al doble sentido, en la que había una pelota destrozada y la leyenda “Me hicieron pelota”.

La consulta la realizaron porque el pequeño padecía trastornos somáticos variados –respiratorios, dermatológicos, oftalmológicos– y una importante alteración del lazo social: no tenía amigos y casi no jugaba en los recreos. Su rendimiento escolar era bajo, pasaba varios días seguidos sin escribir nada en su cuaderno y tenía dificultades importantes en matemáticas, especialmente con las cuentas de dividir.

Luego de algunos meses de tratamiento, se produjo un juego que duró varias sesiones. Juego referido a un tiempo que no fue, tal vez el de una pregunta que, mirando fotos, le formuló a su abuela: “¿Cómo jugaba mi mamá conmigo cuando era chico?”. La abuela le contestó con toda crudeza: “Tu mamá nunca jugó con vos, se murió cuando naciste”.

El juego en el que quiero detenerme comenzó con la construcción de un objeto que llevó varias sesiones: una máquina que nos permitiría, a él y a mí, ser viajeros del tiempo, como en la serie El túnel del tiempo: viajaríamos a diferentes épocas mirando lo que allí sucediera. El juego se repetía varias veces en la misma sesión y duró meses. Los años a los que acudíamos no tenían en principio ninguna lógica de sucesión que yo pudiera establecer. Partían de algún suceso histórico que él conociera –las guerras mundiales, el viaje a la luna, los dinosaurios–. Entonces preguntaba: “¿En qué año pasó?”, Poníamos las fechas en nuestros aparatos, nos subíamos a un escritorio y saltábamos al año elegido. Esta secuencia era invariable, hasta que se produjo un cambio: ya no iríamos a ver un suceso sino a un año determinado. Pedía que yo eligiera los años, y esta variación coincidía con cierta insistencia de la década de su nacimiento. Luego de algunas sesiones, propuse el año de su nacimiento y él contestó: “¡Ese año nací yo! ¡Vamos!”.

Luego de arrojarnos desde el escritorio y dar algunas vueltas por el suelo, como debíamos hacer cada vez que llegábamos a una época dada, dijo: “Estamos en el hospital, vamos a ver si está mi mamá”. Lo seguí y lo escuché decir: “Sí, ahí está. ¡Está muerta! ¡Rajemos!”. Y nos fuimos. El sentimiento ominoso quedó de mi lado; Ulises siguió viajando. La repetición había permitido el armado de la trama en la que un recorrido es posible, donde se hace posible acudir al horror, rajar y seguir jugando.

Agradezco a Valeria Tobar por haber proporcionado el material clínico.

* Fragmento extractado de un artículo que aparecerá en el próximo número de la revista Imago-Agenda.

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