PSICOLOGíA › TRAS LA MUERTE DE CINCO JóVENES EN LA FIESTA DE COSTA SALGUERO
La tragedia desatada en una fiesta rave en Costa Salguero desnuda la hipocresía de una sociedad que, por un lado, prohíbe los estupefacientes y, por el otro, disimula lo que todos saben: que en este tipo de fiestas la droga circula con total libertad. Un entramado que involucra a toda la sociedad y no sólo a la víctima que consume.
› Por Federico Pavlovsky *
En las últimas horas en la guardia del Hospital Fernández varios pacientes en grave estado cursan un cuadro caracterizado por hipertermia, hipertensión arterial, deshidratación, fallas renales severas, arritmias cardíacas y deterioro del sensorio. Están intoxicados. Algunos de estos jóvenes han muerto y otros están seriamente comprometidos. Mientras escribo esta ficha, el domingo 17 de abril del 2016, una noticia impactante recorre todos los medios de comunicación nacionales e internacionales; en la fiesta electrónica Time Warp que se realizó en el complejo Costa Salguero, una cantidad aún no establecida de personas se intoxicaron (con una droga aún no definida pero que posiblemente sea éxtasis), cinco personas murieron y otras cuatro están internadas en este momento. En la vorágine del minuto a minuto y del consumo de bienes masivos en la que vivimos, esta noticia pasará a segundo plano en pocos días. Así es el negocio de los medios de comunicación, mantener vivo al espectador, que no se aburra y que consuma el producto. Un caso o una situación es dramática y masiva y aparecerá en todos los medios por muchos minutos hasta saturar la pantalla y simplemente desaparecerá reemplazada por una imagen o secuencia más atractiva. Pero necesitamos hacernos algunas preguntas, reflexionar, no permitir que este tipo de situaciones pasen de largo. Uno de los mayores logros de un tratamiento psicoterapéutico es la posibilidad de desarrollar nuestra capacidad de escandalizarnos frente a las injusticias, las asimetrías y ante aquello que nos subleva; salir de la situación de impotencia y hacer algo con todo ese enojo. Escandalizarnos es terapéutico, gritar fuerte que hay cosas que nos horrorizan, que nos perturban, que nos molestan, que no estamos dispuestos a aceptar. Un hecho dramático, que se puede llevar incluso más vidas en las próximas horas, nos une para reflexionar sobre nuestra propia vida y sobre la realidad social en la que vivimos.
Estamos viviendo en un clima social en donde existen infinitos ámbitos de consumo de sustancias, siendo el abuso de alcohol el problema número uno en términos de salud pública, ya sea por las enfermedades médicas que genera, o por las situaciones de violencia que favorece, así como los accidentes de tránsito. El alcohol es quizá la sustancia de mayor difusión en términos de propaganda y aceptación social, desde la mañana hasta la noche los medios gráficos y audiovisuales inundan con lemas sugerentes y atractivas propuestas en las que tomar es ser “distinto al rebaño”; “ser parte”; “ el sabor del encuentro”,etc. Una de las drogas más destructivas es una sustancia aceptada, difundida, bien recibida. En el marco de la experiencia terapéutica, para muchos pacientes el alcohol no es una droga, de hecho algunos interpretan que pueden tomar alcohol sin que eso les genere un riesgo significativo ni les cause un problema en términos de riesgo de recaída. Esos pacientes, equivocados en ese razonamiento, reproducen el discurso del mercado publicitario: –”El alcohol no es un problema, se puede controlar y el consumo puede ser ‘responsable’”, término de lo más original que emplean en los últimos años las empresas para intentar mostrar algún nivel de preocupación sobre la epidemia social de abuso de alcohol. El sistema operativo empresarialnarcotráficopolíticojurídicopolicialpublicita riocliente, se va agrandando cada día, se nutre recíprocamente con el dinero de las dádivas, de los arreglos ocultos, de la ilegalidad y de indiferencia civil, por miedo, por impotencia o por ignorancia. Sobra el dinero para estas acciones (difundir y vender drogas legales o ilegales) y sobra demanda, toda una generación está en consumo.
Es una generación que se juega la cabeza, que “vuela” por algunas horas para luego caer en la apatía, el aburrimiento, la falta de proyectos, esa “falta de proyectos” que poco tiene que ver con la falta de dinero, sino con un vacío que toda persona puede sentir. El último informe elaborado por el Observatorio Argentino de Drogas de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar), daba cuenta de una tendencia alarmante en la magnitud del consumo de éxtasis entre jóvenes de 14 a 17 años durante el período 20012011. En diez años, la prevalencia de uso durante la vida pasó del 0,2 por ciento al 2,1 por ciento, un aumento de casi mil por ciento. La Sedronar en su encuesta realizada en el año 2014, el consumo de drogas sintéticas entre estudiantes porteños trepó al 2.4 por ciento, y si se analiza la población etaria de estudiantes mayores a 17 años, alcanzó en esa encuesta el 5 por ciento. Algunas de estas personas seguirán el derrotero doloroso del paciente “adicto” pero todos estarán involucrados y lastimados por el consumo, incluso sea esporádico o “recreacional”. El sistema es hipócrita porque por un lado persigue penalmente a los tenedores de sustancias (vigencia de la Ley de estupefacientes 23.737; 1989) y por el otro permite la venta masiva de drogas ilegales en el ámbito específico de las fiestas electrónicas. No hay que ser agente del contraespionaje para saber que son ámbitos de consumo alienado y masivo. Esto no niega que tengan valor cultural, social o festivo, pero vienen de la mano del consumo indiscriminado; y se espera que en los próximos años sean las drogas de diseño las que se lleven el primer puesto en términos de epidemiología de drogas de abuso. Es socialmente conocido que en estas fiestas se consumen “drogas de diseño”; sobran artículos, crónicas periodísticas en primera persona y reportes médicos de intoxicaciones severas y de muertes (porque estas no son las primeras). Pero las fiestas son un suceso (local y mundial) y convocan a miles de personas en cada evento, se escucha buena música y tienen importancia cultural y económica. ¿Sería una solución prohibir las fiestas? La mirada represiva sobre las conductas de abuso no ha resultado particularmente fructífera, de hecho hay casi una relación inversamente proporcional entre la punición de conductas de abuso y la prevalencia del uso. Al mismo tiempo, ¿es posible dejar las cosas así cómo están?
En este tipo de situaciones de consumo social y masivo, la toxicología, la psiquiatría y la psicología como especialidades se quedan miopes y se requiere una visión sociopolítica y antropológica, porque no estamos frente a una adicción de un sujeto en particular, sino a un hecho social con aristas económicas, políticas, médicas y otras tantas. No alcanza la lógica de una disciplina para entender lo que pasa. Es probable que los propios consumidores, los que van a las fiestas sin consumir esas drogas, quienes las organizan y todos los eslabones que participan en estos eventos conozcan el problema de primera mano. Aquellos que organizan estos eventos plantean el tema como una ecuación económica y saben perfectamente que el consumo de sustancias forma parte del combo festivo que organizan, sean ellos o no parte del sistema de venta. Se aseguran que haya agua mineral, tienen los teléfonos a mano de SAME, saben reconocer las intoxicaciones e incluso algunos de estos empresarios contratan a médicos para tratar los primeros síntomas de intoxicación en las fiestas y dar los primeros auxilios en caso que se produzca alguna situación compleja. Así de perverso es el sistema, se organiza una fiesta donde se sabe que se venderán en forma masiva drogas de diseño (que cada año son distintas, con nuevos nombres, modificaciones moleculares, y efectos distintos), se comercializa la hidratación (como una fuente central de ingresos) y se contratan servicios médicos para ayudar a las personas intoxicadas.
La expresión “banalidad del mal” fue acuñada por Hannah Arendt a propósito de su estudio sobre Adolf Eichmann (jerarca nazi que vivió en la Argentina, responsable del diseño de la “solución final” para matar a millones de judíos en la segunda guerra mundial.) La tesis de Arendt es que Eichmann es el prototipo de persona que, no siendo un monstruo (aunque si culpable), es una especie de técnico burócrata administrativo que toma una serie de decisiones encadenadas cuyo desenlace final es un acto monstruoso. Son decisiones técnicas, sin pasión, diseñadas y cumplidas para satisfacer objetivos parciales en forma plena, que involucran a varias personas, donde cada una es responsable de una de ellas. Cada uno cumple con un deber específico y se diluye por un lado la responsabilidad individual de cada uno así como la percepción del producto final. Eichmann, uno de los más grandes ingenieros de la mayor masacre humana de la historia, estuvo bastante convencido hasta el momento final que él había cumplido ordenes, que era un trabajador eficiente y ordenado y que no deseaba específicamente el mal de nadie. Según Arendt, estos actos de Eichmann no fueron realizados porque el estuviese cargado de una inmensa capacidad de crueldad, sino más bien por ser un burócrata dentro de un sistema basado en los actos de exterminio. La “banalización del mal” es una expresión que señala que algunos individuos actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos ni se preocupan por las consecuencias. Vivimos en un sistema que “banaliza el mal”, porque frente a una tragedia social, cada sector da las explicaciones del caso para salvar su pellejo pero finalmente nada cambia o incluso empeora progresivamente. No se trata de encontrar grandes malvados o responsables únicos, se trata de escandalizarnos, de no banalizar la tragedia social que se está viviendo y que afecta en particular a personas menores de 25 años, que mueren o dañan sus vidas frente a la indiferencia y complicidad del resto de la sociedad.
Esta noticia seguramente pasará al olvido así como pasan al olvido, excepto para sus familias, las víctimas de boliches que se han incendiado, como Cromañon, o los jóvenes que mueren dentro o a la salida de cada fiesta. Estas víctimas con nombre y apellido son el sedimento de una problemática social dramática que ocurre todos los días. Lo notable es que no existan más muertes todos los días. A diario las guardias de los hospitales están repletas de cuadros de intoxicación con sustancias y alcohol, pero son más o menos transparentes frente a la opinión pública. Las víctimas mortales (y sobre todo cuando se trata de personas con poder adquisitivo) acaparan la atención por unos días. Sobrarán opiniones: diarios, revistas, televisión, especialistas de drogas. Estamos frente a un sistema aceitado con componentes bien lubricados: un clima social permisivo al uso de sustancias, una generación de jóvenes a la búsqueda de nuevas sensaciones, descreída de todo y de todos (muchas veces también de su propia familia), campañas de prensa feroces y creativas (muchas veces diseñadas por jóvenes brillantes) que calan profundo, un escenario atractivo y convocante (las fiestas), propagandas con recursos financieros enormes, una actitud bipolar de las autoridades que oscila entre la persecución penal a quien posee sustancias para uso personal, hasta la indiferencia más notable, donde permite que todo ocurra y que “cada uno se salve” o que se salve “el más fuerte”, porque esa es la ley de la calle. El local estaba “habilitado” por el Gobierno de la Ciudad: había electricidad, metros cuadrados, plan de evacuación, luces de emergencia, etc. Todo listo para una nueva tragedia. Aquello que se “habilita” es la misma maquinaria de consumo, no se trata de ventanas, grupos electrónicos o aires acondicionados. Todo el mundo sabe que un porcentaje mayoritario va a consumir drogas de diseño y aquellos que van a la fiesta solo a “divertirse”, a “pasar un rato escuchando buena música”, al menos dejen pasar unos días para dar su testimonio a favor de este tipo de fiestas. Han muerto cinco personas y otras tantas están en riesgo de vida. No está mal que focalicemos en la tragedia que acaba de ocurrir.
Apelar a la “responsabilidad individual” es obsceno porque estamos hablando de personas que muchas veces ni siquiera saben lo que toman, porque existe lo que se denomina “presión social” en relación al consumo, porque existe un imaginario colectivo que indica que en estas fiestas se toma éxtasis (como ejemplo paradigmático) y ese contexto forma parte de la invitación o la propuesta. No estará escrito en la entrada, nadie lo dirá explícitamente, pero todos lo saben y aceptan. Es una arista del negocio. Un porcentaje importante (difícil de determinar) de personas asisten a la fiesta con la idea de escuchar música, bailar y estar bajo el efecto de estas sustancias. No todas las personas van a consumir por supuesto, estamos hablando de un porcentaje de las personas que asisten, pero lo suficientemente significativo para que en una noche mueran cinco al mismo tiempo y otros tantos estén en grave estado. Toda maquinaria de consumo arrasa a subgrupos, no es uniforme, algunas personas tienen más herramientas que otras para decir NO. Pero esto no niega la existencia de una maquinaria de consumo que está devastando la vida de una generación. Es importante aclarar que no estamos hablando sólo de las fiestas electrónicas (quizá la maquinaria más pulida en términos de aquellos que llamamos “maquinaria de consumo”), sino de la “fiesta” como hecho social actual en donde el nivel de consumo es gigante de todo tipo de drogas y chicos de 15 años se descerebran con alcohol en principio y con el resto de las drogas, estiradas y contaminadas con nadie sabe qué otras sustancias. Es una maquinaria, un dispositivo del mercado, es una herramienta de aniquilación social disfrazada de disfrute y es un gran negocio. Una radiografía sobre los engranajes de la maquinaria de consumo: legiones menores de 30 años en su mayoría danzando frenéticamente por períodos de tiempo que promedian las 8 a 12 horas sin parar, deshidratados, en un porcentaje mayoritario en consumo; se requiere mucho dinero para ser parte de la experiencia (el gasto final de una noche promedio es impresionante); incluso en forma contraria al folklore popular de que las drogas de diseño no deben mezclarse con alcohol, muchos jóvenes simplemente lo hacen; la estratégica hidratación es un negocio clave: los testimonios de la fiesta señalan desde que no había agua hasta que las personas de seguridad prohibían la recarga en botellas, obligando al público a comprar botellas en la barra. El agua que se vendía además no era mineral sino filtrada, o sea de la canilla; los usuarios de drogas de diseño de estas fiestas no saben lo que están tomando ni el perfil tóxico de la droga; la noche de ingesta de drogas de diseño termina en muchos casos (sino todos) con la toma de psicofármacos, ansiolíticos o antidepresivos; la población de usuarios es cada vez más joven, de hecho uno de los internados hoy en día tiene 17 años; el “ambiente” condiciona el consumo: no solo desde el punto de vista toxicológico (al aumentar el calor y la sed por ser un lugar cerrado y con miles de personas), sino también porque la propuesta escénica, el ámbito y los distintos ceremoniales están articulados con el hecho de consumir sustancias. Esto lo saben de memoria las personas que se dedican al marketing: el ambiente condiciona el consumo; si bien hay pastillas importadas y locales, en el calor de la noche “los chicos toman cualquier cosa”; en la fiesta la venta de sustancias es libre, sin reservas, decenas de dealers ofrecen sus productos a la vista de todos, es un espacio amigable avalado directa o indirectamente por la organización; aquellos que proponen la “reducción de daños” (profesionales y asociaciones) y que han llevado a cabo en el pasado intervenciones en muchas fiestas (alertando y concientizando sobre el uso de las drogas), no encuentran lugar en estos eventos porque implicaría para los organizadores reconocer que allí se usa sustancias. Nadie explica, los dealers venden, nadie sabe lo que toma, la música sigue y uno tras otros se van cayendo al piso. The show must go on (el show debe continuar); el rol de los padres esta desdibujado, padres “anestesiados”, impotentes y confusos que avalan en silencio y con una tolerancia hueca aquello que está destruyendo la vida de sus hijos.
Distintos actores tienen responsabilidad en diverso grado; las autoridades políticas y sanitarias, los empresarios “de la noche”, los medios de difusión y sus campañas de prensa y también las familias. Que mezcla horrorosa: una sociedad rota en sus lazos vinculares, generación que abraza abiertamente el uso de sustancias en un uso de las mismas singular: quizá no sea dependencia, tampoco es experimental, tampoco recreativo..... es un uso sistemático, ligado a muchos contextos y que provoca deterioro pero que no es fácil de describir desde la perspectiva médica o psicológica. Es un uso “social” pero no entendido por eso el uso esporádico, sino que es el uso de una sustancia en un escenario social específico y para usos sociales. Esta maquinaria de locura, descontrol y alienación debe ser problematizada en forma simultánea desde distintos frentes. No podemos señalar a ningún culpable, no podemos resolver el problema solos, ni siquiera se trata de un hecho médico que se va a resolver “con el tratamiento adecuado”. Pero que el problema sea complejo no significa que miremos como sociedad para otro lado y que el juego de autoeliminación social continúe.
Entonces, por un lado tenemos la maquinaria de exterminio del consumo y, por el otro, una población a la búsqueda de sensaciones y con la triste omnipotencia de “que nada les pasará”. Es más, en las redes sociales en este mismo momento hay muchas personas que van a estas fiestas señalando con mayor o menor sarcasmo que los chicos que se murieron eran “consumidores torpes” que no sabían tomar. También la mujer violada tiene la culpa de la violación porque tenía una pollera “demasiado corta”. Detenernos en la responsabilidad individual es quedarnos con la víctima que ya ni siquiera se puede defender. No, existe la maquinaria de consumo y esta se seguirá llevando vidas en términos literales y arruinando masivamente otras, porque el uso de sustancias arruina vidas a corto y sobre todo a largo plazo. Uno de los mayores enigmas y conflictos que tenemos aquellos que atendemos a pacientes en consumo es la falta de registro (genuina) que tienen ellos mismos sobre su condición. Para evitar una tonta polémica, me refiero incluso a cuadros con adicciones crónicas graves, en donde la persona adicta no llega a entender la dimensión de su problema y hasta se sorprende por la preocupación de los demás. Estamos hablando de un problema cognitivo que los neurólogos llaman anosognosia, o la falta de registro de un déficit o una enfermedad que el paciente tiene. Uno de los principales síntomas mentales que tiene un paciente con uso problemático de sustancias es su falta de percepción de la gravedad de su consumo. ¿A este usuario de drogas le vamos a pedir que se cuide?; ¿que él ponga el límite de cuándo parar?; ¿que sepa distinguir qué droga puede o no tomar o cómo debe cuidarse?; ¿a esta persona en el caso de las fiestas rave le vamos a pedir que después de bailar por 8 a 10 horas, este lucido para distinguir signos de toxicidad y pida ayuda médica? La sociedad está matando a estas personas. Por acción, por omisión, los está matando.
La del usuario de drogas se complementa con la anosognocia social. Esto sucede porque no registramos nuestro déficit. Actuamos compulsivamente con angustia y horror y esta misma noche estaremos mirando el resumen de goles de la fecha y armando nuestra agenda de prioridades para esta semana. Distinto será el panorama familiar en las familias que acaban de perder a un hijo, destrozadas, en silencio, con gritos, sabrán de qué se trata la banalización del mal. Sabrán que no estoy exagerando, que vivimos una tragedia donde muchos sonríen y disfrutan de la banda de música que sigue tocando.
Es la banda del Titanic y el agua asoma.
* Médico psiquiatra, Dispositivo Córdoba. Dispositivo de adicciones.
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