PSICOLOGíA › RELACIONES DE GéNERO EN LA INTIMIDAD CONTEMPORáNEA
“Hoy las familias presentan un aspecto variopinto, donde la tendencia hacia la diversidad parece haberse instalado” y, además, “cambian aceleradamente”, sostiene la autora, y, luego de detenerse en distintas formas de esta diversidad, advierte que “la esfera de lo familiar está hoy atravesada por lo extraño”, pero “ésa es la fórmula que Freud planteó para el surgimiento de lo siniestro”.
› Por Irene Meler *
Los viejos tiempos post-industriales, en que la familia estaba compuesta por papá, mamá y los chicos, todos viviendo bajo un mismo techo, han quedado atrás. Hoy las familias presentan un aspecto variopinto, donde la tendencia hacia la diversidad parece haberse instalado. Y cada una de ellas cambia aceleradamente a lo largo del ciclo vital. Una familia puede comenzar con una mujer que ha tenido un niño sin haber formado pareja, pasar luego a ser una familia conyugal, que al nacer otro hijo de la nueva unión de pareja será una familia ensamblada. Si más adelante se produjera un divorcio o una viudez, eventualmente volvería a ser una familia monoparental. Al crecer, uno de los hijos de esa estructura compleja podría migrar, y entonces nos encontraríamos ante una familia global. Estos eventos vitales son frecuentes y realimentan un circuito signado por la inestabilidad.
Las familias del Occidente desarrollado tienden a reducirse a su mínima expresión: una madre con su hijo. El matrimonio como institución está en crisis; cada vez más parejas se unen por consenso, eludiendo la regulación legal. Los divorcios son más tempranos y frecuentes, y las mujeres jóvenes y educadas enfrentan dificultades inéditas para formar pareja y tener hijos. Entre nosotros, las familias nucleares, ya sean producto de un primer matrimonio o de un ensamblaje, aún son mayoría. Pero el barco navega hacia la diversidad.
Conviene aclarar que existen relaciones de género no sólo en las parejas heterosexuales, sino también en parejas del mismo sexo. Las relaciones de género aluden al poder, que no se acota a las uniones donde existe una diferencia sexual biológica. Las relaciones de género pueden mantener su eficacia en las uniones entre personas del mismo sexo. En la actualidad se registra una tendencia hacia la “desgenerización” –el borramiento de las diferencias que han existido tradicionalmente entre los géneros, referidas a los roles sociales y a los rasgos de carácter–: habrá que estudiar el modo en que se presenta en parejas heterosexuales u homosexuales, explorando diferencias y semejanzas entre ellas. Los arreglos cotidianos, el acceso de cada cónyuge a los bienes materiales y simbólicos, el ejercicio del erotismo, la distribución de los cuidados, son regulados por el modo en que se ha establecido el pacto o contrato tácito que regula cada unión (Fernández, Ana María, La mujer de la ilusión, 1993).
Eva Illouz (Por qué duele el amor, 2012) ilustra acerca del modo en que, en la actualidad, los varones cuya masculinidad es hegemónica controlan el mercado sexual y el mercado matrimonial. Esta autora recuerda que en tiempos premodernos, todo varón respetable debía acceder al estatuto matrimonial para obtener la dote aportada por la novia y para consolidar su posición social mediante la generación de una descendencia legítima. En la modernidad tardía esta exigencia ha perimido. Ya no se denuesta a los varones célibes por su supuesto egoísmo, ni se sospecha de su heterosexualidad. Retener el estatuto de celibato se ha transformado en una prerrogativa de los hombres poderosos, quienes se mantienen todo lo posible en el mercado sexual, y sólo cuando alcanzan la edad madura deciden instituir una relación matrimonial, habitualmente con una mujer mucho más joven, con lo cual logran ingresar al estatuto paternal sin dificultad.
Las mujeres, acuciadas por el “reloj biológico” y por la sanción social, aún vigente respecto de su soltería, padecen esta situación y luchan por transformar el mercado sexual en mercado matrimonial, muchas veces sin lograrlo. No es ajena a esta tendencia la subjetivación tradicional, que aún cultiva en las mujeres los deseos amorosos, mientras que los sofoca en los varones, en quienes estimula la rivalidad y la confrontación hostil con el semejante. Los terapeutas de niños vemos cómo las niñas adornan sus dibujos con flores, mariposas y corazones, expresando amor y belleza, mientras que los pequeños varones luchan con monstruos imaginarios y se entregan a juegos bélicos caracterizados por el enfrentamiento y la crueldad. No percibo estas actitudes como una expresión de las diferencias sexuales biológicas: las interpreto como manifestaciones de la vigencia del sistema de géneros y de su eficacia para construir subjetividades.
La índole histórica de estas tendencias sociales ha sido captada con lucidez por una teórica queer, Beatriz Preciado. En su obra Pornotopía (2010), analiza la cultura playboy creada por Hugh Heffner, y la entiende como una tendencia a pautar el modo en que la sexualidad debe ser ejercida en el contexto de una masculinidad que huye del compromiso y busca potenciar al máximo los placeres eróticos. Los varones adinerados y promiscuos, que se alejan mucho de la figura del padre de familia tradicional, hegemónica hasta mediados del siglo XX, son quienes generan estas nuevas formas de dominación. Varios autores señalan el modo en que el poder hoy se ejerce a través de la capacidad de retirarse con velocidad del campo social (Naomi Klein, Nologo. El Poder de las marcas, 2000; Zigmunt Bauman, El amor líquido, 2003). Al negarse al compromiso, ellos disfrutan de la sexualidad a expensas de una calidad vincular que sólo puede elaborarse de modo progresivo en una relación estable.
Así como ha existido un singular reparto de amor y odio, donde las mujeres se reservan para el amor y los varones despliegan el odio, también es posible observar la persistencia de un reparto genérico del erotismo y el apego. La ancestral dependencia femenina con respecto de los varones ha dejado huellas profundas en el psiquismo. Es por eso que la mistificación del amor aún hoy encubre de modo eficaz la dependencia femenina, la heteronomía que insiste a pesar de las fachadas innovadoras. Los anhelos derivados de la dependencia infantil de los varones son depositados sobre las mujeres. Ellos, tal como lo expone Jessica Benjamin (“Volver sobre el enigma del sexo. Una versión intersubjetiva de la masculinidad y la feminidad, 2002), escinden de su personalidad la vulnerabilidad y el deseo de ser contenidos y los depositan sobre la imagen de la hija, la niña que encarna la feminidad dependiente y desamparada. A través de su actual repliegue respecto del compromiso, promueven que las mujeres lo anhelen más que nunca, y de ese modo acepten condiciones desventajosas para las relaciones amorosas y sexuales.
En el contexto de la superpoblación del planeta, que ya está inspirando fantasías literarias de corte apocalíptico (véase Inferno, de Dan Brown, 2013), y de esta nueva situación que se observa en las relaciones entre varones y mujeres, las jóvenes deberán asumir un trabajo psíquico que consiste en la desmistificación de la maternidad. El hecho de ser madre pasará, posiblemente, desde la perspectiva tradicional que lo consideraba como un logro y como una parte imprescindible del ciclo vital femenino, a ser percibido como una opción que puede depender de las preferencias individuales, y/o de las circunstancias de la vida.
La parentalidad actual presenta varias líneas de fragmentación, superposición y suplementación. Si elegimos partir del origen biológico, vemos que los niños nacen habitualmente del vientre materno, pero que hoy es posible optar por un vientre prestado o por un útero alquilado. El patrimonio genético proviene en general de quienes funcionarán como padres sociales, pero también puede surgir de alguna relación casual, o de gametos donados o comprados. A esto se agregan las adopciones, que pueden ensayar una mímesis con el origen genético de los progenitores o proclamar su carácter electivo, tal como sucede con las adopciones interraciales. Esta variedad de alternativas, a las que hoy se accede merced a las nuevas tecnologías reproductivas y a la liberalización de las regulaciones que solían ejercerse respecto de la sexualidad y de la filiación, no transcurre sin conflictos. Freud (El yo y el ello, 1923) advirtió acerca del carácter conservador del superyó, instancia psíquica que representa la normativa cultural ancestral. Es así como asistimos a renuncias a una paternidad obtenida mediante semen donado, que de modo sorpresivo se transforma, para el padre varón, en el equivalente inaceptable de un adulterio. O nos sobresaltamos cuando una madre adoptante rechaza a su hijo por atribuir las dificultades en la crianza a su origen indígena.
Hasta hace poco, los niños nacían en el contexto de una unión conyugal estable, eran un proyecto conjunto. En los numerosos casos en que la pareja se disolvía y quedaban a cargo mayormente de las madres, mantuvieran o no el vínculo con los padres, esa situación era significada como un accidente y una desventaja. Hoy observamos de modo creciente el nacimiento de hijos llamados a la existencia por sus madres, de modo unilateral, y, en algunos pocos casos, por algún padre.
Cuando aludo a las madres solas, no me refiero al personaje clásico de la joven adolescente poco educada, embarazada por falta de conocimiento y reflexión. Otra imagen materna ha surgido en el escenario social: la madre sola por elección. ¿Por elección? En realidad, se trata de mujeres que transitan entre la tercera y cuarta década de su ciclo vital, y que, habiendo logrado un buen nivel educativo y una satisfactoria inserción laboral, no logran constituir una pareja estable. ¿Es que son poco atractivas? Nada de eso, en la mayor parte de los casos se trata de mujeres sexualmente atrayentes y que tampoco presentan patologías psíquicas severas. Lo que ocurre es que el relacionamiento amoroso se dificulta, y el aislamiento cunde entre las generaciones jóvenes. Esto no implica privación sexual, porque el ejercicio de la sexualidad conoce una época que es permisiva hasta el punto de la incitación. Lo que escasea es el apego.
El caso es que ellas han logrado una respetable autonomía, y cuando la experiencia las confronta con la dificultad para formar una pareja conyugal, deciden que, al menos, tendrán una familia, invirtiendo el orden tradicional de los eventos vitales. Primero vendrá el niño; después, si hay suerte, el marido. No es adecuado atribuir a estas mujeres un exceso de omnipotencia o falicismo. En condiciones adversas para la pareja, recurren a lo que tienen, para hacer lo que pueden. Construyen su propio hijo continuando un embarazo casual, adquiriendo semen de donante o adoptando a un niño. En lugar de considerarla patológica, esta opción puede ser evaluada como una resistencia contra el creciente aislamiento, una respuesta creativa ante la soledad posmoderna.
Pese a esta dificultad actual, muchos logran unirse: una mayoría heterosexual y minorías de varones homosexuales o mujeres lesbianas han llegado al mercado matrimonial para defender la institución conyugal de su extinción. Ellos apuestan al vínculo amoroso y construyen sobre él un proyecto de familia. Pero muchas veces ese proyecto caduca con el tiempo y, luego de atravesar por algún período célibe, se reincide. La condición dominante que aún detentan los varones favorece que ellos formen nuevas parejas y familias en mayor proporción, si se compara con las mujeres divorciadas o separadas que ya han sido madres. También es frecuente que, por el mismo motivo, se unan con mujeres más jóvenes y solteras, que no aportarán a su nuevo proyecto familiar hijos habidos con otro hombre.
Una cuestión que será interesante explorar se refiere al modo en que se vinculan los núcleos que integran la red familiar cuando uno de ellos está formado por una pareja del mismo sexo. Existen numerosas situaciones donde el deseo homosexual se asume de modo tardío, y se genera entonces una circulación de los niños, nacidos en una relación entre un varón y una mujer, entre dos hogares, uno de los cuales es habitado por una pareja gay o lésbica.
Se requiere la creación de representaciones, valores y pautas de comportamiento que construyan una cultura familiar donde la eventualidad del divorcio y las nuevas uniones esté integrada. Por el momento es posible detectar una intensa conflictividad que genera padecimientos en esas estructuras familiares. Supongo que irá decreciendo en la medida en que se progrese en la comprensión y aceptación de las nuevas formas familiares existentes en los espacios sociales donde el deseo ha pasado a ser ley.
Hay un factor que unifica situaciones vinculares muy diversas: la esfera de lo familiar está hoy atravesada por lo extraño. Y ésa es la fórmula planteada por Freud para el surgimiento de lo siniestro (“Lo siniestro”, 1919). Un niño perteneciente a otra etnia, un nuevo adulto que cumplirá funciones de crianza, otro niño desconocido a quien se deberá llamar hermano nos ofrecen algunas imágenes del modo en que funciona hoy la esfera de lo privado, atravesada por situaciones difíciles de asimilar para quienes las protagonizan.
Nuestras decisiones se sustentan hoy en la búsqueda de ese estado evanescente denominado felicidad, y ante la aguda conciencia de lo transitorio de la existencia nos afanamos por extraer de ella el máximo placer posible, en un período donde los sentimientos de culpa no se destinan tanto al semejante como al sí mismo abocado a la empresa de la autorrealización. En estas circunstancias, el refugio en lo conocido, lo que es amado por el hecho mismo de ser conocido, se hace difícil. La mantita impregnada de olores familiares, a la que se aferraba el niño como objeto reasegurador y que sirvió a Winnicott para ilustrar el concepto de “objeto transicional”, ha quedado olvidada en algún aeropuerto. ¿Qué podemos utilizar a modo de brújula? El propósito de la equidad entre los géneros y entre las generaciones mantiene toda su vigencia y puede servir de orientación para esta difícil empresa.
* Directora del Curso de Actualización en Psicoanálisis y Género (APBA y Univ. John F. Kennedy) y codirectora de la Maestría en Estudios de Género (UCES). Texto extractado de un trabajo presentado en las XI Jornadas Internacionales del Foro de Psicoanálisis y Género (APBA), realizadas hace dos semanas.
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