PSICOLOGíA › SOBRE LA MUERTE DE LA NIñA PRISCILA
› Por Sergio Zabalza *
En su texto No sólo es amor, madre (Buenos Aires, Edhasa, 2013), Jorge Jinkis dice: “A veces se descuida que ‘madre’ es también una palabra, y sus connotaciones no se agotan en la idealización de la ternura, en la cruel indiferencia melancólica, la ferocidad asesina o la disponibilidad inclaudicable que se hacen presentes en los relatos analíticos o literarios de los infortunios infantiles”. Días pasados, en un arroyo de la localidad bonaerense de Berazategui, fue hallado el cuerpo de una niña de siete años de edad que estaba desaparecida. Priscila murió a causa de los golpes que recibió, presuntamente, de su madre. Dicen que la mujer acostumbraba a pegarle porque la nena no le decía “mamá”. Es probable que la señora no estuviera en condiciones de comprender que la palabra madre es, también, una palabra. (Priscila vivió casi seis años con su padre biológico. Hace un par de meses la mujer fue a buscar a su hija por unas horas y nunca la devolvió.)
El impacto de la noticia –redoblado tras la muerte de otra chiquita en Mendoza por causas similares– explica por qué la raíz de toda violencia es simbólica. No es lo mismo el golpe asestado por una madre o un padre que el propinado por un par o, incluso, por un adulto que no sea familiar de la víctima. Es cierto, “madre” es también una palabra: un significante que representa a un sujeto para otro significante, en este caso, la comunidad toda: alguien reconocido como tal ante una escuela, centro de salud, el registro civil, familia, etcétera. Quizá, abandonada a su desbordada insensatez y a las penurias de su condición de madre joven con varios hijos, esta mujer no contaba con el significante que le restara certeza a la connotación delirante de la palabra madre. De hecho, Priscila estaba indocumentada, el Otro de la legalidad jamás la consideró.
Para acceder a la condición de madre –o padre– hay que prestar un consentimiento subjetivo, cuyo correlato público y simbólico es el acto de inscripción de la criatura ante la comunidad. Desde este punto de vista: todos somos adoptados. O no. Nada hay de natural en la filiación del ser hablante. El mito del instinto materno enmascara que la maternidad es una construcción social, de la misma forma que la satanización de una persona soslaya las responsabilidades compartidas ante cada niño golpeado.
En el caso de Priscila, ningún estamento social (justicia, policía, escuela, hospital) advirtió o intervino para subsanar este agujero en la trama significante que alberga a un sujeto. En su eventual o supuesta desquicia: ¿a quién pedía la madre que la llamen madre?
En su texto “Pegan a un niño”, Freud observa que “la niña pequeña está fijada con ternura al padre, quien probablemente lo ha hecho todo para ganar su amor, poniendo así el germen de una actitud de odio y competencia hacia la madre”. ¿A quién propinaba esta mujer –que alguna vez también fue niña– esos golpes que tanto nos espantan?
* Psicoanalista. Equipo de Trastornos Graves Infanto-Juveniles del Hospital Alvarez.
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