¿Qué implican los portazos, las discusiones, las largas horas en la cama? ¿El refugio “autista” en la parafernalia tecnológica? ¿Los tatuajes, los peinados extraños o el vestir provocativo? ¿El pegoteo al amigo? El recorrido del tren adolescente experimentará avatares cuyas estaciones sólo emergen caso por caso. La adolescencia es un momento privilegiado para orientar el goce hacia el lazo social. Se trata de que los adultos aprovechen esta carta en espera.
› Por Sergio Zabalza *
De acuerdo con la operación de lectura que Lacan realiza sobre el texto freudiano, el lenguaje preexiste al sujeto y sus efectos se van manifestando de distintas maneras, a medida que el soporte material que compone el basamento neurológico del cuerpo asimila las consecuencias del trauma que la irrupción del orden simbólico imprime en el viviente.
Desde esta perspectiva, no nos pasa inadvertida “la latencia de que adolece todo significable”1 propia de la especial temporalidad con que la estructura significante impone su ley. En primer lugar, por el efecto retroactivo en virtud del cual hay que esperar la respuesta del Otro para darnos por enterados de la significación de nuestro mensaje.
Al respecto, basta con registrar la angustia que nos invade si el rostro de nuestro semejante denuncia alguna incongruencia en nuestro discurso. Apenas nos animamos a preguntar: “¿dije algo malo?”, para saber de qué se trata. Lo cierto es que muchas veces no necesitamos de un otro actualizado en carne y hueso para advertir nuestros errores, dado que en nosotros mismos la instancia que emite o escribe las palabras no es la misma que la que las escucha o las lee. A veces nos sorprendemos por los fallidos que cometemos, sin necesidad de que alguien tenga que avisarnos. Las lecturas diferidas de los emails o los mensajes en los contestadores son nuestros mejores testimonios.
Pero, en segundo lugar, “la latencia de que adolece todo significable” también habla del dolor de una carta en espera2, una marca que aguarda ser leída. Tal como Emma, aquella paciente de Freud –con fobia a entrar en las tiendas– que recién durante su pubertad acusó recibo del abuso del cual había sido víctima en el local de un pastelero, cuando apenas contaba con ocho años de edad. La conclusión a la que arriba Freud es que en ese entonces todavía no estaban las representaciones necesarias para dar cuenta de aquel trauma, por eso concluye: “El retardo de la pubertad posibilita unos procesos primarios póstumos”.3 En nuestros términos diríamos que, en virtud de “la latencia de que adolece todo significable”, recién en la pubertad Emma estuvo en condiciones de leer su carta en souffrance (en suspenso, a la espera).
Lo decisivo está en que con esa marca la joven hace un síntoma que le permite localizar la amenaza que viene del Otro y, de esa manera, organizar su realidad y su cuerpo de deseo. Porque, en definitiva, no debe ser casualidad que la fórmula con que Lacan da cuenta de la pulsión articule la demanda con el sujeto –($ ¸ D)–, si a fin de cuentas, el mismo Freud decía: “Confesémoslo llanamente: no esperábamos que el peligro pulsional interno resultara ser una condición y preparación de una situación de peligro objetiva, externa”.4
De manera que allí, donde el pequeño otro se torna amenazante –o decepcionante según el caso–, el sujeto hace un síntoma con las huellas que le dejaron las más tempranas experiencias con el Otro de los primeros cuidados. No en vano para Freud el síntoma es una formación de compromiso entre el yo y la pulsión, tanto como para Lacan, el síntoma es una cuestión de escritura.
Ahora bien, ¿es que ya está todo escrito en la temprana infancia o como nos muestra el caso Emma la adolescencia es un momento de máxima creatividad subjetiva? ¿Es que la carta en espera guarda un mensaje congelado o, por el contrario, la adolescencia muestra que la operación de la lectura es la que otorga una significación al texto de la realidad psíquica que conforman las huellas mnémicas freudianas?
Por lo pronto, se suele hablar de la adolescencia en términos de un segmento etario que comienza a partir de los doce o trece años y que, en nuestras culturas, se extiende hasta edades cada vez más avanzadas. Mi perspectiva difiere por completo.
En efecto, en virtud de “la latencia de que adolece todo significable”, entiendo la adolescencia como el pathos que la cadena significante de un sujeto atraviesa, en su afán de abrochar una significación lo suficientemente consistente como para tramitar la desmesura de un cuerpo, cuyo crecimiento no da tregua. Se trata de la precipitación inherente a un momento de concluir.
En sus Escritos, Lacan se sirve de tres tiempos lógicos5 para ilustrar la especial temporalidad que la estructura significante imprime en el ser parlante: el instante de ver, el tiempo de comprender y el ya mencionado momento de concluir. ¿Sería abusivo emplear esta formulación para considerar a la inquietante turgencia que asoma en la entrada al Edipo como el instante de ver y a la detumescencia que llega de la mano de la pubertad como el momento de concluir? Seguramente que sí. Aunque “los títulos para usarlos en el futuro”,6 que el sujeto recibe a la salida del famoso Complejo, insinúan la latencia de un tiempo para comprender; esto hace que la única respuesta sensata a la pregunta acerca de qué es un niño sea: “déjate ser”.7 Por lo menos hasta que la pubertad precipite el trabajo psíquico necesario para identificarse a un síntoma, tal como Dora8 con su tos, Ernst9 con sus Ratten o Emma con su horror a las tiendas.
Desde esta atrevida perspectiva, para cualquiera que se toma el tren de la adolescencia, las señales del andén marcan el último y urgente tramo de un derrotero –nunca tan propicia esta palabra– que va del “título en el bolsillo”10 a la detumescencia, con la angustia de equipaje y el síntoma como privilegiado partenaire. Por eso, en la clínica con adolescentes, nuestras intervenciones deben ser sumamente cuidadosas con este incipiente compañero de viaje, cuya función ulterior consiste nada menos que en organizar la economía libidinal de un sujeto.
Es que lejos de pretender su eliminación –tal como proponen los afanes normativos del Ideal de salud– para la perspectiva freudiana, el síntoma constituye un recurso privilegiado por surgir allí donde algo no fue: el encuentro con el objeto de la satisfacción.
“El Hombre es la enfermedad mortal de la Naturaleza”11 dice Hegel –según la lectura de Alexandre Kojeve– al tiempo que, por su parte, Slavov Zizek agrega: “El Hombre –Hegel dixit– es un animal enfermo de muerte, un animal extorsionado por un insaciable parásito (razón, logos, lenguaje).”12 En este punto, nunca tan oportunas las citas del filósofo, para denunciar el desarreglo estructural que nos distingue del resto de los seres vivos: hablar nos cuesta la pérdida del goce.
El catastrófico exilio que padece el psicótico es el mejor testimonio de nuestras aseveraciones. Seres que por carecer de inscripción del registro simbólico están habitados por los fantasmas de un desatado lenguaje que les desarma el cuerpo y los somete a una bizarra obediencia. El alienado no recupera goce porque jamás lo ha perdido, en la psicosis el síntoma no es una formación de compromiso entre el yo y la pulsión. Razón de más para colegir por qué en la actividad masturbatoria de la adolescencia encontramos el hilo de Ariadna de tantos desencadenamientos.
Examinemos, por el contrario, el caso de Juanito.13 La fobia –su creación sintomática– le permitió tramitar la turgencia que asomaba con el Edipo, sobre todo la diferencia que esa voluptuosidad denunciaba, a saber: la ausencia de pene en la madre.
El niño, cadena significante mediante, coligió que el hacepipí es un elemento fuera del cuerpo que se saca y se vuelve a poner, se pierde y se recupera. Operó la castración simbólica, con el consecuente efecto de que la felicidad del goce valga más para el órgano que para su portador14, alternativa esta última enloquecedora y que sume al sujeto en el autoerotismo. Por eso, Lacan expresa que a la salida del Edipo, el niño tiene “el título en el bolsillo”: hay una marca.
Ahora bien, si en la adolescencia hay que sacar “el título del bolsillo”: ¿es este un paso automático? Que estén las cartas echadas, ¿quiere decir que estén leídas?
A juzgar por las ceremonias con que las distintas culturas y religiones sancionan la entrada en la adultez, poco tiene que ver el término de la infancia con el fluido carácter de una instancia natural. En efecto, el Bat Mitzvah entre los judíos, la confirmación entre los católicos o la fiesta de quince entre los gentiles –para no mencionar la infinidad de hitos ceremoniales con que cada etnia deja su marca a esa edad– hablan de una sanción simbólica como requisito para acceder a los privilegios y responsabilidades de una posición más cercana a la adultez.
Por la misma razón, el acceso a la detumescencia supone mucho más que la mera eyaculación. En efecto, si la complementariedad sexual está perdida desde siempre, para acceder a la diferencia que supone un otro hay que sacar el título del bolsillo –el instrumento que papá me donó– y leer las marcas, las huellas en torno a las cuales se organizó un cuerpo erógeno, para enfrentar lo incierto de un encuentro que no tiene pautas instintuales preestablecidas.
“Freud (...) ha tenido el mérito de darse cuenta de que la neurosis no era estructuralmente obsesiva, que era histérica en el fondo, es decir ligada al hecho de que no hay relación sexual, que hay personas que eso les da asco, lo que así y todo es un signo, un signo positivo, que eso les hace vomitar”.15
Resulta sorprendente considerar entonces que el alcohol, el uso del Viagra16 entre los jóvenes, el consumo de sustancias, la frigidez, la obesidad, los vómitos, la eyaculación precoz, las inhibiciones o las somatizaciones, por mencionar tan sólo algunos ejemplos, son pasibles de adquirir un valor sintomático cuando se los considera como instrumentos para un desencuentro con la pulsión que encarna el pequeño otro.
El valor de una intervención psicoanalítica reside en eliminar el padecimiento al poner el síntoma al servicio del lazo social. Por eso, si el inconsciente es “lo que se lee antes que nada”,17 para propiciar otra lectura de la carta en espera, primero hay que respetar las huellas y los síntomas. Al respecto, Lacan no se priva de denunciar que los “saludables” rodeos significantes que desvanecieron el síntoma de Juanito, no impidieron que el muchacho conservara para siempre una empobrecedora posición narcisista con respecto las mujeres.18
De allí que en la clínica sea menester emplear una fina escucha para despejar, entre el material clínico, aquellos elementos significantes propicios para condensar el goce que arma el semblante de un cuerpo de deseo. Porque en virtud de las marcas que dejó el Edipo y de los obstáculos al déjate ser que propicia la latencia, el recorrido del tren adolescente experimentará avatares cuyas estaciones sólo emergen caso por caso. Razón de más para que el fino borde de la clínica imponga una prudencia, cuya única brújula es la ética del psicoanálisis. Para mencionar tan sólo algunos ejemplos:
¿En qué momento de la urgencia propia del momento de concluir está el sujeto que habla con la anodina y lenta cadencia propia de quien quiere parar el mundo –el tren– y bajarse, vaya a saber dónde? ¿Transita su monocorde letanía al servicio de hacerse un lugar frente a las exigencias del ideal paterno o, por el contrario, resbala en torno a una fijación narcisista sobre los objetos primarios?
Los portazos en casa, las discusiones, las largas horas en la cama, ¿hablan de una latencia que empezó a adolecer o de un síntoma plenamente instalado que admite el forzamiento propio de una intervención analítica?
El “autismo” que se refugia en la parafernalia tecnológica de los MP 3, 4, 5; iPod, televisión, chats, etc., ¿forma parte de la gestación de una necesaria e imprescindible intimidad o se trata de una inhibición encubierta?
Los extravagantes rasgos con que un joven se hace un semblante al tatuarse, lucir extraños peinados o vestirse provocativamente, ¿están al servicio de una identificación que propicia el lazo social o, por el contrario, son tributarias de un brutal sometimiento a la tiranía del grupo de pares?
El pegoteo al amigo, ¿habla de una compensación imaginaria cuya fragilidad trasunta un precario armazón simbólico o de un apoyo propicio para separarse del adulto?
¿Tenemos que intervenir para que un sujeto adopte “el tipo ideal de su sexo”? ¿Por qué? ¿Cuándo?
¿Constituyen los vómitos después de comer el llamado al Otro propio de un acting o forman parte de una compulsión que abreva en la pulsión de muerte?
¿Qué lugar tiene el consumo de drogas en la vida de un joven? ¿Es siempre una adicción?
Es notable advertir que con todo lo determinante que resulta ser el Complejo de Edipo en la vida de una persona, sin embargo, hay cuestiones que sólo se dirimen en las cercanías de la pubertad. Por ejemplo, una elección homosexual, tal como Freud deja bien en claro a propósito de Leonardo.19
Al respecto, en “La estructura de los mitos en la observación de la fobia de Juanito” Lacan efectúa algunas precisiones por demás llamativas. Destaca el gusto que al niño le provoca ver a su madre en ropa interior, en contraposición al asco que le causa encontrarse con las bragas sueltas por algún lugar de la casa. Y sentencia: “la elección está hecha - Juanito no será nunca un fetichista”.20
Bien podemos entrever que el tiempo futuro empleado en la frase marca la imposibilidad de asumir la condición fetichista a los cinco años de edad: en todo caso, si están dadas las condiciones, tal inclinación se consumará sólo más adelante cuando llegue la pubertad, aunque tampoco eso es seguro. Lo cierto es que la sentencia afirma por la negativa un determinante que rechaza una modalidad de goce y una elección de estructura, porque cierra la puerta a una cierta y muy precisa perversión.
Si comparamos ambas afirmaciones –la de Freud con Leonardo y la de Lacan con Juanito– ¿podríamos decir que en la pubertad se elige por la afirmativa algo de lo que a la salida del Complejo de Edipo se salvó por la negativa? En otros términos, si a los cinco o seis años de edad se cierran las puertas a determinadas posibilidades, quedan otras latentes que al llegar a la pubertad adolecen hasta que el sujeto encuentra el punto de capitón con que sellar el fantasma que tramita el trauma que constituye y determina su particular modalidad de goce. Por eso, toda la cuestión relativa a la función paterna durante la adolescencia ronda en torno a la cuestión que ilustra este ejemplo: Si Juanito hubiera disfrutado del espectáculo de las bragas sueltas por allí, ¿significaría esto que sí o sí terminaría siendo un fetichista? No.
Esta situación inacabada otorga su valor a nuestra intervención en la clínica con adolescentes, toda vez que apela al núcleo ético que constituye el corazón de la práctica psicoanalítica: la relación entre el goce y el lazo social. Aquí es donde el padre síntoma encuentra su lugar privilegiado para hacer un lugar al Otro –sea este la ley, las normas, los ideales familiares o el partenaire–, a partir de lo más singular del sujeto.
Respecto del lugar del padre en la decisiva instancia de la pubertad, es curioso observar que a Lacan le llevó dieciocho seminarios –y otros tantos años– para aceptar de pleno derecho, lo que en un principio asomaba como un exceso escandaloso. En efecto, si en 1957 formulaba: “Como la experiencia nos enseña, en la asunción de la función sexual viril (...) es preciso que el padre real juegue de verdad el juego. Debe asumir su función de padre castrador, la función de padre en su forma concreta, empírica, casi iba a decir degenerada”,21 recién en 1975 acepta hablar de péreversión para describir la función paterna. [Las negritas son mías].
No sería descabellado considerar que esta renuencia temprana encuentra su asidero en cierto sesgo normativo con el que Lacan aborda la instancia de castración propia de la función paterna, durante los primeros años de su enseñanza cuando, por ejemplo, habla de la identificación con el “tipo ideal de su sexo”.22 Pero años más tarde, cuando la orientación por lo real lo lleva a rescatar la dimensión plenamente singular de la subjetividad, no tiene reparos en hablar de péreversión al conceptualizar aquella versión del padre que –por transmitir un deseo– hace lugar al goce que conviene al sujeto: el padre síntoma.23
¿Cuál es el sentido de esta sorprendente afirmación? A mi entender, el aspecto más saliente de esta orientación es la de hacer un lugar a la particularidad subjetiva merced a un desvío respecto al Ideal social, sexual, de adaptación, de salud, etc., sin que tal maniobra consista en una transgresión. Aquí encuentra su lugar la invención cuya raíz anida en la más rancia inspiración freudiana.
En efecto, en la Conferencia 23 24 –dedicada a la formación de síntoma– Freud hace un elogio del artista quien, al transformar el material que le brindan sus fantasías y sus más acendradas fijaciones narcisistas, se granjea el favor de las mujeres y la admiración de sus pares.
Si bien el saber hacer allí con el síntoma 25 que Lacan propone, no necesita del reconocimiento social que reciben algunos artistas; abreva, sin embargo, del mismo material que Freud señala en su conferencia: aquellas tempranas huellas que determinaron las fantasías y fijaciones narcisistas.
El arte de la invención –hacer algo con eso que está ahí ya dado– consiste en leer de manera tal que la particularidad subjetiva encuentre un lugar en el Otro. La adolescencia es un momento privilegiado para orientar el goce hacia el lazo social. Se trata de que los adultos aprovechen esta carta en espera.
* Psicoanalista. Texto extractado de El Lugar del Padre en la Adolescencia (Letra Viva).
1 Jacques Lacan: “La significación del falo”, en Escritos 2, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 1988, p. 672.
2 Alusión a “...nos espera en la casilla una carta (une lettre)...”, desarrollado por Jacques Lacan: “El Seminario sobre La Carta Robada”, en Escritos 1, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 1998, p. 18.
3 Sigmund Freud: “Proyecto de...”, p. 407.
4 Sigmund Freud: “32ª conferencia. Angustia y vida pulsional”, en Obras Completas, Volumen XXII, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1979, p. 80.
5 Jacques Lacan: “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo Sofisma”, en Escritos 1, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2002, pp. 187203.
6 Jacques Lacan: “Los Tres Tiempos del Edipo (II), en El Seminario, Libro 5, Las Formaciones del inconsciente, (1957-1958), Editorial Paidós, Buenos Aires, 1999, p. 201.
7 Jacques Lacan: “El Símbolo ?”, en El Seminario, Libro 8, La Transferencia, (19601961), Editorial Paidós, Buenos Aires, 2003, pp. 269284.
8 Dora: referencia al más famoso caso freudiano de histeria. Sigmund Freud: “Fragmento de análisis de un caso de histeria (1905 [1901]), en Obras Completas, Volumen VII, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1978, pp. 1108.
9 Ernst Lorenz era el nombre del paciente conocido como el hombre de las ratas. Sigmund Freud: “A propósito de un caso de neurosis obsesiva” (1909), en Obras Completas, Volumen X, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1980, pp. 119249.
10 Jacques Lacan: “Los Tres Tiempos...”,p. 211.
11 Alexander Kojeve: La idea de la muerte en Hegel, Leviatán, Buenos Aires, 1990, p. 77.
12 Slavoj Zizek: El Sublime Objeto de la Ideología, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2003, p. 27.
13 Jacques Lacan: “La estructura de los mitos en la Observación de la fobia de Juanito”, en El Seminario, Libro 4, La Relación de Objeto, (19561957), Editorial Paidós, Buenos Aires, 1994, pp. 201391.
14 “no hay más felicidad que la del falo. (...) Sólo que la teoría freudiana, donde pone el acento es en que el único que es feliz es el falo, no su portador.” Jacques Lacan: “El campo lacaniano”, en El Seminario, Libro 17, El Reverso del Psicoanálisis, Editorial Paidós, Buenos Aires, 1992, pp. 7778:
15 Jacques Lacan: “Clase del 19 de abril de 1977”, en Seminario 24, Lo no sabido que sabe de la una equivocación se ampara en la morra, (19761977), inédito.
16 Viagra: medicación para el tratamiento de las disfunciones eréctiles.
17 Jacques Lacan: “Epílogo”, en El Seminario, Libro 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, (1964), Editorial Paidós, Buenos Aires, 1984, p. 287.
18 Jacques Lacan: El Seminario, Libro 4, La Relación de Objeto, (19561957), Editorial Paidós, Buenos Aires, 1994, pp. 410411.
19 Sigmund Freud: “Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci”, en Obras Completas, Volumen XI, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1997, p. 113.
20 Jacques Lacan: El Seminario, Libro 4,..., p. 351.
21 Ibídem, pp. 366367.
22 Jacques Lacan: “La Significación del Falo”, en Escritos 2, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires,1988, p. 665.
23 Jacques Lacan: “Clase del 21 de enero de 1975”, en Seminario 22, RSI, inédito. “Un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si el dicho, el dicho amor, el dicho respeto está –no van a creerle a sus orejas– père-versement orientado, es decir hace de una mujer objeto a minúscula que causa su deseo.”
24 Sigmund Freud: “23ª conferencia. Los caminos de la formación de síntoma”, en Obras Completas, Volumen XVI, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1978, pp. 342343.
25 Jacques Lacan: “Clase del 16 de noviembre de 1976”, en Seminario 24, Lo no sabido que sabe de la una equivocación se ampara en la morra. Ver también, Jacques Lacan: “Del sentido, del sexo y de lo real”, en El Seminario, Libro 23, El Sinthome, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 117-126.
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