PSICOLOGíA › ACTUALIDAD DE WALTER BENJAMIN
El gran Walter Benjamin escribió en la década de 1920 estos textos capaces de “comandar el alma de quien se ocupa de ellos”, de ofrecer “nuevas vistas del ser interior del lector”, de ser “esa ruta que atraviesa un bosque interno que vuelve a cerrarse sobre ella”. Además, son de impresionante actualidad.
› Por Walter Benjamin *
El que ama no sólo siente apego por los errores de la amada, por los tics y las debilidades de una mujer: las arrugas en el rostro y los lunares, los vestidos gastados y un andar torcido lo unen a ella de manera mucho más duradera e inflexible que cualquier belleza. Hace tiempo que se sabe esto. ¿Y por qué? Si es verdad la teoría que dice que la sensación no anida en la cabeza, que nosotros no sentimos una ventana, una nube o un árbol en el cerebro, sino más bien en el lugar en el que los vemos, entonces también al mirar a la amada estamos fuera de nosotros mismos. Pero atormentadamente tensos y hechizados, en este caso. Encandilada, la sensación revolotea como una bandada de pájaros en el brillo de la mujer. Y así como los pájaros buscan resguardo en los frondosos escondites del árbol, las sensaciones huyen hacia las arrugas sombrías, los gestos desgarbados y las máculas imperceptibles del cuerpo amado, donde se agazapan protegidas en la guarida. Y ninguno que pase por delante adivinará que precisamente aquí, en lo deficiente, en lo reprochable, anida el flechazo de la exaltación amorosa del admirador.
En un amor, la mayoría busca una patria eterna. Otros, muy pocos, el viaje eterno. Estos últimos son melancólicos, que deben rehuir el contacto con la madre tierra. Buscan a quien mantenga alejada de ellos la melancolía de la patria. A ése le son fieles.
Se está junto a una mujer que uno ama, se habla con ella. Luego, semanas o meses más tarde, ya separado de ella, se acuerda uno de qué trataba aquella conversación. Y ahí está ahora el tema, banal, estridente, poco profundo, y uno reconoce: sólo ella, que por amor se inclinó profundamente sobre el tema, le otorgó sombra y lo protegió de nosotros, de modo que el pensamiento pudiera vivir en todos los pliegues y en todos los rincones, como un relieve. Cuando estamos solos, ahora, yace llano, sin consuelo ni sombra, a la luz de nuestro conocimiento.
Es tonto cavilar pedantemente sobre la fabricación de objetos (material visual, juguetes o libros) que sean aptos para niños. Desde la Ilustración, ésta es una de las especulaciones más enmohecidas de los pedagogos. Su afición por la psicología les impide advertir que la tierra está llena de los más incomparables objetos de atención y uso para chicos. Y de los más determinados. Pues los niños se inclinan especialmente por visitar cualquier lugar de trabajo en donde sea visible el accionar sobre las cosas. Sienten una atracción irresistible por los desechos que generan la construcción, el trabajo en el jardín o en la casa, la costura y la carpintería. En estos productos residuales reconocen el rostro que el mundo de los objetos les muestra a ellos y sólo a ellos. Con estos desechos, en el juego, no reproducen las obras de los adultos, sino que ponen en nueva e inesperada relación materiales heterogéneos. De este modo los niños construyen por sí mismos su mundo objetual, uno pequeño dentro del grande. Habría que tener presentes las normas de este pequeño mundo cuando se quiera hacer algo deliberadamente para niños.
Como quien hace en la barra fija una gran voltereta, de joven uno mismo hace rodar la rueda de la fortuna, en la que tarde o temprano sale el gran premio. Pues sólo aquello que ya sabíamos o hacíamos a los quince años constituye algún día nuestro atractivo. Y por eso hay algo que nunca se puede reparar: no haberse escapado de los padres. De las cuarenta y ocho horas de quedar a la deriva durante esos años confluye, como en una solución cáustica, el cristal de la felicidad de la vida.
¿Qué es lo que en la vida se soluciona? Las preguntas de la vida vivida, ¿no permanecen, atrás, como un follaje que nos impidió la visión? Casi ni se nos ocurre talarlo, ni siquiera clarearlo. Seguimos avanzando, lo dejamos a nuestras espaldas y, si bien desde lejos se lo puede abarcar, queda confuso, vago y tanto más enigmáticamente embrollado.
La sensación dominante en el asco a los animales es el miedo a que nos reconozcan cuando los tocamos. Lo que se espanta en lo profundo del hombre es la oscura conciencia de que en él vive algo tan poco ajeno para el animal asqueroso que éste podría reconocerlo. Todo asco es originalmente asco al contacto. A esta sensación el dominio sólo logra pasarla por alto con gesto esporádico y desbordante: abrazará fuerte lo asqueroso, lo comerá, mientras que la zona del más leve roce epidérmico sigue siendo tabú. Sólo así puede satisfacerse la paradoja de la exigencia moral que demanda de las personas la superación y al mismo tiempo el cultivo más sutil de la sensación de asco. No tiene permitido negar su parentesco bestial con la criatura a cuya llamada responde con asco: debe convertirse en su amo.
La fuerza de una carretera es distinta si uno anda por ella o la sobrevuela con un aeroplano. También la fuerza de un texto es diferente si se lo lee o se lo copia. El que vuela sólo ve cómo la carretera atraviesa el paisaje, la ve rodar según las mismas leyes que el terreno que está alrededor. Sólo el que anda por la ruta experimenta su poderío y cómo, de ese terreno que para el que vuela no es más que una planicie desenrollada, la carretera, con cada una de sus curvas, ordena salir lejanías, miradores, claros y perspectivas, como el llamado del comandante a los soldados que están en el frente. De la misma manera, sólo el texto copiado comanda el alma de quien se ocupa de él, mientras que el mero lector nunca conoce las nuevas vistas de su ser interior, tal como las abre el texto, esa ruta que atraviesa un bosque interno que vuelve una y otra vez a cerrarse sobre ella: porque el lector, en la zona aérea libre de la ensoñación, obedece al movimiento de su propio yo, mientras que el copista deja que lo comanden. Por eso es que la práctica china de reproducir libros era una garantía incomparable de cultura literaria, y la copia una llave a los enigmas de China.
La idea de la lucha de clases puede ser engañosa. No se trata de una prueba de fuerzas en la que se decide quién gana y quién pierde, un combate tras cuyo desenlace al victorioso le irá bien y al derrotado le irá mal. Pensar así significa disimular románticamente los hechos. Pues la burguesía puede ganar o perder en la lucha, pero permanece condenada a la extinción por sus contradicciones intrínsecas, que resultarán fatales en el transcurso de su desarrollo. La pregunta es sólo si se derrumbará por sí sola o por medio del proletariado. La respuesta decidirá la permanencia o el fin de un desarrollo cultural de tres mil años. Y si la abolición de la burguesía no se lleva a cabo hasta dentro de un lapso casi calculable del desarrollo económico y técnico, todo está perdido.
Para los alemanes se ha perdido el más europeo de todos los bienes: esa ironía más o menos explícita con que la vida del individuo reclama desenvolverse de manera distinta de la existencia de la comunidad en la que ha ido a parar.
Del tesoro de frases hechas en las que a diario se revela el estilo de vida del burgués alemán, esa fusión de estupidez y cobardía, resulta especialmente memorable la de la catástrofe inminente, según la cual “esto no puede seguir así”. La torpe fijación a conceptos de posesión de décadas anteriores le impide al hombre promedio percibir las estabilidades de tipo completamente novedoso que subyacen la situación actual. Puesto que se vio beneficiado por la relativa estabilidad de los años previos a la guerra, cree necesario considerar inestable cualquier situación que le signifique un desposeimiento. Pero las condiciones estables no necesitan ser condiciones agradables, y ya antes de la guerra había capas para las que las condiciones de estabilidad eran una estable miseria. La decadencia no es para nada menos estable ni menos sorprendente que el auge.
Quien contempla la salida del sol despierto y vestido, por ejemplo durante una caminata, conserva durante el día, ante todos los demás, la soberanía del que lleva una corona invisible; y a quien el amanecer lo toma trabajando le parece, al mediodía, como si él mismo se hubiese puesto la corona.
Sólo quien supiera observar su propio pasado como un engendro de la obligación y la necesidad estaría capacitado para hacerlo valer al máximo en cada presente. Pues lo que uno ha vivido es comparable, en el mejor de los casos, a la bella estatua a la que le quebraron todos los miembros en los transportes y que ahora no ofrece más que el valioso bloque a partir del cual se ha de esculpir la imagen de su futuro.
Estaba sentado por la noche en un banco, con fuertes dolores. En un banco de enfrente se sentaron dos muchachas. Parecían querer hablar en confianza y empezaron a susurrar. En las cercanías no había nadie más que yo, que no hubiera entendido su italiano por muy alto que lo hablaran. Ante este susurrar injustificado en un idioma para mí inaccesible, no pude reprimir la sensación de que se posaba sobre el sitio dolorido un refrescante vendaje.
Nada diferencia tanto al hombre antiguo del moderno como su entrega a una experiencia cósmica que el último casi no conoce. La caída de esta experiencia se anuncia ya en el florecimiento de la astronomía a principios de la edad moderna. La relación de los antiguos con el cosmos se desarrollaba de manera distinta: en el éxtasis. A fin de cuentas, el éxtasis es la experiencia en la que nos aseguramos lo más cercano y lo más lejano, y nunca lo uno sin lo otro. Sólo en comunidad puede el hombre comunicarse de manera extática con el cosmos. El error del hombre moderno está en tomar esta experiencia como algo intrascendente y dejarla a discreción del individuo como desvarío en bellas noches estrelladas.
El dominio de la naturaleza, así enseñan los imperialistas, es el sentido de toda técnica. Pero, ¿quién podría tenerle confianza a un maestro golpeador, que declarara que el sentido de la educación es el dominio de los niños por parte de los adultos? ¿No es la educación ante todo el ordenamiento insoslayable de las relaciones entre las generaciones y por ende, si se quiere hablar de dominio, el dominio de las relaciones generacionales y no de los niños? Y así también la técnica no es dominio de la naturaleza, sino dominio de la relación entre naturaleza y humanidad.
No hay nada más pobre que una verdad expresada tal como fue concebida. En esos casos, ponerla por escrito no llega a ser siquiera una mala fotografía. Además, la verdad se niega (como un niño o una mujer que no nos quieren) a mirar quieta, recta y cordial hacia la lente de la escritura. Lo que quiere es ser espantada de manera súbita, como con un golpe, ya sea que la asuste un tumulto, o música, o gritos pidiendo ayuda.
* Fragmentos de Calle de mano única, recientemente publicado en castellano por El Cuenco de Plata.
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