Jue 10.10.2013

PSICOLOGíA  › REPETICIóN SANA Y REPETICIóN PATOLóGICA

“¡No me arrepiento de nada!”, dijo la Piaf

Para el autor, a lo largo de la vida hay una repetición “sana”, en la que el sujeto, finalmente, como en la canción de Edith Piaf, no se arrepiente de nada. Pero también hay una repetición patológica, que consistiría en “el retorno, en un acto patológico, de un pasado traumático”.

› Por Juan David Nasio *

¿Qué somos en realidad? ¿Qué es nuestro yo de hoy sino la sedimentación de todos los retornos en acto de un pasado afectivamente intenso, ya sea feliz o doloroso? No caben dudas de que nuestro pasado, en su totalidad, nos sigue permanentemente: lo que hemos sentido, pensado, querido, desde nuestro primer despertar y aun antes, está allí, obrando en el presente. Nosotros somos nuestro pasado en acto. Sí, el ser que somos es, en este minuto mismo que se nos escurre, la última repetición de nuestro pasado. Yo mismo, al dirigirme a los lectores, soy en este instante el resultado de todo lo que fui, de todas las pruebas felices o difíciles por las que he pasado. Y diré, como en la canción de Edith Piaf: “¡No, nada de nada, no me arrepiento de nada!” (Non, rien de rien, je ne regrette rien), puesto que todo lo que me precede me ha llevado a ser el que soy hoy ante ustedes, lectores, y ante mí mismo. En una palabra, somos nuestro pasado actualizado, pero ¿qué digo? Somos nuestro inconsciente actualizado, un inconsciente que no está detrás de nosotros sino en nosotros, condensado en el aquí y el ahora del acto. Cuando Piaf canta: “¡No, nada de nada, no, no me arrepiento de nada!”, no es una neurótica que se lamenta porque querría rehacer su pasado. Por el contrario, es un sujeto orgulloso de su pasado aunque éste haya sido a veces tormentoso, un sujeto que está de acuerdo consigo mismo y, para decirlo sin vueltas, un sujeto que está en paz con su propio inconsciente. Mientras el sujeto que está en paz consigo mismo acepta e incluso ama al inconsciente que lo hace ser tal cual es hoy, el neurótico en crisis, atormentado por su historia, lucha consigo mismo, contra su propio inconsciente que lo horroriza porque las decisiones que toma o las acciones que emprende desembocan siempre en los mismos fracasos y en los mismos errores.

Tenemos así el retorno en un acto sano de un pasado afectivamente intenso y reprimido, y el retorno en un acto patológico de un pasado traumático. Completo esta idea diciendo que el pasado traumático está –como veremos enseguida– forcluido y reprimido. En el capítulo siguiente justificaré el uso del término “forcluido” en este contexto. Por el momento, digamos que la primera forma de repetición, en un acto sano, es la de un inconsciente que asimilamos a las pulsiones de vida que apuntan a extender el ser. La otra forma de repetición, en un acto enfermo, es el retorno de un pasado traumático. Es la actualización violenta de un inconsciente que asimilamos a las pulsiones de muerte, que, en oposición a las pulsiones de vida, reducen el ser al núcleo de un trauma. Las pulsiones de vida unen, integran y amplían el ser, mientras que las pulsiones de muerte separan, aíslan y reducen el ser a su estado más crispado y doloroso. Cuando el que remonta a la superficie es el inconsciente-fuerza de vida, el pasado que se impone se inserta naturalmente en la acción presente, se incorpora a la vida y se manifiesta a menudo a través de actos creativos. Cuando, en cambio, el que se precipita en una acción salvaje y compulsiva es el inconsciente-fuerza de muerte, el pasado que se impone hace tambalear el presente y nos desestabiliza. En el caso del inconsciente-fuerza de vida, se trata de un pasado relativamente intenso y perturbado y, por lo tanto, reprimido, aunque a la espera de retornar para integrarse en el presente cuando las circunstancias del momento lo exijan. En el caso del inconsciente-fuerza de muerte, se trata de un pasado traumático y, por lo tanto, forcluido antes de ser reprimido. Es un pasado que sólo ansía exteriorizarse repetitivamente perforando de manera brutal la corteza del yo para tomar en él la forma de un síntoma o de un paso al acto. Una vez vivido, forcluido y reprimido, el trauma –sinónimo de emoción traumática– sólo aspira impacientemente a ser revivido, una y otra y otra vez. El trauma es paradójicamente una droga y el traumatizado, un adicto a esa droga. El trauma llama al trauma.

“Soy lo que repito”

Mi identidad debe entenderse de dos maneras distintas y complementarias. Primero, es el sentimiento de ser yo mismo que se consolida con cada repetición. Pero mi identidad está también fuera de mí, en el hombre o la mujer con quien vivo. Mi identidad también es él o ella y, en consecuencia, mi inconsciente se encarna en él o en ella. Mi inconsciente está también fuera de mí, en el otro de quien yo dependo afectivamente. Pero tengo que explicar que mi identidad no está sólo en la persona global de mi cónyuge actual, sino en un rasgo que lo/la caracteriza. Ahora bien, ese rasgo que singulariza al hombre o a la mujer que amo también estuvo presente en todos los seres que he amado desde mi nacimiento. Amamos sin saber que nuestro amado de hoy tiene un rasgo común con nuestro amado de ayer y que nuestras parejas sucesivas, empezando por nuestro padre o nuestra madre, también han tenido ese rasgo común. Efectivamente, cuando uno comienza una nueva relación amorosa, a menudo se sorprende al descubrir que su elección lleva la marca de la persona amada y deseada anteriormente. Esta marca, una sonrisa singular, por ejemplo, que persiste y se repite en el primero, en el segundo y en todos los otros seres amados sucesivos de una historia, esa marca, esa sonrisa, es un rasgo, y ese rasgo, en el fondo, no es sino nosotros mismos. Sí, somos el rasgo común a todos los objetos amados y perdidos en el transcurso de nuestra vida. “Te amo, no por lo que tú eres, sino por esa parte de mí que llevas en ti.” ¿Quién soy yo entonces? Soy esa sonrisa que ilumina tu cara. Mi identidad no se reduce al sentimiento de ser yo mismo; también se materializa en esta parte de mí que brilla en el hombre o la mujer que comparte mi vida. Allí está mi identidad y, en consecuencia, allí es donde se encarna también mi inconsciente.

Una asombrosa confidencia de Descartes confirma nuestra tesis sobre el apego inconsciente a un rasgo: amamos a la persona amada, no por lo que es, sino porque es portadora de un rasgo que la hace deseable a nuestros ojos. “Cuando era niño, estaba enamorado de una niña de mi edad que bizqueaba. Cuando le miraba esos ojitos extraviados sentía elevarse en mí la pasión del amor. Mucho tiempo después, al encontrarme con personas bizcas, me sentía más inclinado a amarlas que a amar a otras, únicamente porque tenían ese defecto; y sin embargo, yo no me daba cuenta de que era por esa razón. Así, cuando nos sentimos impulsados a amar a alguien sin saber por qué, comprendemos ahora que eso viene de que hay algo en esa persona semejante a lo que había en otro objeto que habíamos amado antes, aunque no sepamos qué es” (Carta a Chanut del 6 de junio de 1647). Cuando descubrí este pasaje, me sentí enormemente impresionado por la actualidad de un pensamiento que nos precede por bastante más de tres siglos, pero también, inversamente, por la antigüedad de nuestra reflexión psicoanalítica de hoy. Como si el pensamiento se desplegara y se repitiera fuera del tiempo. Pero, ya sea Descartes, ya sea un psicoanalista del siglo XXI quien se interroga sobre los engranajes del amor, no olvidemos que la naturaleza de la emoción amorosa y la elección del compañero o la compañera seguirán siendo siempre un misterio impenetrable.

Dos fórmulas definen la identidad producida por la repetición: “Repito, luego existo” y “Soy lo que repito”. En un caso, la identidad es el sentimiento de ser yo mismo, consolidado por todas las repeticiones que opero en mi vida; en el segundo, la identidad es el ser, la cosa o el ideal que, a lo largo de los años, perdura y se afirma como una parte de mí mismo.

El goce

La repetición caracteriza numerosos cuadros psicopatológicos tales como: la reiteración inexplicable de fracasos graves; la multiplicación de rupturas amorosas incomprensibles; los trastornos obsesivo-compulsivos; y finalmente, toda la gama de las conductas adictivas como la toxicomanía, la perversión sexual, la dependencia del juego, la delincuencia y también la bulimia o la anorexia. La repetición patológica es una sucesión de al menos tres ocurrencias –y no dos, pues es insistente y compulsiva–, en la cual una emoción traumática vivida por un niño, violenta, forcluida y reprimida aparece, desaparece, reaparece y reaparece aun algunos años más tarde, en la edad adulta, adquiriendo la forma de una manifestación psicopatológica irreprimible cuyos paradigmas son el síntoma y el paso al acto.

Pero ¿cuál es ese pasado traumático que retorna sin cesar, siempre semejante? ¿De qué naturaleza es esta emoción infantil que se precipita en el presente y hace sufrir? Digámoslo claramente: el “espectro” de la repetición patológica que atormenta al sujeto es una emoción aguda y violenta vivida durante la infancia o la pubertad, durante un episodio traumático a medias real, a medias imaginario, de carácter sexual o agresivo o triste, en el cual el sujeto se sintió en el centro del acontecimiento, ya sea como víctima, ya sea como agente, ya sea como testigo.

Semejante emoción, que abate al niño o al preadolescente antes de que éste pueda reprimirla, no es una emoción pura. Uno no puede abreviarla diciendo que “el niño sufrió un episodio de abuso sexual”, ni siquiera que “el niño fue maltratado”, ni que “el niño fue abandonado”. No. Todas estas fórmulas son ciertas pero no dicen lo que experimentó verdaderamente ese niño o esa niña, no describen cuál fue la conmoción que sufrieron en el momento del incidente. La emoción infantil fulminante es en realidad un compuesto de emociones extremas y contradictorias, una mezcla de espanto, de asco y algunas veces de placer, vivido por el niño o la niña abusados sexualmente; una mezcla de espanto, de dolor, de odio y, en algunos casos, de placer, igualmente extremados, vividos por el niño o la niña maltratados, y, por último, una mezcla de espanto, de tristeza y hasta de odio, vivido por el niño o la niña abandonados.

(Sí, un niño que ha sufrido una agresión sexual puede probar el placer, aun cuando sea un placer horroroso, inasimilable para un yo inmaduro. Y sin embargo, es una realidad comprobada por los clínicos y en particular por Freud –en Los orígenes del psicoanálisis, carta52– cuando escribe: “Los incidentes sexuales no necesariamente producen displacer; la mayoría son placenteros. Consecuentemente su reproducción viene por lo general acompañada de placer. Un placer de este género constituye una compulsión”.)

Designo estas mezclas de emociones exacerbadas con el término lacaniano “goce”. ¿Qué es el goce? En el contexto de este escrito sobre la repetición, el goce es una concreción de emociones agudas, violentas y contradictorias experimentadas por el niño que sufre un traumatismo. Son emociones experimentadas pero no registradas por una conciencia inmadura y oscurecida por el espanto. El goce es, pues, una mezcla de emociones vividas pero no representadas conscientemente, confusamente sentidas y no asimiladas por el yo traumatizado. “No puedo decir –declaraba un analizando al recordar una agresión sexual– qué sensaciones y qué emociones tuve entonces. No entendía nada, estaba paralizado, tembloroso, palpitante.”

Este fenómeno extraño de vivir una emoción desbordante sin tener conciencia de vivirla, sin poder identificarla, sin poder darle un nombre, en una palabra, sin poder simbolizarla, lo califico con el término lacaniano “forclusión”. La emoción es tan fuerte que estoy como ciego, sin conciencia de que la vivo. El niño, conmovido por el traumatismo, forcluye el goce: lo siente en su cuerpo pero no se lo representa en su cabeza. Está como atacado de agnosia emocional, es decir que no reconoce las emociones que sin embargo percibe; las percibe sin representárselas en la mente. Precisamente esta exclusión del goce del mundo de las representaciones, del mundo simbólico, es lo que lo hace más virulento y más determinado que nunca a resurgir una y mil veces tal cual, idéntico a sí mismo. El goce del niño, agudo y violento, inadmisible por el mundo simbólico, deviene una emoción incoercible que quiere cargar el cuerpo ahora adulto con su tensión ardiente. Si puede decirse que el trauma llama al trauma, esto puede traducirse como que el goce llama al goce. Lacan definía la forclusión diciendo: “Lo que está excluido de lo simbólico reaparece en lo real”. Hoy diría: el goce excluido de lo simbólico en la niñez reaparece en lo real de una acción compulsiva en la edad adulta. El goce ha nacido goce en un cuerpo joven y quiere renacer goce en un cuerpo adulto.

* Texto extractado de ¿Por qué siempre repetimos los mismos errores?, que distribuye en estos días Ed. Paidós.

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