Jue 04.12.2003

PSICOLOGíA  › EFECTOS DEL 11 DE
SETIEMBRE DE 2001 EN LA SUBJETIVIDAD DE LOS NORTEAMERICANOS

Los atentados fatales produjeron un oscuro alivio

Una psicoanalista norteamericana examina las reacciones en su país ante el atentado a las Torres Gemelas y discierne tres momentos: el primero fue traumático; en el segundo, la unión ante el enemigo externo fue un alivio paradójico para una sociedad que ya vivía en “un ambiente traumatizante crónico”; en el tercero, comenzaría la resistencia.

Por Nancy Caro Hollander *

¿Cómo es vivir en Estados Unidos con las secuelas del trauma del 11 de setiembre de 2001? Como sabe todo el mundo, el asalto terrorista a las Torres Gemelas y al Pentágono hizo estallar la creencia en que “somos una excepción”, en que esas cosas les pasan a los otros pero no nos pueden pasar a nosotros. No hay duda de que esos ataques fueron vividos como un episodio traumático, y lo que vino después, en lo político y lo económico, se transformó en un estado de trauma reiterado. Inmediatamente después de los ataques la gente sintió dolor por las víctimas, una profunda vulnerabilidad, mucha rabia, y terror frente a un futuro que se tornaba repentinamente imprevisible.
Pero desde mi punto de vista, y paradójicamente, el 11 de setiembre también hizo posible una sensación de alivio, con relación a las ansiedades profundas que durante años la gente venía sufriendo debido a transformaciones devastadoras en lo económico, lo cultural y lo político, que se verificaban en el interior de la sociedad norteamericana.
El contexto social puede reforzar emociones primitivas como la envidia, la codicia, el odio, o puede fomentar emociones que forman la base de la responsabilidad, de la reparación y del amor. Desde mi punto de vista, la sociedad norteamericana no se ha caracterizado por un contexto positivo que pueda contener la agresividad humana. Al contrario. En los últimos años se propició un ambiente traumático donde los discursos dominantes de libertad, de igualdad y de democracia son cada vez más contradictorios e incompatibles con la realidad que vive la mayoría de los ciudadanos.
Bajo la superficie de una cultura que se define para el mundo como el ejemplo de la oportunidad sin límites, de los derechos civiles, existe una realidad de desigualdades profundas. El uno por ciento más rico controla el 38 por ciento de la riqueza nacional, mientras el 80 por ciento más pobre recibe sólo el 17 por ciento. Este año la tasa oficial de pobreza subió a más del 12 por ciento de la población. En el país más rico del mundo, uno de cada cinco chicos vive bajo el índice de pobreza. Por primera vez en la historia del país, la próxima generación va a tener un nivel de vida más bajo que el de sus padres y también va a sufrir más violencia social.
Tanto como los desocupados y los marginales, la clase media y la clase obrera han sufrido un proceso de fragilización que supone la incertidumbre con respecto a sus trabajos, pérdidas de los empleos, empeoramiento de sus sueldos y eliminación de beneficios como el seguro de salud. Estos cambios han provocado un ataque a la sensación de seguridad, de estabilidad y de esperanza, con efectos desmoralizantes que muy a menudo se han manifestado en una violencia social creciente. Las víctimas suelen ser los sectores más vulnerables de la sociedad, incluyendo a los grupos étnicos minoritarios, los inmigrantes, las mujeres y los chicos.
Y la realidad violenta es reforzada por la violencia en la cultura. Grandes monopolios dominan los medios de comunicación masivos y promueven una visión del mundo cada vez más violenta, lo cual afecta la subjetividad de un público que llega a sentir el mundo como cada vez más y más peligroso. Las imágenes violentas que se repiten sin parar a través de los medios –agresiones a hombres, a mujeres y a chicos cometidos por antihéroes enfermos, omnipotentes, psicopáticos y diabólicos– son vehículo por el cual se instala en el imaginario social una narrativa que naturaliza todo lo destructivo. Y la acción de superhéroes vigilantes que actúan por su cuenta se postula como el modelo para resolver conflictos, mucho más que la reflexión y la negociación. Esto provoca en el público la falta de confianza en la Justicia y en los procesos legales.
Los medios de comunicación, con sus mensajes violentos, provocan una identificación con la resolución agresiva e impulsiva de conflictos. Mucha gente apela a la identificación con el agresor como último recurso para defenderse del agobio, la impotencia y su propia vulnerabilidad ante la agresión destructiva del contexto social, de los grupos en los que participa, de su familia y de su propia realidad psíquica. La ironía es que, si estas maniobras inconscientes funcionan con éxito, refuerzan una identificación con la violencia y la agresión como modelos de sentir y de actuar.
Todo esto constituye un ambiente traumatizante crónico, y nos permite tener una idea del contexto en el que se inscribió, a nivel individual como a nivel colectivo, aquel 11 de setiembre.
Los insensibles
El psicoanalista Robert Lifton desarrolló el concepto de un sujeto “psicológicamente insensible”, a partir de análisis con sobrevivientes de Hiroshima y Auschwitz: alude a la reacción psicológica frente al trauma extremo, cuando el sujeto toma distancia de la experiencia traumática, la cual se encapsula como incomprensible y no se puede integrar simbólicamente.
Lifton dice que el desafío terapéutico consiste en, poco a poco, integrar el psiquismo fragmentado, atendiendo, al mismo tiempo, a la necesidad de reconstituir el yo que existía antes del trauma y a la necesidad de metabolizar la experiencia traumática. Si esta elaboración no puede lograrse, la persona traumatizada puede tratar de resignificar la experiencia a través de una salida perversa que incluye la explotación psicológica de los otros. Lifton sugiere que, cuando las situaciones traumáticas no llegan a ser integradas, asumimos nuestra propia vitalidad e inmortalidad simbólica por la negación a los otros del derecho de vivir y por la identificación de ellos con la muerte. De este modo, la destructividad incluye la proyección de la ansiedad de muerte sobre los otros. Lifton añade que los seres humanos no podemos matar a multitudes sin que figure como motivación una causa virtuosa: la masacre manifiesta un intento de afirmar el poder de vida por parte del grupo que la lleva a cabo.
En este sentido, el 11 de setiembre constituyó simbólicamente un alivio en la ansiedad persecutoria provocada por la experiencia de vivir en una cultura que está destruyéndose desde adentro. El ataque terrorista desde afuera permitió un alivio para la opresión que provocaba un proceso demasiado complejo para ser entendido a nivel consciente, pero vivido a nivel inconsciente como una desintegración de lo confiable, lo conocido, lo familiar.
El ataque terrorista suscitó una vitalidad renovada a nivel grupal. Las tensiones entre las clases sociales, los grupos étnicos, los sexos, las generaciones, todo cedió ante una ola de nacionalismo ante la agresión que venía desde afuera: “Somos todos americanos...”. Al mismo tiempo, se puso en evidencia una generosidad, una solidaridad, actitudes de autosacrificio por parte de millones de ciudadanos, que los medios de comunicación se encargaron de exaltar. Esto fue reafirmando para la sociedad y para las subjetividades un sentido de nosotros mismos como gente buena, con una cultura buena, un país bueno, capaz de llegar a los sentimientos positivos de la denominada posición depresiva, de amor y empatía.
Las relaciones fracturadas se presentaban reparadas. El enemigo ya no era un nudo complejo de fuerzas internas difíciles de entender y cambiar: era fácil de identificar y de entender, había venido desde afuera, marcado por sus diferencias con nosotros, por el hecho de ser “salvaje, premoderno, sin civilización”. El alivio social vino con la posibilidad de proyectar las agresiones sobre un enemigo externo deshumanizado. La reacción de Estados Unidos ante el 11 de setiembre muestra una vez más cómo la ansiedad persecutoria del sujeto y de la sociedad puede procesarse más fácilmente cuando se la experimenta como un estado provocado desde afuera en vez de desde adentro.
Como señaló la psicoanalista Hanna Segal, los grupos suelen ser más narcisistas que los individuos, con tendencias a la autoidealización y a una posición paranoica respecto de otros grupos, y fácilmente pueden negar sus propias agresiones y proyectarlas sobre un enemigo, real o imaginado, para despreciarlo y atacarlo. En este sentido, el 11 de setiembre permitió que surgiera un nuevo discurso sobre el malestar fundamental en el mundo.
Durante la última década, el movimiento antiglobalización había desarrollado un discurso en el cual el conflicto básico era entre, por un lado, Estados Unidos y los otros gobiernos del Primer Mundo, las grandes empresas transnacionales y las instituciones internacionales financieras, y, por otro lado, las luchas populares de toda índole, los organismos de derechos humanos, los movimientos ecologistas, etcétera. A partir del 11 de setiembre, ese discurso fue reemplazado por uno nuevo, articulado por el presidente Bush, en el cual la contradicción fundamental en el mundo se presentó como la batalla entre la civilización y la barbarie, identificada con el terrorismo fundamentalista.
Pero esta “civilización” y quienes la representan quedan prisioneros de su propio fundamentalismo, con los mecanismos primitivos de que habla Segal, incluyendo una idealización hiperbólica de sí mismo y una proyección de todo lo malo. Las consecuencias de la agresión inherente a la larga historia del imperialismo, en el Medio Oriente y Asia, son proyectadas sobre un objeto despreciado que, entonces, puede y debe ser atacado y destruido.
El sentido de defensa psicológica que tiene este nuevo discurso también se vincula con la ansiedad de muerte, respecto de la amenaza de la aniquilación de la especie humana con que hemos vivido desde que Estados Unidos usó la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki. Los líderes de Estados Unidos y de otros países que han desarrollado armas de destrucción masiva niegan sus propios impulsos agresivos, considerando sus motivos como meramente defensivos. La negación de su propia capacidad y motivación ofensiva en la competencia por producir armas nucleares es muy peligrosa; estimula la paranoia. El 11 de setiembre facilitó al gobierno de Estados Unidos la posibilidad de tramitar su propia responsabilidad en amenazar la supervivencia de la especie humana proyectándola sobre los terroristas actuales, que, quizá, podrían robar o comprar armas biológicas o de radiación construidas precisamente por Estados Unidos.
Nuestro nombre
Sin embargo, en los últimos meses, está germinando una nueva subjetividad: se levantan críticas, se configura un polo opositor, una nueva conciencia en el pueblo. Como puede leerse en la historia de todos los imperios, cuando éstos han usado sus recursos para expandir su poder, las víctimas han sido no sólo los pueblos conquistados, sino que el pueblo que vive en el corazón del imperio paga un precio cada vez mayor. Así, el gran deterioro actual de la sociedad norteamericana revive las ansiedades persecutorias que existían antes del 11 de setiembre. Aquel ambiente traumatizante se exacerba ahora por la política de Bush y de las fuerzas económicas y políticas cuyos intereses representa su gobierno.
Sale a la luz cada día más información sobre la incompatibilidad entre los intereses de ese grupo y los de la mayoría del pueblo de Estados Unidos. También los ciudadanos somos testigos de las mentiras y distorsiones de información que el gobierno implementó para cumplir su política de guerra. El gobierno demanda más dinero para seguir con sus fines en Irak, con el falso argumento de reconstruir allí escuelas y hospitales, en Estados Unidos las escuelas están cada vez en peor estado, el costo de las universidades públicas está más allá del alcance de la clase obrera y aún de la clase media, el costo de la atención médica ha subido tanto que mucha gente no puede atenderse y más de 44 millones de ciudadanos no pueden pagar seguro de salud.
Hay además un ataque a los derechos civiles, amparado en una ley que, sancionada después del 11 de setiembre, permite al gobierno restringir derechos civiles que la Constitución garantizaba desde el nacimiento del país. Ahora los servicios de inteligencia y espionaje tienen el derecho deentrar en cualquier casa sin orden de allanamiento, sin avisar, aun sin que uno sepa que estuvieron. Pueden tener acceso a los e-mails, escuchar conversaciones telefónicas, hostigar, acosar, capturar y llevar preso a cualquiera de quien se presuma o sospeche su vinculación con actividades relacionadas con el “terrorismo”. ¿Y cómo se define el terrorismo? Sólo ellos saben.
Es cada vez más difícil detectar la diferencia entre las amenazas terroristas verdaderas y las amenazas representadas por el Estado mismo. Vivimos continuamente bajo un código de peligro: a menudo hay alertas “naranja”, según los cuales es muy probable que haya ataques terroristas en cualquier momento.
El impacto sobre la subjetividad del pueblo que vive en este ambiente es complejo. Una parte sigue sintiendo bastante miedo y se identifica con las políticas agresivas, las justificaciones ideológicas y las defensas psicológicas primitivas de splitting y proyección de los que mandan. Pero también cada vez hay más y más gente indignada y protestando por las contradicciones, que son cada vez más agudas.
Desde mi punto de vista, las condiciones actuales constituyen una coyuntura crítica en la cual puede llegar a predominar la dinámica esquizoparanoide o la depresiva. Puede ser que la mayoría del pueblo reaccione a estas condiciones de deterioro manifestando síntomas de trauma; podrá negar la impotencia a través de fantasías de ser rescatado por un líder fuerte; o usar defensas maníacas en su apoyo a la política del gobierno como expresión de sus propios deseos e impulsos de represalia, en identificación con el agresor. O bien, al contrario, puede ser que el pueblo, harto, se identifique con los movimientos de oposición que, con sus discursos y acciones críticas, están abriendo un espacio de reflexión y transformación de la realidad.
Los movimientos contra la globalización, sindicatos de base, luchadores en derechos humanos, ecologistas, feministas y muchos más, vienen montando campañas. Algunas familias que, habiendo perdido seres queridos en las Torres Gemelas, se oponían a la respuesta bélica de Bush, formularon la consigna: “No en nuestro nombre”. Este lema ha sido adoptado por muchos diferentes grupos que, dentro de Estados Unidos, luchan.

* Extractado de una exposición de la psicoanalista norteamericana Nancy Caro Hollander (autora de El amor en los tiempos del odio. Psicología de la liberación en América Latina), organizada por la revista Topía en el Centro Cultural de Artes y Oficios de la fábrica recuperada Grissinopoli; versión completa en www.topia.com.ar.

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