“Se agrede para combatir la agresión, se subordina para defender la libertad, se avasalla para exigir respeto, se coarta la naturaleza para que no se desvíe, se imponen caprichos para evitar caprichos, se instituyen formalidades para evitar desamores, se descalifica el verdadero sentir para conseguir buenos sentimientos”, advierte el autor de esta nota.
Cuando en una comunidad se manifiesta una ola delictiva, es habitual que se reaccione multiplicando la sanción de leyes represivas; cuando los ciudadanos, aborígenes o campesinos reclaman por sus derechos, los encargados de dictar leyes suelen hacer uso de sus poderes para encuadrar sus demandas por fuera de las leyes y habilitar el castigo. Las religiones amenazan con la ira de sus dioses y excomulgan –cuando son benévolas– o torturan y matan cuando no lo son; la escuela sanciona o excluye a los “malos alumnos” o a los que se portan mal. Las viejas escuelas de psiquiatría encierran y castigan a sus “enfermos”. Cualquier lector podría ampliar la lista, de manera tal que no queden dudas de que existe una convicción plena y generalizada en que la coerción y el castigo constituyen dispositivos formativos, correctivos y preventivos de primera línea.
De este botiquín reducido y pretencioso, aplicado cotidianamente en dosis indiscriminadas, se espera que evite o por lo menos atenúe la aparición de fenómenos de violencia, que desaliente la ola delictiva, que evite las adicciones y las aberraciones sexuales. Al mismo tiempo, esta herramienta multifunción debería estimular indiscutibles valores universales así como, en los alumnos, los escurridizos deseos de aprender.
Sin embargo, si comparamos los enormes esfuerzos destinados a esta labor con los magros resultados obtenidos, es notorio que las metas no se alcanzaron y que cada vez se vislumbran más remotas.
Más aún, es posible pensar que estas acciones punitivas, restrictivas, vindicativas, están más cerca de ser causantes que de ser correctoras.
En lo que a la violencia y al delito se refiere, ¿acaso es cierto que las religiones o las legislaciones seculares, con sus correspondientes penalidades, atenuaron su virulencia?
¿Cómo es posible que, mientras asistimos al incremento de todo aquello que es razonable considerar desencadenante de violencia y delincuencia, sigamos dilapidando esfuerzos en hacer desaparecer la violencia con más violencia?
Otro tanto ocurre con la sexualidad. Que la sexualidad es patrimonio de los seres vivos ya no será negado por nadie que esté en su sano juicio, pero la persistencia de luchas milenarias por dominarla y encaminarla, con fines sociales, morales o económicos, ¿ha hecho algo más que entorpecer y pervertir su naturaleza?
¿Y qué es lo que se ha impulsado para prevenir las adicciones? Casi nada que atienda a los factores causales y predisponentes.
Entonces, si no es muy aventurado afirmar que la mayor parte de lo que se ha intentado hasta el momento promueve o exacerba lo que se propone evitar, la alternativa que más nos acerca a las acciones verdaderamente preventivas debería replantear la educación, y las legislaciones que la complementan, desde una perspectiva que contemple las particularidades específicas de los problemas que aborda y no como un exabrupto reactivo a cada hecho indeseable.
Esta carencia no es un defecto que se pueda atribuir al desinterés y mucho menos a la mala intención, sino que se asienta en un error universalmente compartido: “Naturalmente” cada uno (cada familia, cada grupo, cada país, cada momento histórico) irá encontrando la mejor forma de atender los problemas que lo afectan. Pero como esa inspiración natural no existe en el ser humano, su ausencia se suple con una mezcla de sentido común, experiencias vividas, recomendaciones enfáticas pero sin fundamentos, prejuicios que se esgrimen como verdades absolutas, convenciones microculturales y mandatos tradicionales o reciclados: se agrede para combatir la agresión, se subordina para defender la libertad, se avasalla para exigir respeto, se coarta la naturaleza para que no se desvíe, se imponen caprichos para evitar caprichos, se instituyen formalidades para evitar desamores, se descalifica el verdadero sentir para conseguir buenos sentimientos.
Si prestamos atención reconoceremos que la violencia, en sus diferentes formas, está institucionalizada como método pedagógico, preventivo, curativo y disuasorio. La injusticia estructural de la economía globalizada no suele ser percibida como violenta por quienes no la padecen, por lo que suelen sorprenderse genuinamente cuando los que la sufren se violentan. Y convivimos con fundamentalismos religiosos, xenofobias, racismos, discriminaciones políticas, fanatismos deportivos, que son caldos de cultivo violentos. Estimulamos y toleramos el “machismo” como meta de identidad masculina. Fácilmente les atribuimos a los medios de comunicación la capacidad de generar las condiciones que incentivan la violencia delictiva juvenil tanto como la violencia reactiva contra ella. Si esto fuera cierto, ¿no sería más coherente pensar en las condiciones que predisponen a las personas a ser presas de la sugestión?
¿Qué otro saldo nos podría dejar el balance de esta administración de caducos, contradictorios y arbitrarios remedios caseros, que una enorme cosecha de amargos fracasos?
Frente a este panorama es lógico preguntarse, ¿es utópica la expectativa de políticas realmente preventivas?
No se trata de dejar todo a su libre curso, como se aduce para seguir haciendo más de lo mismo, sino de apuntar a lo que verdaderamente necesita un individuo para crecer con autonomía, con claro y efectivo respeto por sus derechos, con plena capacidad de goce y de defensa y por lo tanto sin verse compelido al desprecio por su propia vida o la de los demás.
¿Desde dónde impulsar un cambio de esta índole?
Desde todos los ámbitos posibles, entre los que no deberían estar ausentes los medios masivos de comunicación. En estos últimos, las opiniones en uno u otro sentido validan la repetición irreflexiva de una concepción autoritaria de la salud, la política y la educación o, por el contrario, invitan a ponerla en tela de juicio.
* Médico psicoanalista. Coordinador del curso de capacitación docente: “Claves para una pedagogía sin premios ni castigos”. Texto extractado del trabajo Castigar no educa, no previene, no cura, ni reforma.
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