PSICOLOGíA
› UN ESTUDIO PSICOANALITICO SOBRE LA ACTUALIDAD DEL SACRIFICIO
“Ven y muere por nosotros”
El psicoanalista francés Guy Rosolato examina el sacrificio como una operación que puede producirse, en cualquier sociedad, “cuando el malestar y la angustia alcanzan un nivel intolerable”.
Por Guy Rosolato*
Centraremos nuestra indagación en la forma mayor del sacrificio, es decir, en la eliminación de un ser humano, por su muerte, en un acto directa o potencialmente colectivo. Cualesquiera que sean las razones invocadas, de orden utilitario, conflictivo o de defensa, la inocencia o la debilidad insigne de la víctima aparece, a veces de manera flagrante, frente a quienes han vivido o perpetrado ese acto.
Mi perspectiva es ante todo y únicamente psicoanalítica; quiero decir que está orientada por una práctica y una reflexión que no toma en cuenta más que los pensamientos, los deseos que manifiestan los analizandos en tanto que contemporáneos nuestros, en la cultura occidental de hoy. No se trata entonces de una investigación etnológica o histórica que hubiera podido llevarnos a los extremos del mundo, a culturas y lenguas que se hallan fuera de mi alcance, y a religiones y creencias que no son las de los hombres que pueden recurrir al psicoanálisis.
El sacrificio se nos presenta bajo tres aspectos:
- Aparece en las fantasías conscientes e inconscientes individuales.
Esto no quiere decir que la mirada colectiva esté ausente: muy al contrario, se perfila como una eventualidad deseable, aun si el deseo de muerte se pone en juego en el escenario imaginario más íntimo, más secreto o más reducido en cuanto a los protagonistas.
- El sacrificio participa en los mitos religiosos, siempre activos, cuya influencia persiste en la manera de pensar y en los gustos –influencia identificada o al contrario rechazada, repudiada, reprimida y sin embargo siempre activa en sus efectos y en las decisiones que dicta–. Aquí el carácter colectivo es patente. Yo diría que, para nosotros, dominan las tres grandes religiones monoteístas que basan su dogma, su dinámica mental y moral, en un sacrificio fundador. Nunca podríamos insistir demasiado en los efectos de las figuras específicas de cada una de estas religiones, que orientan el comportamiento y las elecciones de los individuos aun sin que ellos lo sepan.
- Finalmente debemos tomar en consideración la puesta en acto, en la realidad, de los movimientos sacrificiales comunitarios que apuntan a un individuo o a una colectividad excluidos. Este tercer aspecto es de una capital importancia, ya que determina los vaivenes de la vida social actual, en sus excesos o en las organizaciones, suscitadas por los movimientos de masas, que pueden hallarse en el origen de nuevas creencias y religiones. Puesto que se traducen en hechos reales, tales actos pueden ser temidos por unos, esperados por otros, dando lugar a una actividad fantástica que alimenta los riesgos de pasajes al acto colectivos. El desarrollo futuro de un fenómeno sacrificial es imprevisible, en la medida misma en que puede influir sobre el nacimiento y el desarrollo de corrientes hasta ahora desconocidos.
Hay razones para separar dos vertientes de acción o dos actitudes respecto del sacrificio. En un primer tiempo, están los que matan o excluyen a un chivo emisario: son los sacrificadores o los agentes. En un segundo momento se encuentran y se organizan los que se consideran “herederos” espirituales de la víctima. Su identidad, sus ideales colectivos no son los mismos que los de los primeros; así pueden crearse nuevas religiones, nuevas corrientes políticas. No obstante, el primer momento no acarrea necesariamente el segundo, si bien los terroristas y los iconoclastas a menudo intentan obtener por su acto individual la adhesión colectiva. De hecho, la etapa inicial aborta frecuentemente.
Y será detectado, en el corazón mismo de la operación sacrificial, un “tratamiento” de la culpabilidad, que debe entenderse como una puesta en obra, una elaboración que transforma o una explotación (como la de un material), pero también en el sentido de una terapéutica colectiva. Se trata de la solución que constituye el sacrificio para regular lo que denominamos el malestar de la civilización. Freud ha mostrado con mucha precisión la importancia del renunciamiento a las pulsiones, y sobre todo a la agresividad, en la organización del superyó, la interiorización de las pulsiones agresivas vueltas hacia el yo y el aumento del sentimiento de culpabilidad que se manifiesta por una necesidad de castigo inconsciente. Por otra parte, lo sabemos, la necesidad de amor, respecto de los padres, lleva al niño a sentirse culpable de sus meras intenciones agresivas, a castigarse mediante conductas restrictivas hechas para agradar a los padres, con el objeto de obtener su amor.
La culpabilidad implica que uno se reconozca responsable de un mal realizado. En la medida en que la intención es la preparación de una acción, la sola toma en consideración de un deseo se encuentra ligada a la culpabilidad. Vemos entonces todo el poder del pensamiento que potencialmente puede desencadenar el mal. Un deslizamiento importante se realiza a partir de allí: si el pensamiento provoca el mal, puede también suspenderlo. En la angustia, cuando el sufrimiento procedente de causas externas se torna invasivo, el espíritu invoca ese poder y lo ejerce por una serie de medidas, complejas y variadas, que actúan las más de las veces por vías opuestas provocando un efecto contradictorio.
La primera operación consiste, cuando el malestar y la angustia alcanzan un nivel intolerable, por razones sociales o solamente individuales, en combatir lo que los hace aun más insoportables, es decir el ser indefinibles e inaccesibles en sus causas y su impacto, haciéndolas bascular hacia una culpabilidad precisa y consciente, localizando la culpabilidad inconsciente en el sacrificio mismo, en la rememoración y la reactivación ritual de su escenario.
Justificar la culpabilidad implica que la víctima pueda ser considerada inocente; lo que se imputa debe entonces ser suficientemente vago, proceder del rumor público; es necesario que su propia debilidad la entregue sin piedad a la fuerza de la venganza colectiva. La injusticia de la operación no se le escapa a nadie, ni siquiera a los sacrificadores. En este sentido la culpabilidad está fijada, al menos implícitamente, pudiendo siempre reaparecer en plena conciencia.
Esta culpabilidad canalizada será atemperada mediante dos procedimientos. Lo será primero gracias al funcionamiento colectivo, que es un reparto de responsabilidad pero también una justificación por el acuerdo y por el número, por el alivio de ver el mismo comportamiento en los demás en el mismo trance, las mismas soluciones a partir de los mismos fantasmas.
Es sobre todo el establecimiento del vínculo con el padre idealizado, con el líder, vínculo de amor que pone cada fiel al identificarse con los otros en una fuerte dependencia respecto de los ideales propuestos por él. Hay, por esta aceptación, un sacrificio individual de la razón, una sumisión en favor de los objetivos y los fines que justifican los medios.
Por esto, la responsabilidad del sacrificio perpetrado sobre la víctima es reenviada al líder: la sumisión remite a él la culpabilidad y alivia entonces la de cada fiel, que se limita a obedecer y ejecutar. Un traspaso tal no deja de pesar grandemente sobre el líder: la envidia, reprimida por el amor, retoma la delantera cuando sobrevienen los fracasos de su política; aquélla se torna destructiva y lo incrimina enteramente y sólo a él por el sacrificio colectivo.
Por otra parte, la operación sacrificial es proyectiva, es decir que la omnipotencia del pensamiento cree poder desembarazarse de todo mal localizándolo sobre la víctima emisaria, ya sea para apartarla de la comunidad, de su territorio (como al chivo emisario de los hebreos), ya sea para destruirlo radicalmente mediante su ajusticiamiento. Esta eliminación no es convincente más que por estar estrechamente ligada a la posibilidad de fijar la culpabilidad.
Una consecuencia se sigue de esto: la proyección va a la par de una identificación con la víctima. Aquello de lo que se podría acusar a esta última concierne a todos, siempre que la realidad confirma algún defecto o alguna transgresión, alguna simple diferencia interpretada como una ausencia de participación en el destino común; a decir verdad, la víctima no podría ser inmaculada y perfecta o inhumana: sería de esperar que tal idealización fuera temible, puesto que para tal exigencia no habría sino debilidades que constatar; en este punto se establece la relación y la báscula entre el líder y la víctima emisaria.
Por lo demás, la víctima puede haber suscitado ella misma su posición, por necesidad de castigo, por aspiración narcisista a ser marginalizada, para alcanzar, al ser perseguida, un aura sagrada que potencialmente la coloca en situación de líder.
Vemos que el sacrificio es eficaz contra el malestar porque da pie a la culpabilidad, pudiendo a la vez suscitarla y atemperarla, fijarla y desplazarla, de imaginaria hacerla real por medio de actos irreversibles, mientras que por otra parte la violencia es, como lo veremos, desviada para orientarse hacia el exterior. Además, esta culpabilidad se dirige de cada uno hacia el otro (hacia la víctima, el líder o el enemigo externo) en el movimiento colectivo de alianza.
Pero hay motivos para seguir las transformaciones de esta culpabilidad entre los sacrificadores y los herederos de la víctima. En la dirección primera, la de los agentes, la operación tiene una virtud centrífuga: uno se desembaraza de la culpabilidad flotante que encuentra así un blanco. Sin embargo, debemos tener en cuenta la deuda que va a vincular a los sacrificadores entre sí: la identificación proyectiva con la víctima los compromete en un proyecto, un ideal representado por el líder, y para el cual ellos aceptan no solamente el sacrificio de la razón sino también el de su vida, en un combate que incluye riesgos importantes y contra los cuales deberán utilizar todos los recursos de su coraje y de su inteligencia. Hay entonces tres campos sobre los cuales se extienden los efectos del sacrificio personal y colectivo, en respuesta al sacrificio realizado contra la víctima emisaria: el de la razón, el de las restricciones pulsionales y el de la vida misma puesta peligrosamente en juego.
Del lado de los herederos de la víctima, la inocencia y la debilidad de ésta son proclamadas; de ellas se sigue una culpabilidad máxima, ya sea que ésta se impute a los agentes del sacrificio, ya sea que, como en el cristianismo, cada fiel sea considerado responsable, por sus pecados, de la muerte de Cristo.
Puede entonces desarrollarse una gran sensibilidad en cuanto a la facultad de considerarse culpable. Una sutileza obsesiva distinguirá la intención del acto realizado, y la sola aparición de un pensamiento no será confundida con su admisión por el solo hecho de aceptar la intención. Una casuística matizada vinculará incluso la culpabilidad con la omisión: el no realizar un deber de caridad, el no socorrer a otro, en su instancia final, el no darle una confianza inicial, son faltas que condena la moral y que hallamos corrientemente en la base del malestar social en su culpabilidad inconsciente.
* Fragmento de El sacrificio. Estudio psicoanalítico, que distribuye en estos días Nueva Visión.
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