PSICOLOGíA
› EL “ALCOHOLISMO” PUEDE SER MUY DISTINTO EN CADA CASO
“Si dejás de tomar, yo no me hago pis”
Por Daniel Altomare *
Una nena de ocho años concurrió a consulta acompañada por su madre, por enuresis nocturna. Al cabo de algunas entrevistas, se pronunció: “Si mi papá no deja de emborracharse, yo no dejo de hacerme pis”. Con idénticas palabras lo repitió ante el padre en una entrevista. Para sorpresa de todos, el padre –albañil, de nacionalidad paraguaya– refirió que, a la edad que ahora tenía la hija, sus padres se habían separado y él había tenido enuresis durante casi tres años. Y le dijo a la nena: “Si yo dejo de tomar, ¿vos dejás de hacerte pis?”. La niña contestó que sí. Efectivamente, el padre dejó de beber. (La niña, por su parte, no dejó de hacerse pis.)
Otro caso de padre ante su hija fue el del hombre que dejó de tomar cuando registró que la niña rechazaba acercársele por el olor a alcohol que brotaba de su boca.
El alcoholismo es una complejidad que estalla en direcciones muy variadas como para reducirlo a una entidad mórbida determinada. Es una afección que funda una diversidad de lugares; uno de ellos, de privilegio, lo ocupa el alcohólico, pero no es el único, ya que el alcoholismo puede sintomatizarse en otros lugares. Tratar el alcoholismo como si fuera una entidad mórbida tiene al menos dos consecuencias: una es quedar capturado en la red clasificatoria de la psicopatología, en el dibujo de un supuesto “perfil” del alcohólico; la otra consecuencia es desligar al alcohólico de la responsabilidad de su acto.
La idea del alcoholismo como entidad mórbida se liga al horizonte terapéutico del abstencionismo, para el cual la abstinencia sería fin a la vez que medio. Sabemos que el abstencionismo reproduce y recupera el puritanismo protestante que demoniza la sustancia: el alcohólico no sería consciente del mal que padece, y ese estado de inconciencia formaría parte de la enfermedad. Esto deriva en una suerte de fundamentalismo sanitarista. Parafraseando a un conspicuo psiquiatra norteamericano: “Cuanto más resistan a nuestros esfuerzos, más ayuda necesitan”. En esta concepción, no hay salida. No hay acto. No hay responsabilidad. Es cierto que el alcoholismo puede avasallar la subjetividad, pero esta concepción reafirma aquello que combate: si son alcohólicos, no pueden hacer otra cosa que alcoholizarse. Finalmente, tampoco hay sujeto.
De otro orden es la política de reducción del daño, ferozmente criticada por el abstencionismo. Si el alcohólico no puede dejar de beber, ¿por qué no admitir la reducción de los riesgos y los daños como una meta posible? Pero a veces la reducción del daño presenta un sesgo ideológico, sobre todo cuando se asume en oposición al abstencionismo. Entre el abstencionismo y la reducción del daño se hace lugar el caso por caso, que no excluye ni uno ni otra, porque a cada cual puede representarlo –para bien o para mal– alguna de aquellas dos posiciones.
Las formas de causación imaginarias que pueden poner coto a la compulsión alcohólica responden a una diversidad tal que sólo puede considerarse caso por caso: así se advierte en los ejemplos que encabezan esta nota; en otro caso, una pequeña mancha de vino en la corbata fue el punto a partir del cual alguien fue causado para suspender el consumo de alcohol.
En rigor, no hay sujeto alcohólico: hay subjetividad, en sus formas más variadas, en sus más disímiles modulaciones, con alcohol o sin él. Porque no es el alcoholismo lo determinante para la subjetividad.
Por eso, algunos tratamientos corren el riesgo de consolidar el problema que procuran solucionar; hay abordajes para los cuales es necesario que el consultante se presente como “alcohólico”, en nombre de la “conciencia de enfermedad”, para garantizar el progreso del tratamiento. Esto duplica el problema: primero se le demanda que “reconozca” su alcoholismo, para luego curarlo de ello. Pero que se reconozca o no como alcohólico puede no tener ninguna importancia en el desarrollo del tratamiento, o peor: fue el caso de un paciente que, cada vez que era descubierto como jugando a las escondidas con su entorno, se defendía: “¿Y qué quiere que haga? Soy un alcohólico”. Como quien se declara inimputable. A su condición de “alcohólico” no había nada que agregar, porque todo quedaba debidamente sobreentendido, presupuesto. Y peor todavía sería si el profesional tratante recibiera esa declaración con un guiño cómplice que lo ratificara como “especialista en alcoholismo”.
Por supuesto, no faltan sujetos cuya particular forma de presentación sea llamarse “alcohólico”. No se trata de obstinarse en discutir con estos sujetos sino de analizar en cada caso qué funcionalidad tiene para ese sujeto presentarse de ese modo. Por último, es claro que, si no hay perfil o modelo de “alcohólico” representativo, tampoco debe haber un tratamiento convencional, que se atenga a las metas y los propósitos del sentido común o del prejuicio social.
* Psicoanalista. Docente en la Universidad Nacional de Quilmes.