Jue 15.04.2004

PSICOLOGíA  › DIFICULTADES, SORPRESAS E ILUMINACIONES
DE LOS PROFESIONALES “PSI” ANTE LOS PACIENTES DE HOSPITAL

“Si no encuentro respuesta, no puedo vivir ni morirme”

La institución hospitalaria puede presentar dificultades para admitir un ámbito de diálogo auténtico, pero a ellas hay que sumarles los prejuicios teóricos e ideológicos de los profesionales “psi”. Entre tantos obstáculos resta, sin embargo, la disposición para escuchar preguntas como la del “caño” que habla en esta nota.

Por Elida Fernández *

Tal como advirtió Michel Foucault, el hospital como lugar donde los enfermos se curan es un concepto moderno: data de fines del siglo XVIII. El hospital que funcionaba en Europa desde la Edad Media no había sido concebido para curar: era fundamentalmente un lugar para ir a morir. El personal hospitalario no estaba pensado para curar al enfermo, sino para conseguir su salvación haciendo obras de misericordia. El hospital servía para salvar el alma del pobre en el momento de su muerte y también la del personal que lo cuidaba.
Otra función que se esperaba del hospital era separar a los individuos peligrosos para garantizar la salud física y moral de la población. Es así como en el hospital se amontonaban enfermos terminales, locos y prostitutas, sin intervención médica.
Razones de orden económico, como el precio atribuido al individuo (con la introducción del fusil, el costo de formación de un soldado aumenta notoriamente), y también la necesidad de evitar la propagación de las epidemias, explican la intervención de la disciplina en los hospitales: el poder le es conferido al médico. El gran médico de hospital, tanto más preparado cuanto mayor sea su experiencia en esas instituciones, es un invento de fines del siglo XVIII.
Con la presencia del médico, se comienza a organizar un sistema de registro que transmita la información: nace la historia clínica; también se adopta el registro de cada sala, el de enfermería, las recetas y finalmente la obligación de que los médicos confronten sus experiencias y sus registros. De esta manera el hospital se constituye no sólo en un lugar de cura, sino de adquisición de conocimientos. La clínica aparece como dimensión esencial del hospital en tanto lugar de capacitación y transmisión del saber.
Ubicado así el lugar del hospital, será posible situar la particular historia de la relación de éste con el psicoanálisis, y también diferenciar esta relación en los hospitales generales, en los dedicados exclusivamente a los enfermos mentales (Moyano, Borda, Tobar García) y en los centros de salud mental.
Voy a partir de dos relatos. El primero transcurre en un centro de salud mental: un paciente, al que llamaré Oscar, hace cuatro años que recorre la institución: distintos profesionales “psi” lo han ido derivando a diferentes servicios; de Consultorios Externos pasó a Hospital de Día, de allí volvió a ser enviado a Consultorios Externos con otro terapeuta, que a su vez lo volvió a derivar. Su historia clínica poco o nada dice de este recorrido y muy poco dice de Oscar. Así, ante una historia clínica casi en blanco, la nueva terapeuta vuelve a formularle preguntas como “¿Vive solo?”, “¿Tiene familia?”, y Oscar se enfurece: “¡Hace cuatro años que vengo a atenderme aquí, no me vuelva a preguntar otra vez lo mismo! ¿No lo tiene escrito en la historia? ¡Léala antes de atenderme, nunca sé por qué me pasan de un lugar a otro como si nunca hubiera hablado, estoy harto de contar mil veces lo mismo!”. Y Oscar no se limita a las palabras sino que amenaza con aferrar la garganta de la estremecida psicóloga.
Es que los psicoanalistas no escriben historias clínicas, se rebelan, “eso no es propio del psicoanálisis”. Aquel caso cambió estas cosas en el centro de salud mental; tuvo que peligrar la integridad de una profesional para que esto pudiera revisarse.
La segunda anécdota ocurre en un servicio de psicopatología, en consultorios externos: un “analista”, entusiasmado con la versión en auge de la técnica lacaniana, decide “escandir”, cinco minutos después de comenzada la entrevista, a todos los pacientes que recibe por primera vez: igual que los maestros de París. Pero los escandidos, o bien corren al psiquiatra a pedir más medicación o arman fila para quejarse ante el director del hospital: dicen que el licenciado no los escucha, que no les da tiempo para contar sus problemas, que los echa antes de empezar a hablar. Se arma revuelo, no sólo con el director sino entre los compañeros del equipo que se ven perjudicados en su tarea. El licenciado protesta: en el hospital no le dejan ejercer el psicoanálisis.
¿Qué ocurriría si ese licenciado diera el mismo trato en sus consultas privadas? A lo sumo, los damnificados no volverían a aparecer por el consultorio; o bien se acomodarían, transferencia prêt-à-porter mediante, a pensar que está extirpando su objeto “a”, o atravesando el fantasma, o acercándose a lo real. Pero el hospital tiene establecidas jerarquías, estructuras y lugares, y todo quien trabaje allí tiene posiciones y caminos preestablecidos, que puede recorrer o no pero están trazados con pautas y límites. El hospital está diseñado con una precisa cartografía.
¿Qué es ejercer el psicoanálisis en un hospital? ¿Es hacer de cuenta que el dispositivo institucional no existe? ¿Es contravenir todos los dispositivos institucionales, porque sólo impiden? ¿Es cerrar la puerta del consultorio que se consiguió a los codazos, correr el escritorio contra la puerta para que nadie irrumpa y decir “Por suerte, al fin solos”?
Junto con este desprecio por la institución de salud mental que aparece en muchos, se observa un fenómeno curioso: los médicos y psicólogos que ingresan al hospital se nominan, sin titubear, psicoanalistas. El hospital se instaura como posibilitador o garante de esta nominación. ¿Se trata de un efecto de esa frase de Lacan según la cual “uno se autoriza de sí mismo”? ¿O a sí mismo? Pero, sin lugar a dudas, el hospital es el que habilita el título que se otorgan, con lo cual tenemos un efecto paradojal: el hospital, rechazado en sus normas y códigos, es el que habilita la tan deseada nominación, el que posibilita la insignia, ya que hace posible la continuación de la mentada frase: “...el reconocimiento es ante otros”. El hospital deviene ese Otro-otros frente a los cuales es posible reconocerse.
El hospital funciona para el “psi” como un Otro del que hay que obtener suministros pero al que hay que rechazar y contra el que hay que rebelarse al punto de –en muchos casos– ignorarlo, como si fuera posible establecer un tratamiento analítico haciendo caso omiso del dispositivo hospitalario, del equipo interdisciplinario y, fundamentalmente, de las razones que llevan a un sujeto a pedir ayuda en un hospital.
El “psi” que, al rebelarse contra el hospital, lo ignora, está haciendo síntoma de lo mismo que no sabe cómo enfrentar: al hospital le interesa que las estadísticas funcionen, que el número de entradas corresponda al número de salidas; busca lo efectivo, lo mensurable, está incluido en un sistema de planificación sanitaria donde las consultas se evacuan y los internados se externan. Del mismo modo como trata a los que llegan a él, trata a los profesionales: hay tantas rentas para residencia, tantas para médicos y psicólogos de planta, cada profesional debe atender tantos pacientes y en el menor tiempo posible.
No es un dato menor que la selección de residentes y concurrentes se realice por métodos que sólo miden el rendimiento en una prueba de elecciones múltiples, sin que tengan ni una sola entrevista o contacto personal con un evaluador.
No existe la subjetividad, ni para el que consulta ni para el que trabaja en la institución; y el rechazo a lo institucionalizado es una primera manera de hacerse sujetos, a espaldas de la ley que rige lo hospitalario.
Voy a apelar a otra anécdota. Transcurre en un centro de salud donde hay admisiones diarias a fin de derivar cada consultante a determinado profesional –médico, psicólogo– o equipo –familia, urgencias, adicciones, etcétera–. Pero cada vez que consulta un viejo, llamado de antemano “un caño”, nadie tiene horas disponibles. Una psicóloga ha decidido tomar un “caño” en entrevistas; sus compañeros la “cargan”, ¿quién querría tomar a uno de más de 70, que seguro viene deprimido y medicado desde hace años?
Pero, en la primera entrevista, el “caño” dice: “Mi hijo se suicidó. Se tiró debajo del tren. Desde que pasó eso, yo no dejo de preguntarme qué tuve que ver, qué tengo que ver con lo que él hizo. Necesito que alguien me ayude a contestar, a contestarme esto. Si no, no puedo ni vivir ni morirme”.
Ese encuentro dio lugar a un trabajo que la psicóloga escribió y tituló: “Vamos a los caños”.
Hacer aparecer el sujeto del inconsciente en una institución que aloja lo mensurable, que mensura también los resultados y hace de esto el concepto de eficiencia, es una ardua tarea y sólo es posible siempre y cuando no reneguemos de la institución ni de sus reglas.

* Psicoanalista. Supervisora en el Centro de Salud Nº 3 y en los hospitales Borda, Tobar García y Alvear. Fragmento de una conferencia pronunciada en el ciclo “La clínica hoy” del hospital Alvear.

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