Jue 31.07.2003

PSICOLOGíA

Normalización de los “sodomitas”, los “invertidos”, los “perversos”

¿Qué sucede en la sociedad occidental?, pregunta la autora y toma el caso de la homosexualidad: hace treinta años parecía “una gran ruptura libidinal, punto de surgimiento de energía revolucionaria”.

Por Elizabeth Roudinesco *

¿Por qué hombres y mujeres homosexuales manifiestan un deseo de normalizarse? ¿Por qué reivindican el derecho al matrimonio, la adopción y la procreación médicamente asistida? ¿Qué ha pasado desde hace treinta años en la sociedad occidental para que sujetos alternativamente calificados de sodomitas, invertidos, perversos o enfermos mentales deseen ahora no sólo ser reconocidos como ciudadanos con todas las de la ley, sino adoptar el orden familiar que tanto contribuyó a su infelicidad?
Por qué ese deseo de familia, siendo que la homosexualidad siempre fue rechazada de la institución del matrimonio y la filiación, al extremo de convertirse, con el paso de los siglos, en el gran significante de un principio de exclusión.
En 1973, la revista Recherches publicó un número especial titulado “Trois milliards de pervers” (“Tres mil millones de perversos”). Contra toda clase de prejuicios, filósofos, escritores y psicoanalistas reivindicaban para los homosexuales un derecho a la diferencia, y señalaban: “La maquinación homosexual rompe con cualquier forma de adecuación posible a un polo parental identificable (...). Decimos simplemente que, entre algunos otros, el homosexual puede ser, puede convertirse en el lugar de una gran ruptura libidinal en la sociedad, uno de los puntos de surgimiento de la energía revolucionaria deseante de la cual sigue desconectada la militancia tradicional. No perdemos de vista, empero, que también existe una locura de asilo infinitamente desdichada, o una homosexualidad infinitamente vergonzosa y miserable” (entre los firmantes estaban Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jean Genet, Felix Guattari).
Los signatarios se erigían en los herederos de la larga historia de la raza maldita, magníficamente encarnada, a sus ojos, por Oscar Wilde, Arthur Rimbaud y Marcel Proust. La singularidad de un destino, aunque fuera el de la anormalidad, les parecía preferible al hundimiento en la monotonía de una vida académica y sin brillo. Apelaban a “nuestros amantes, los bereberes”, contra toda forma de opresión familiar, colonial y sexual.
La familia era entonces impugnada, rechazada, declarada funesta para la expansión del deseo y la libertad sexual. Asimilada a una instancia colonizadora, parecía transmitir todos los vicios de una opresión patriarcal: prohibía a las mujeres el goce de su cuerpo, a los niños el de un autoerotismo sin trabas y a los marginales el derecho a desplegar sus fantasmas y prácticas perversas. Edipo era visto en esos días, junto con Freud, Melanie Klein y Lacan, como el cómplice de un capitalismo burgués del cual era preciso liberarse so pena de volver a caer bajo el yugo del conservadurismo. El antiedipismo (apoyado en la obra El anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, de Deleuze y Guattari) hacía furor, apoyado, por otra parte, en la gran tradición de los utopistas o libertarios que, de Platón a Campanella, habían soñado con una posible abolición de la familia.
En nuestros días, los interesados juzgan obsoletas esas opiniones, e incluso hostiles a la nueva moral civilizada en búsqueda de norma y familiarismo recuperado. Pues parece claro que el acceso tan esperado a una justa igualdad de derechos en materia de prácticas sexuales –para las mujeres, los niños, los homosexuales– tiene como contrapartida, no la proclamación de una ruptura con el orden establecido, sino una fuerte voluntad de integración a una norma antaño deshonrosa y origen de persecuciones.
Al mismo tiempo, jamás fue el sexo tan estudiado, codificado, medicalizado, expuesto, medido, peritado. Las numerosas investigaciones y pericias contemporáneas sobre la familia o su situación tienen como corolario nuevos estudios sexológicos acerca de las parejas y los acoplamientos más sofisticados. Las descripciones prosaicas de las distintas prácticas florecen en el lugar de una palabra sobre el sexo,rebelde o íntima. También confirman el enorme interés que nuestra época presta hoy a una forma inédita de pornografía que podemos calificar de puritana, visto que presenta una clasificación fría, minuciosa y casi botánica de las diferentes exhibiciones del sexo: en la literatura, la pintura, el arte cinematográfico.
Asociado a ese fenómeno, el gran deseo de normatividad de las antiguas minorías perseguidas siembra el desorden en la sociedad. Todos temen, en efecto, que no sea otra cosa que el signo de una decadencia de los valores tradicionales de la familia, la escuela, la nación, la patria y sobre todo la paternidad, el padre, la ley del padre y la autoridad en todas sus formas. En consecuencia, lo que perturba a los conservadores de todos los pelajes ya no es la impugnación del modelo familiar sino, al contrario, la voluntad de someterse a él. Excluidos de la familia, los homosexuales de antaño eran al menos reconocibles, identificables, y se los marcaba y estigmatizaba. Integrados, son más peligrosos por ser menos visibles. Todo sucede como si hubiera que rastrear en ellos lo inefable, lo idéntico o la diferencia abolida. De allí, el terror del final del padre, de un naufragio de la autoridad o de un poderío ilimitado de lo materno, que ha invadido el cuerpo social en el momento mismo en que la clonación parece amenazar al hombre con una pérdida de su identidad.
Sin orden paterno, sin ley simbólica, la familia mutilada de las sociedades posindustriales se vería, dicen, pervertida en su función misma de célula básica de la sociedad. Quedaría librada al hedonismo, la ideología de la “falta de tabúes”. Monoparental, homoparental, recompuesta, deconstruida, clonada, generada artificialmente, atacada desde adentro por presuntos negadores de la diferencia de los sexos, ya no sería capaz de transmitir sus propios valores. En consecuencia, el Occidente judeocristiano y, más aún, la democracia republicana estarían bajo la amenaza de la descomposición. De allí, la evocación constante de las catástrofes presentes y venideras: los profesores apuñalados, los niños violadores y violados, los automóviles incendiados, los suburbios librados al crimen y la ausencia de toda autoridad.
De tal modo, y con respecto a la familia, nuestra época genera un trastorno profundo, uno de cuyos reveladores sería, a mi juicio, el deseo homosexual, convertido en deseo de normatividad, en el momento mismo en que los poderes del sexo parecen estar más extendidos que nunca en el corazón de una economía liberal que tiende cada vez más a reducir al hombre a una mercancía.

* Fragmento del libro La familia en desorden, de reciente aparición (ed. Fondo de Cultura Económica).

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