PSICOLOGíA › EROTISMO Y AVENTURA EN LA VEJEZ
› Por Yago Franco *
Un señor que tenía más de 70 años consultó por algo que describió como una depresión, con momentos de ansiedad y rabia que lo acosaban. Se había separado de su amante de años, su esposa había fallecido, una serie de catástrofes físicas lo habían aquejado, uno de sus hijos lo odiaba ilimitadamente, su ocupación laboral de toda la vida había llegado a su final. El abismo de un estado melancólico o alcohólico se abría ante él. ¿Qué esperar? Lo inesperado, que hizo irrupción en su análisis y que sirvió de guía para su cura: disfrutar de su erotismo vigente logrando que fuera más vigente aún haciendo manifiesto su deseo por las mujeres, que al principio lo avergonzaba y que le permitió iniciar diversas aventuras, hasta volver a estar en pareja; también disfrutar de nietos para los cuales era la figura paterna y del tiempo libre y la posibilidad de hacer viajes, de revisar su historia y encontrarle una traducción, de encontrar proyectos. Ahora, cerca de los 80 y eludiendo toda posible jubilación, permanece parcialmente activo en lo laboral como en lo deportivo. El deporte, lo amoroso y el disfrute de su sexualidad, el afecto de sus nietos-hijos, el encuentro con amigos (aunque algunos comiencen a “irse”) le aportan luminosidad, de la mano de un humor ácido con el que se refiere a este período de su vida sabiendo que el final puede acontecer con poco aviso.
Así como la relación con el tiempo, la relación con la muerte no es natural y tampoco lo es la relación con la vejez, que en distintas sociedades puede pasar de la veneración y el privilegio a la condición de desecho o a quedar atrapada en las redes del consumo. En una sociedad donde la significación central exalta el imperio de lo nuevo por lo nuevo mismo, la vejez, la muerte, deben ocultarse. En tiempos de lo ilimitado, los límites de la vida humana son vistos como insoportables; cuestionan la demanda del Otro que clama por lo ilimitado. Cuanta más lentitud se apodera del sujeto más vertiginosidad le exige el tiempo socialmente instituido. No hay un tiempo social para la enfermedad, la caducidad, la muerte.
Hay un hacer y un placer en la vejez, que puede hacer de quienes transitan esa etapa sujetos responsables, nunca caducos en su pertenencia al proceso productivo de vida, ideas, deseos, actos. En la vejez se hace imprescindible hallar un placer en la recepción que los otros hagan de su experiencia y legado, hallar un lugar activo en la sociedad y saberse ocupando un lugar en el deseo de los otros.
* Extractado del trabajo “La vida, ¿un soplo?”, que puede leerse completo en http://www.elpsicoanalitico.com.ar
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