Jue 18.04.2002

PSICOLOGíA  › SOBRE LOS FUNDAMENTOS SUBJETIVOS DE TODA LEGISLACION HUMANA, ATACADOS EN EL MUNDO ACTUAL

Desde el deseo de ley hacia la imagen del desastre

Hay una ley que organiza a cada sujeto humano: no es la misma cosa que la ley jurídica, pero tiene con ésta una relación problemática, decisiva.

Por Luis María Bisserier *

“Deseo de ley”: entiendo que esto quiere decir: la ley nos hace falta. Hay algo que nos falta gracias a la ley y por eso deseamos; pero también que algo nos falta de la ley y que algo falta en ella y que ambas cosas son nuestra responsabilidad.
Debemos diferenciar entre las leyes que el psicoanálisis estudia o describe como siendo aquellas que estructuran al sujeto y en relación con las cuales se constituye el deseo, de aquellas otras, como las jurídicas, que resultan todas de la acción humana, acción a su vez regida por leyes económicas, políticas, sociales, religiosas, etc., y todas ellas suspendidas, trastrocadas, subvertidas periódicamente por la guerra y la destructividad.
Lacan dirá que en nosotros un sujeto piensa, y piensa con las leyes que resultan ser las mismas que las de la organización de la cadena significante. Este significante en acción se llama el inconsciente. De manera que sabemos que cuando pensamos hay un significante inconsciente en acción y que no sabemos de él nada más que sus efectos, que organiza y determina un saber inconsciente no regido por nosotros y del cual sin embargo somos responsables. Pero cuando se hacen las leyes jurídicas no podemos pedirle a los juristas que sean psicoanalistas. Ninguna constitución, ningún cuerpo de leyes, hasta donde yo sé, propone un trabajo de regulación que incluya la imbricación de la destructividad. Por el contrario la ley se propone siempre excluir y sancionar la violencia y la destructividad. La ley acepta su existencia, se funda en ella para plantear la exigencia ideal de su eliminación por lo que nunca puede reconocer lo que en ella misma la estimula o la desata.
En “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo” (Escritos, tomo 1, página 336), Jacques Lacan dice: “Más allá de la Madre, Otro real de la demanda que se quisiera que colmase el deseo, se perfila la imagen de un padre que cerrase los ojos sobre los deseos, con lo cual queda marcada, más aún que revelada, la verdadera función del Padre que en el fondo es la de unir (y no la de oponer) un deseo a la ley”. Ese Otro, tercero en un sentido fuerte, lo es por no ser el juez que decidirá quien tiene la razón entre mi interlocutor y yo. No es tampoco el Amo que reparte favores en función de su oscuro deseo, aunque por supuesto, todo eso existe, y el Otro del que hablo no es pensable si rechazamos estas configuraciones.
Ese Otro es Otro y se constituye en ese acto como tal, no porque me da la razón sino porque incluye en él, y en mí y en mi interlocutor, una nueva razón que antes no existía.
Esto se produce en el trabajo psicoanalítico por la realización de la experiencia que llamamos castración. Castración en el Otro como condición de la experiencia de castración en el Sujeto. Que esta operación conserve el nombre que evoca la amenaza y vela la promesa de la ley (esto que deberás aceptar que no tienes es lo que tendrás de otra manera) no es una falla: indica que la dimensión imaginaria no es eliminable ni condenable. Hay que articularla. Y hay que hacerlo permanentemente y preservarla porque es un punto de extraordinaria fragilidad en la estructura.
¿Es esta experiencia trasladable, por ejemplo a las leyes jurídicas? Seguramente no. ¿Y a las leyes económicas, que rigen nuestro mundo de intercambios y nos convierten en otras mercancías más? Menos aún. Debo hacer aquí una pequeña digresión para salir al cruce de una objeción habitual. La desocupación, la marginalidad, el exilio del mercado laboral no nos desrealizan como mercancías. Todo lo contrario. Es el punto máximo por el cual, como cualquier mercancía, el excedente superabundante debe ser destruido, cíclicamente, para conservar la función del valor.
Volvamos. ¿Es acaso transferible a las leyes sociales? Diremos que no, pero, ¿qué entendemos por leyes sociales? ¿Los llamados derechos sociales, incluidos los del consumidor sin obligaciones? Sí, pero también lasfiestas, las ceremonias, los ritos entre los que hay que subrayar fuertemente el duelo. O sea, todo aquello que regula que eso que llamamos superyó no se desarticule, o sea que no se torne el motor de una ferocidad implacable.
En cuanto a las llamadas leyes religiosas, cuando se desequilibran nos enseñan que el amor puede ser tan mortal y cruel como el odio.
Sucede que no es necesario trasladar ni la experiencia ni la posición analítica a estas leyes, sino más bien, a partir de ellas, reconocer en cada uno de estos campos de leyes que tipo y estilo de presencia del Otro, del Sujeto, del Yo, del objeto y de la castración se articulan en determinada configuración que nos habita.
Quizás el cuerpo de las leyes jurídicas es también ese Otro pero afectado por cierta inhibición necesaria para la solemnidad de la escena de la sanción y demasiado lento entonces para introducir la innovación que vuelva a significar que algo le falta. Lo que nos empuja a relacionarnos con esa forma de la ley desde el lugar del Yo que demanda por sus necesidades insatisfechas, inhibiendo entonces el trabajo por el cual el deseo nos haga activos partícipes de la renovación de la unión con la ley para obtener la satisfacción posible.
Y en las leyes económicas quizás podríamos reconocer, para reabrir ese campo de investigación, la presencia del fetiche que nos paraliza en el lugar del objeto a y por consumir.
Sólo diré en referencia a las leyes religiosas que sigue pendiente en cuanto a ellas lo que podamos estudiar de la función del Padre y agregaré en relación con la función del Ideal del Yo y su presencia en nuestras instituciones.
Y todos estos campos, diversos, todas estas leyes, tienen relaciones diferentes y a establecer, con la escritura.
En su interesantísimo trabajo La escritura y la formación de la inteligencia en la antigua Mesopotamia, Jean Bottéro nos relata el comienzo, hace unos 5200 años, de una larga lucha y transformación operada en nosotros a partir de la invención de la escritura en una región ubicada más o menos al norte de lo que hoy conocemos como Irak.
Dos sistemas, uno pictográfico o ideográfico y otro fonético y silábico se entrecruzan y enfrentan, creando castas de escribas, contables y sacerdotes que harán del texto y del texto convertido en códice y en libro sagrado el lugar de una contienda que aún hoy libramos. Y ambos sistemas, aún hoy y desde ese comienzo tan antiguo, inscriben tanto en las tablas de arcilla como en los bytes actuales esa invocación que dice: “Tú, Lector, le dirás a...”.
El desastre
Desde mucho antes del 11 de septiembre de 2001, se nos ofrece el imaginario de un desastre que no deja de producir desastres en lo imaginario mientras se nos exige aceptar someternos a una elección forzosa, en la que, cualquiera sean sus términos, la ley queda suspendida o subordinada a esa esclerosis del Ideal del Yo que sucede cuando se encarna en esa versión del padre que se llama líder, cuya voluntad pasa a ser ley o mejor dicho, mandato. En esa situación, política y pensamiento se alienan en la guerra y la destructividad.
Lo que sucede en el imaginario del desastre es que ya no tenemos tiempo. “Llamo desastre a lo que no tiene lo último como límite: lo que arrastra lo último en el desastre”, dice Maurice Blanchot. Dice también que tampoco se puede saber lo que se pierde ahí o lo que se ha perdido ya, ni lo que se perderá luego. La pérdida está sucediendo y no termina de suceder. Esto se vuelve cierto si lo que no termina de perderse es este imaginario del desastre. No digo que se trate de un desastre imaginario ni que es un ataque imaginario ni un ataque causado por la consecuencia agresiva de unsupuesto juego especular y narcisístico. Digo que es un ataque a lo imaginario lo que nos empuja al imaginario del desastre. La belleza de las palabras de Blanchot quizás nos ha impedido darnos cuenta que no hace, nada más ni nada menos, que trasladar la definición del infierno cristiano a las vulgares condiciones de nuestra vida terrenal. Un paso más y el infierno es el otro. Escenario en el que, por mucho tiempo hemos estado forzados a elegir entre la nebulosa del estallido de las instituciones y el sometimiento a la disciplina para sostener el poder de algún amo que nos ofrecía la ilusión de la conquista, ya sea política, religiosa, militar, económica o intelectual.
Digo que los muertos, tanto los que quedaron bajo las ruinas de las Torres Gemelas, como los que se acumulan en las columnas de esa extraña contabilidad a la que parecen librarse algunos, muchos, de los que llamamos intelectuales, como respuesta a esa elección forzada de la que hablaba hace un instante, esos muertos no están en el desastre. Están muertos. En cuanto a nosotros, quedamos vivamente afectados justamente porque no parece haber ley que regule y asegure un fin y un resultado. ¿Pero es que la había antes? Si es en relación con la muerte, debo decir que no lo creo. Si es en relación con la vida, es esa función de la ley que amarra lo imaginario a los registros que real y simbólicamente hacen posible y deseable la vida lo que ha quedado nueva y profundamente atacado.
Un deseo de ley, dicho simplemente, supone un más allá de lo que puedo reconocer como propio, algo exterior a mí que puedo aceptar, incluir y hacer incluir en lo común exterior a mí y que también es íntimo y propio, lo que significa que no es de ese otro al que me dirijo.

* Psicoanalista. Extractado de su presentación en el Coloquio Internacional Deseo de Ley, el 16 de octubre de 2001 en Buenos Aires.

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