Jue 22.04.2004

PSICOLOGíA  › ANTICIPO DEL PROXIMO LIBRO DE SLAVOJ
ZIZEK, EN BASE A CONFERENCIAS DADAS EN BUENOS AIRES

“Esclavo” es la palabra que nombra al amo fingido

Desde su particular manera de glosar las nociones de “discurso del amo” y “discurso universitario”, el pensador esloveno avanza hacia un examen de lo que pueda entenderse por el Mal, tal como debe reenfocárselo a partir del atentado a las Torres Gemelas. Y discierne “cuatro modos del Mal político”.

Por Slavoj Zizek *

En El reverso del psicoanálisis, Seminario XVII (1969-1970), sobre los “cuatro discursos”, Jacques Lacan da su réplica a los acontecimientos de 1968. La premisa de ese seminario puede captarse mejor si se piensa como el reverso del conocido graffiti antiestructuralista en las paredes de París en 1968, “¡Las estructuras no caminan por la calle!”. En ese seminario, Lacan se esfuerza por demostrar que las estructuras sí caminan por la calle, es decir, que los cambios estructurales pueden explicar estallidos sociales como los de 1968. En lugar de un Otro simbólico con su conjunto de reglas a priori que garantizan la cohesión social, tenemos la matriz de pasajes de uno a otro discurso: el interés de Lacan está focalizado en el pasaje del discurso del amo al discurso de la universidad como discurso hegemónico en la sociedad contemporánea.
No sorprende que la revuelta se localizara en las universidades: esto señaló el cambio hacia nuevas formas de dominación, en las cuales el discurso científico legitima las relaciones de dominación. La premisa subyacente de Lacan es escéptico-conservadora: el diagnóstico de Lacan es captado por su famosa réplica a los estudiantes revolucionarios: “Como los histéricos, están pidiendo un nuevo amo. ¡Lo tendrán!”. Este pasaje también puede concebirse, en términos más generales, como el pasaje del ancien régime prerrevolucionario al nuevo amo posrevolucionario que no quiere admitir que es un amo, sino que se propone como mero “servidor” del pueblo. En términos de Nietzsche, es simplemente el pasaje de la ética del amo a la moralidad del esclavo, y este hecho quizá nos permita un nuevo enfoque de Nietzsche: cuando éste descarta sarcásticamente la “moralidad del esclavo”, no está atacando las clases bajas como tales, sino más bien a los nuevos amos, que ya no están dispuestos a asumir el título de tales; “esclavo” es el término nietzscheano para amo fingido.
El punto de partida de la matriz de los cuatro discursos es la conocida definición de Lacan de significante: un significante es “lo que representa al sujeto para otro significante”. ¿Cómo hay que leer esta definición obviamente circular? Las camas en los hospitales antiguos tienen al pie, fuera de la vista del paciente, un pequeño tablero que registra la temperatura del paciente, su presión sanguínea, los medicamentos que le han indicado, etcétera. Ese tablero representa al paciente, ¿para quién? No simple y directamente para otros sujetos (digamos, para los enfermeros y médicos que regularmente revisan ese tablero), sino principalmente para otros significantes, para la red simbólica de saber médico en la cual los datos del tablero tienen que insertarse para alcanzar su significado. Puede imaginarse fácilmente un sistema informatizado donde la lectura de los datos en el tablero se produzca automáticamente, de modo que lo que los médicos obtienen y leen no son esos datos, sino directamente las conclusiones que, de acuerdo con el sistema del saber médico, se siguen de estos y otros datos... La conclusión que debe extraerse de esta definición de significante es que, en lo que digo, en mi representación simbólica, siempre hay una especie de excedente respecto de los destinatarios de mi discurso, por lo cual aun una carta que no llega a su destinatario concreto en cierto sentido llega a su verdadero destino, que es el gran Otro, el sistema simbólico de “otros significantes”. Una de las materializaciones directas de este exceso es el síntoma: un mensaje cifrado cuyo destinatario no es otro ser humano (cuando inscribo en mi cuerpo un síntoma que divulga el secreto más íntimo de mi deseo, no se supone que ningún ser humano lo lea directamente) y, sin embargo, ha cumplido su función en el momento en que fue producido, ya que llegó al gran Otro, su verdadero destinatario.

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¿Qué es un significante amo? En su libro sobre la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill medita sobre el enigma de una decisión política: después de que los especialistas proponen sus múltiples, elaborados y refinados análisis, alguien debe asumir el simple y dificilísimo acto de trasponer esa multitud compleja, donde para cada razón a favor hay dos razones en contra y viceversa, en un simple “sí” o “no”: atacaremos, esperaremos. Ese gesto que nunca puede estar completamente basado en razones es el del amo. El discurso del amo se basa entonces en la brecha entre S1 y S2, entre la cadena de significantes “ordinarios” y el significante amo “excesivo”. Basta con recordar los rangos militares, el hecho curioso de que no se superponen con la posición dentro de la jerarquía militar de mando: a partir del rango de oficial –teniente, coronel, general...–, no se puede derivar directamente su lugar en la cadena jerárquica de mandos (un comandante de batallón, un comandante de un grupo del ejército); el hecho curioso es el modo como llegan a duplicar la designación de su posición; por ejemplo, “General Michael Rose, comandante de las fuerzas de Naciones Unidas en Bosnia”. ¿Por qué no eliminamos los rangos y simplemente designamos a un oficial por su posición en la cadena de mando? Sólo el ejército chino en la Revolución Cultural abolió los rangos y usaba únicamente la posición en la cadena de mando. Esta necesidad de reduplicar es la necesidad de adicionar un significante amo al significante “ordinario” que designa el lugar propio en la jerarquía social. Esta brecha es también ejemplificada por los dos nombres de una misma persona. El Papa es al mismo tiempo Karol Wojtyla y Juan Pablo II: el primer nombre representa a la persona “real”, mientras que el segundo designa a esa misma persona como la encarnación “infalible” de la Iglesia; el pobre Karol puede emborracharse y decir estupideces pero, cuando Juan Pablo habla, el espíritu divino habla a través de él.

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Quizás el caso ejemplar de la posición del amo que subyace al discurso universitario es el funcionamiento del discurso médico en nuestras vidas cotidianas: en el nivel superficial, estamos ante el saber objetivo puro que desubjetiviza al sujeto-paciente, reduciéndolo a un objeto de investigación, de diagnóstico y tratamiento; sin embargo, por debajo puede discernirse fácilmente a un sujeto preocupado e histerizado, obsesionado por la angustia, que se dirige al médico como si fuera su amo y le pide que lo tranquilice. Y se podría afirmar que la resistencia de los médicos a ser tratados como Otros científicos se basa en la conciencia de que su posición es la del amo, por lo cual no esperamos que el médico nos diga solamente la verdad desnuda (objetiva): esperamos que nos dé las malas noticias sólo en la medida en que nuestro saber de nuestra condición nos ayude de algún modo a lidiar con ella. En un nivel más común, basta con recordar el experto en mercados que aboga por fuertes ajustes presupuestarios (recortando gastos en seguridad social, etcétera) como si se tratara de una necesidad impuesta por sus conocimientos técnicos desprovistos de todo sesgo ideológico: lo que oculta es la serie de relaciones de poder (desde el papel activo de los aparatos del Estado hasta las creencias ideológicas) que sostienen el funcionamiento “neutral” del mecanismo del mercado.

El mal no es banal

Siempre que un proyecto político da un giro radical, surge el chantaje: “Desde luego esos objetivos son en sí mismos deseables; sin embargo, si hacemos todo eso, el capital internacional nos boicoteará, la tasa de crecimiento bajará”, y así sucesivamente. La barrera del sonido, el salto cualitativo que se produce cuando se expande la cantidad desde las comunidades locales hasta los círculos sociales más vastos (hasta el Estado mismo), tiene que ser derribada, y arriesgarse a organizar círculos sociales cada vez más amplios, en el estilo de la auto-organización de las comunidades marginales excluidas. Muchos fetiches tendrán que ser eliminados: ¿a quién le importa si el crecimiento se estanca o incluso senegativiza? ¿No tenemos bastante con la tasa alta de crecimiento cuyos efectos en el cuerpo social se manifestaron principalmente como nuevas formas de pobreza y desposesión? ¿Por qué no un crecimiento negativo que se tradujera en un estándar de vida cualitativamente mejor, no más alto, para amplios estratos populares? Ese habría sido un acto en la política actual: salir de la alternativa debilitante de “o apoyamos directamente la globalización del libre mercado, o hacemos promesas imposibles siguiendo fórmulas mágicas para quedarnos con el pan y con la torta, para combinar globalización con solidaridad social”.
En ningún lugar la resistencia al acto político es hoy más palpable que en la obsesión del “Mal radical”, el negativo del acto. Es como si el Bien supremo consistiera en hacer que nada suceda realmente; es por ello que la única manera de imaginar un acto es bajo la forma de una perturbación catastrófica, de una explosión traumática del Mal. Susan Neiman (Evil in Modern Thought, Princeton University Press, 2002) estaba en lo cierto al señalar por qué el 11 de septiembre tomó a tantos críticos sociales de izquierda por sorpresa: el fascismo era, para ellos, la última apariencia de un Mal directamente transparente. Desde 1945 perfeccionaron, durante décadas, el arte de la lectura “sintomática”, un modo de leer que nos enseñó a reconocer el Mal bajo la forma de su opuesto: la democracia liberal misma legitima los órdenes sociales que generan el genocidio y las masacres; hoy, los crímenes masivos son el resultado de la lógica burocrática anónima (lo que Chomsky llamó los “ideólogos invisibles”). Sin embargo, con el 11 de septiembre, todos encontraron repentinamente un Mal que se ajusta a la más ingenua imagen hollywoodense: una organización secreta de fanáticos que concibe y planea con detalle un ataque terrorista cuyo objetivo es matar a miles de víctimas civiles al azar. Es como si el concepto de Arendt de la “banalidad del mal” fuera nuevamente invertido: los atacantes suicidas de Al Qaida no eran en ningún sentido “banales”, sino efectivamente “demoníacos”. Así pues, a los intelectuales de izquierda les pareció que para poder condenar directamente esos ataques, debían revisar de alguna manera los resultados de sus complejos análisis y hacer una regresión al nivel hollywoodense fundamentalista de George W. Bush.
En una elaboración más profunda, se pueden proponer cuatro modos del Mal político, que forman una especie de cuadrado semiótico greimasiano: el Mal totalitario “idealista”, llevado a cabo con las mejores intenciones (el terror revolucionario); el Mal autoritario, cuyo objetivo es el poder y la simple corrupción (sin otros objetivos más elevados); el Mal “terrorista” fundamentalista, abocado a infligir daños masivos, destinado a causar miedo y pánico; y el Mal “banal” de Arendt, llevado a cabo por estructuras burocráticas anónimas. Sin embargo, lo primero que hay que señalar es que el marqués de Sade, el epítome del Mal moderno, no se adecua a ninguno de estos cuatro modos: hoy es atractivo porque, en su obra, los personajes malvados son superlativamente demoníacos, se reflejan en lo que hacen y lo hacen intencionalmente: lo opuesto de la “banalidad del Mal” de Arendt, del Mal totalmente incomparable con los personajes grises, mediocres, pequeñoburguesas (a la Eichmann) que lo organizaron. Aquí es donde Pasolini, en su Los 120 días de Sodoma, se equivoca: “Sade y Auschwitz tienen poco en común. No es probable que pueda encontrarse una fórmula general que los comprenda, y todo intento de hacerlo puede ocultar lo moralmente importante en cada uno”, escribió Neiman.
El “Mal” es, pues, una categoría mucho más complicada de lo que podría parecer. No es una simple obscenidad excéntrica comparar la famosa fórmula mística de Angelus Silesius “La rosa no tiene porqué” con la experiencia de Primo Levi en Auschwitz: cuando, sediento, intentó llegar a un pedazo de nieve en la ventana de su barraca, el guardia le gritó desde afuera que se retirara; en respuesta al perplejo “¿Por qué?” de Levi –por qué el rechazo de un acto que no hiere a nadie ni rompe las reglas–, el guardia replicó: “No hay porqué aquí, en Auschwitz”. Quizá la coincidencia de estos dos “porqués” es el “juicio infinito” último del siglo XX: el hecho sin fundamento de una rosa que goza de su propia existencia se toca con su “determinación oposicional” en la prohibición del guardia hecha de puro goce, porque sí. En otras palabras, lo que en el ámbito de la naturaleza es puro, es inocencia pre-ética, retorna (literalmente) como venganza en el ámbito de la naturaleza, bajo la forma de puro capricho del Mal.

* Fragmentos de Violencia en acto. Conferencias en Buenos Aires, de próxima aparición (ed. Paidós).

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